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Warren Fahy: Henders

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Warren Fahy Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla. La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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En todas las épocas nos encontramos en una situación asombrosamente precaria en relación con la inmensa red de especies que nos rodean. Todo lo que se necesita es un nuevo invasor -una serpiente en un trozo de madera flotante, una semilla en los excrementos de un pájaro, o un insecto preñado en el tren de aterrizaje de un avión intercontinental- para eliminar todas las viejas reglas. El equilibrio que vemos a nuestro alrededor es una instantánea de una guerra mundial permanente que, en su mayor parte, se libra de un modo demasiado lento para que podamos percibirla. Apreciamos el frágil entorno ecológico de las islas Hawai y, sin embargo, hace cinco millones de años dicho archipiélago no existía. Todas las especies que habitan en las islas evolucionaron a partir de especies que fueron, en un momento determinado, «invasores» que alteraron lo suficiente el equilibrio existente como para establecerse y prosperar, o perecer en el intento.

Es en las islas, de manera especial, donde estas batallas de desgaste, que habitualmente tienen lugar fuera de la escala cronológica humana, se hacen más visibles. En la islas, las batallas son rápidas y las aniquilaciones totales, y las especies dominantes, que no tienen competencia, pronto proliferan hasta crear múltiples nuevas especies.

Las personas que viajan a las islas tropicales están familiarizadas con los formularios que deben cumplimentar declarando que no transportarán ninguna especie animal hacia o desde sus puntos de destino. En el pasado, sin embargo, los hombres llevaban deliberadamente consigo animales y plantas en su séquito biológico allí a donde viajaban, especialmente a las islas.

Cuando los polinesios colonizaron las islas Hawai, los pollos que llevaban consigo portaban la viruela aviar, que diezmó rápidamente las especies de aves nativas. Los viajeros europeos se encargarían más tarde de introducir gatos, cerdos y serpientes arbóreas, con lo que ahora son consecuencias previsibles.

En 1826, el buque de guerra Wellington introdujo mosquitos accidentalmente en la isla de Maui. Los mosquitos eran portadores de malaria aviar. Como consecuencia de ello, poblaciones enteras de aves autóctonas, que carecían de inmunidad a la enfermedad, fueron aniquiladas o bien obligadas a trasladarse a lugares más altos. Los cerdos salvajes contribuyeron a agravar el problema hurgando el monte bajo de la selva y creando caldos de cultivo de agua estancada para los mosquitos. Por consiguiente, veintinueve de las sesenta y ocho especies de aves autóctonas de la isla desaparecieron para siempre.

Como David Pimentel les dijo a los científicos que asistían a la convención de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia tras presentar sus descubrimientos: «No se necesitan muchos agitadores para causar un daño tremendo.»

Nadie hubiera podido imaginar, sin embargo, que las especies de las islas podrían influir en las ecologías de los territorios continentales. Nadie, había oído hablar jamás de la isla Henders.

Elinor Duckworth, Ph. D., Prólogo, Almost destiny (fragmento extraído con permiso)

1791

21 DE AGOSTO

17.27 horas

– Capitán, el señor Grafton está tratando de llevar a un hombre a tierra.

– ¿A quién, señor Eaton?

A doscientos cincuenta metros de la escarpada pared de la isla, el buque de guerra Retribution se mecía sobre un oleaje de tres metros de altura, alejándose de la costa. La corbeta estaba al pairo, sus velas grises hinchándose en direcciones opuestas para mantener su posición en el mar mientras el piloto no perdía de vista un banco de nubes que crecía hacia el norte.

Observando en silencio desde las cubiertas, algunos de los hombres rezaban mientras el bote se acercaba al acantilado. Iluminado por la luz anaranjada y pálida del sol crepuscular, el risco aparecía dividido en dos por una grieta sombreada de azul, que discurría por la cara de piedra a lo largo de más de doscientos metros hasta alcanzar la cima.

El Retribution era un barco capturado a los franceses, que anteriormente se había llamado Atrios. Durante los últimos diez meses, su tripulación había estado persiguiendo de manera implacable al buque de guerra Bounty. Aunque el almirantazgo británico no se oponía al robo de barcos de otras armadas, no olvidaba fácilmente cualquier navío que hubiera sido robado de la suya. Ya habían pasado cinco años desde que los marineros amotinados se habían fugado con el Bounty, y la caza aún continuaba.

El teniente Eaton aseguró el catalejo del capitán e hizo girar el tubo de latón para enfocar la imagen: nueve hombres estaban colocando el bote de remos en posición debajo de la grieta en el acantilado. Eaton se percató de que el marinero que trataba de alcanzar la fisura llevaba una gorra roja.

– Parece que se trata de Frears, capitán -informó.

La oscura grieta comenzaba a unos cinco metros por encima del fondo del oleaje y discurría en zigzag cientos de metros a través de la cara de roca dentada como si de un rayo se tratara. Los marineros británicos casi habían completado un círculo alrededor de la pequeña isla de poco más de tres kilómetros de ancho antes de encontrar esa única grieta en su armadura.

Aunque el capitán insistía en que debían investigar exhaustivamente todas y cada una de las islas en busca de alguna señal de la tripulación del Bounty, ahora era una cuestión más apremiante la que preocupaba a los hombres del Retribution. Después de cinco semanas sin una gota de lluvia, todos elevaban sus plegarias al cielo para encontrar agua dulce, no señales de los amotinados. Mientras aparentaban encargarse de sus tareas a bordo, los trescientos diecisiete hombres dirigían furtivas miradas de esperanza hacia el grupo de desembarco.

El bote se elevaba y caía en medio de la espuma del mar mientras los nueve hombres evitaban chocar contra el acantilado ayudándose de los remos. Cuando la barca estuvo en la cumbre de una ola, el hombre que llevaba la gorra roja consiguió aferrarse al borde inferior de la fisura al tiempo que el bote retrocedía.

– ¡Ha conseguido un punto de apoyo, capitán!

Una contenida exclamación de júbilo se elevó de entre la tripulación.

Eaton vio que los hombres que estaban en el bote arrojaban pequeños toneles en dirección a Frears.

– ¡Señor, los hombres le están lanzando algunos barriles para que los llene!

– La Providencia nos ha sonreído en esta ocasión, capitán -dijo el señor Dunn, el rubicundo capellán que había abordado el Retribution en su camino hacia Australia-. ¡No hay duda de que estábamos destinados a encontrar esta isla! ¿Por qué otra razón, si no, la habría puesto aquí el Señor, tan lejos de todo?

– Sí, señor Dunn. Mantened un estrecho contacto con el Señor -contestó el capitán mientras entornaba los ojos y vigilaba el bote-. ¿Cómo va nuestro hombre, señor Eaton?

– Ha entrado, señor. -Al cabo de un angustioso lapso, Eaton vio que el hombre cubierto con la gorra roja volvía a emerger de entre las sombras-. Frears está haciendo señas. ¡Ha encontrado agua dulce, capitán! ¡Está devolviendo los toneles al bote!

Eaton miró al capitán con expresión fatigada y sonrió cuando la cubierta estalló en gritos de júbilo.

El capitán esbozó una sonrisa.

– Disponga cuatro botes de desembarco para el aprovisionamiento, señor Eaton. Montemos una escalera y llenemos nuestros barriles.

– Es la Providencia, capitán -exclamó el capellán por encima de la ruidosa respuesta de los hombres-. ¡Ha sido el buen Dios quien nos ha guiado hasta aquí!

Eaton se llevó el catalejo al ojo derecho y vio cómo Frears lanzaba otro pequeño barril desde la grieta hacia el mar. Los hombres que ocupaban la chalupa lo acercaron al costado.

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