John Katzenbach - El profesor

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Adrian Thomas es un profesor universitario retirado, al que acaban de diagnosticarle una demencia degenerativa que lo llevará pronto a la muerte. Ha dedicado toda su vida a estudiar los procesos de la mente y a transmitir a sus alumnos todo su conocimiento. Ahora, jubilado, viudo y enfermo cree que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida. Pero al salir del consultorio del médico es testigo involuntario del secuestro de Jennifer Riggins, una conflictiva adolescente de dieciséis años con un largo historial de huidas, que desaparece sin dejar rastro dentro de una camioneta conducida por una mujer rubia. El profesor Thomas se debate entre poner fin a su vida y ser útil una última vez antes de morir. Decide ayudar a encontrar a Jennifer, intentar darle la oportunidad de vivir su joven vida. Para eso debe sumergirse en el oscuro mundo de la pornografía en Internet, un mundo perverso y criminal donde todo su saber académico se pone en juego, y donde debe utilizar los pocos momentos de lucidez para avanzar en una investigación para la que hay muy poco tiempo?

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– Pero no te preocupes, hermosa. Soy un luchador. Voy a pelear como un demonio. Y tú puedes ayudarme. Voy a derrotar esto con tu ayuda. Juntos.

Pero no fue así.

Y ella no había podido ayudarle. Ni un poco. Lo lamentaba. Le había dicho que lo sentía centenares, miles de veces en su cabeza, donde guardaba todos sus recuerdos.

Por primera vez durante todo su confinamiento, de pronto ya no sintió necesidad de llorar. No había lágrimas en sus mejillas. Ningún sollozo esforzándose por salir a través de su garganta. Los músculos en sus brazos y piernas, en la espalda rígida, todos se habían relajado. Por mucho que su padre hubiera luchado, no había nada que pudiera hacer. La enfermedad era sencillamente demasiado poderosa. Era lo mismo para ella. No había nada que pudiera hacer.

Sólo tenía una idea más. Si tuviera la posibilidad de pelear y morir, eso sería mejor que simplemente dejar que la mataran. De esa manera, cuando viera a su padre otra vez, podría mirarlo a los ojos y decirle: Lo intenté con la misma fuerza que tú, papá. Pero eran demasiado fuertes para mí. Y luego él podría decirle a ella: Pude verlo. Pude verlo todo. Sé que lo hiciste, hermosa. Estoy orgulloso de ti.

Eso sería suficiente para ella, le dijo en silencio a su oso.

Capítulo 38

Adrian sintió como si una corriente eléctrica hubiera reemplazado la sangre en sus venas. Miró la pantalla del televisor y sintió que se le iban muchos años, y supo que ya no podía tolerar más seguir siendo viejo, seguir estando enfermo y confundido. Tenía que encontrar la parte que había quedado perdida bajo capas y capas de años de edad y de enfermedad.

– ¿Quiere que pruebe otra página web? -preguntó Wolfe.

Le resultó difícil a Adrián precisar si su voz reflejaba el agotamiento de esa hora de la noche o un deseo genuino de pasar a otra cosa. Wolfe todavía seguía inclinado hacia la imagen de la muchacha encapuchada en la pantalla. Adrián comprendió que Wolfe, aun cuando ése no era su terreno, decididamente iba a regresar a whatcomesnext.comtan pronto como Adrián lo dejara solo. La voz de Wolfe revelaba un sonido seco y ansioso, como la de un hombre sediento que ve entusiasmado un oasis cercano. Era como si la fascinación, como un olor fuerte, hubiera sido liberada en la habitación.

Adrián vaciló. Podía escuchar a Brian que casi le gritaba al oído que tuviera cuidado, palabras que lo obligaban a ser muy cauto. El abogado y hermano muerto estaba casi desesperadamente exigiendo algo contradictorio: ¡Muévete rápido, pero con mucho cuidado!

– Mire -dijo Adrián lentamente, como si eso añadiera sustancia a su mentira-, no creo que éste sea el lugar que buscamos…

– Bien -respondió Wolfe estirando la mano hacia el teclado.

– Pero está cerca. Quiero decir que esto es lo que tenemos que estar buscando.

Wolfe se detuvo. Siguió dejando que sus ojos absorbieran la imagen en la pantalla. No importaba lo cansado que estuviera, ni si estaba agotado, o hambriento, o sediento, o distraído por alguna otra cosa de la vida…, a él lo impulsaban los recursos infinitos de la compulsión. A Adrián le intrigaba ver cosas que había estudiado y reproducido en pruebas clínicas ante sus ojos. Casi se deja arrastrar por una curiosidad académica, pero de inmediato los chillidos de su hermano volvieron a reorientar su atención.

– No puede estar cerca, profesor. Es la pequeña Jennifer o no.

– Lo entiendo, señor Wolfe -dijo Adrián haciendo caso omiso de las palabras «pequeña Jennifer»-. Es que sólo la vi un momento y no estoy del todo seguro. -Estaba seguro, sólo que no quería decirlo en voz alta.

– Bien, ese tatuaje… o es de verdad o es falso. Lo mismo se puede decir de la cicatriz. Cuando ella le dice a la cámara que tiene dieciocho años, bien, es verdad o es una mentira, y para mí es una gran mentira. Pero dígame usted, profesor, cuál es. Usted es el experto en esas cosas. De todos modos, es tarde y creo que tendríamos que terminar por hoy.

Verdad o mentira. Adrián todavía necesitaba la ayuda del delincuente sexual. Echó un vistazo a la figura con capucha en la pantalla. Quienquiera que fuese, vivía atrapada en una distante orilla del río. Dependía de él encontrar un puente.

– Sólo una cosa para comprender a lo que nos estamos enfrentando: si yo quisiera saber dónde está ubicado este sitio web, ¿cómo…?

Trató de hacer que su pregunta sonara inocente y no mostrara un interés especial, pero se dio cuenta de que era totalmente transparente. Insistió de todos modos, contando con que la fatiga de Wolfe lo ayudara a ocultar su interés.

– Quiero decir, hemos estado navegando de un lado a otro, pero ¿cómo sabremos adonde ir físicamente para encontrar a Jennifer una vez que la descubramos en la web?

Wolfe dejó escapar una leve sonrisa desdeñosa de incredulidad, sin que sus ojos en ningún momento se apartaran de la pantalla.

– No es tan difícil -respondió-. Sólo que depende de alguna manera de las personas que han montado el sitio.

– No entiendo -dijo Adrián.

Wolfe habló como un maestro de instituto realmente cansado a un estudiante más interesado en aprobar la materia que en las matemáticas.

– ¿De lo delincuentes que sean?

Adrián se meció de un lado a otro.

– ¿Eso no es como preguntar si una mujer está un poco embarazada, señor Wolfe? Una o bien…

Wolfe giró en su asiento, y miró a Adrián con una expresión resueltamente fría.

– ¿Usted no ha estado prestando atención, profesor?

Adrián permaneció en su asiento, totalmente desconcertado. Su silencio se convirtió en una pregunta a la que Wolfe parecía ansioso por responder.

– ¿Hasta qué punto quieren que el mundo sepa que están haciendo algo ilegal?

– No demasiado -contestó Adrián.

– Error, profesor, error, error, error. El mundo de las sombras. Ahí, uno necesita credibilidad. Si la gente piensa que usted respeta totalmente la legalidad, bien, ¿dónde está la gracia de eso? ¿Dónde está la emoción? ¿Dónde está el límite?

Adrián se quedó sorprendido por la notable exactitud del delincuente sexual acerca de la naturaleza humana.

– Señor Wolfe -observó cautelosamente-, usted me impresiona.

– Debí haber sido profesor, igual que usted -replicó. La cara de Wolfe se frunció en una sonrisa que Adrián realmente esperó que fuera diferente de la sonrisa perversa que usaba cuando estaba dedicado a satisfacer sus deseos-. Está bien, profesor, usted comprende que cada sitio tiene una dirección IP, un nombre único para el servidor que lo pone en ese lugar, ¿no? Hay un programa muy simple que da las coordenadas de GPS para cada servidor. Podemos buscar éste muy rápidamente, pero…

– ¿Pero qué? -quiso saber Adrián.

– Estos tipos…, los delincuentes, los terroristas, los banqueros…, como usted quiera llamarlos, también lo saben. Hay programas que uno puede comprar para mantener el anonimato mientras mira o transmite…, sólo que…

– ¿Sólo qué?

– Bien, sólo que no es del todo así. Todo puede ser descifrado al final. Depende realmente de la perseverancia de quienquiera que esté buscándolo a uno. Usted puede encriptar las cosas; si uno es una sociedad anónima, o el Ejército, o la CÍA, se vuelve muy sofisticado en cuanto a esconder cosas. Pero si uno es un sitio como éste -señaló a la niña encapuchada-, bien, no quiere esconderse. Uno quiere que las personas lo encuentren. Pero no las personas incorrectas. Como la policía.

– ¿Cómo se evita eso? -preguntó Adrián.

Wolfe se pasó lentamente las manos por la cara, antes de volver a ponerlas encima del teclado.

– Piense como un delincuente, profesor. Ya han conseguido que usted pague la cuota de suscripción. Así que se quedan por aquí sólo el tiempo necesario para llenar la vieja cuenta bancaria. Y luego…, ¡puf!…, se retiran, escenario vacío, huida veloz, antes de haber atraído el tipo de atención que menos les conviene.

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