«El lobo pierde el pelo pero no las mañas.»
Pero ésos no eran lobos. Eran chacales, y de la peor especie.
Se desplazó con cuidado, protegido por la penumbra y el reparo de la pared. El sheriff encendió el televisor, lanzó el sombrero sobre la mesa y se hundió en un sillón. Poco a poco el brillo espasmódico de la pantalla se agregó a la luz de la habitación.
Y el comentario sobre un partido de baloncesto.
– ¡Mierda! Ya estamos al final y perdemos. Ya lo sabía yo que jugar en California nos iba mal.
Se volvió hacia su ayudante.
– Hay cerveza en la nevera. Trae una para mí.
El sheriff era el jefe absoluto y le gustaba recordarlo, aun con las visitas. Little Boss se preguntó si se hubiera comportado con los mismos modales si en esa habitación, en vez de su ayudante, estuviera el juez Swanson.
Decidió que ése era el momento. Salió de su escondite apuntando con la pistola.
– La cerveza puede esperar. Manos arriba.
Will Farland, que estaba a su derecha, dio un respingo cuando oyó su voz. Y cuando le vio la cara, palideció.
Westlake se había vuelto de golpe. Y al verlo se quedó pasmado por un momento.
– ¿Y tú quién carajo eres?
«Una pregunta equivocada, sheriff. ¿Estás seguro de querer saberlo?»
– Por el momento no tiene importancia. Levántate y ponte en el centro de la sala. Y tú ponte a su lado.
Mientras ambos obedecían, Farland intentó llevar la mano a la funda de su pistola.
Previsible.
Little Boss dio un par de pasos rápidos, de costado para encararlo directamente, y sacudió la cabeza.
– Ni lo intentes. Sé usar muy bien esta pistola. ¿Me crees o quieres que te lo demuestre?
El sheriff alzó las manos en gesto que pretendía ser tranquilizador.
– Escucha, amigo, no perdamos la calma. No sé quién eres ni qué buscas, pero te recuerdo que estás cometiendo un delito. Además, estás amenazando con un arma a dos representantes de la ley. ¿No crees que tu situación ya es lo suficientemente grave? Antes de hacer más tonterías te aconsejo que…
– Sus consejos atraen el mal, sheriff Westlake.
Sorprendido de oír su nombre, el sheriff arqueó las cejas y ladeó un poco su gran cabeza.
– ¿Nos conocemos?
– Dejemos las presentaciones para después. Ahora, Will, siéntate en el suelo.
Farland estaba demasiado pasmado como para sentir curiosidad. Sin saber qué hacer, dirigió la mirada a su superior.
Sin embargo, Little Boss eliminó toda vacilación:
– Él ya no manda, mierda mal cagada, ahora mando yo. Si prefieres morir, puedo complacerte.
El hombre se agachó sobre sus largas piernas y se ayudó apoyando las manos en el suelo. En ese momento, el cabo señaló al sheriff con el cañón de la pistola.
– Ahora, con calma y sin movimientos bruscos ponle las esposas a la espalda.
Mientras obedecía doblado por la cintura, Westlake se puso rojo por el esfuerzo. El seco y doble clic de las esposas marcó el inicio del cautiverio del ayudante Will Farland.
– Ahora coge las tuyas y póntelas en la muñeca derecha. Después date la vuelta con los brazos a la espalda.
Los ojos del sheriff destilaban furia. Pero ante esos ojos había una pistola. Obedeció y enseguida una mano segura le colocó la otra esposa en la muñeca libre.
Y ése fue el inicio de su propio cautiverio.
– Ahora siéntate a su lado.
El sheriff no podía ayudarse con las manos. Dobló las rodillas y cayó torpemente, apoyando su corpachón con violencia contra la espalda de Farland. Por un momento pareció que ambos caerían.
– ¿Quién eres?
– Los nombres van y vienen, sheriff. Sólo quedan los recuerdos.
Durante un momento desapareció detrás de la pared de la escalera. Cuando volvió, traía un bidón de gasolina. Durante la inspección de la casa lo había encontrado en el garaje, junto a la segadora. Seguramente era la reserva que el sheriff guardaba por si el depósito del aparato se vaciaba mientras cortaba el césped del jardín. Ese descubrimiento insignificante le había dado una pequeña idea que lo llenó de júbilo.
Se puso la pistola en la cintura y se acercó a los dos hombres. Con calma, comenzó a verterles encima el contenido del bidón. Sus ropas se tiñeron de oscuro mientras el olor acre y aceitoso de la gasolina se propagaba por la estancia.
Will Farland se apartó instintivamente para que el líquido no le tocara el rostro y dio un cabezazo en la sien del sheriff. Westlake no tuvo ninguna reacción. El dolor en las muñecas había sido anulado por el pánico que comenzaban a reflejar sus ojos.
– ¿Qué quieres, dinero? En casa no tengo mucho, pero en el banco…
Por una vez en la vida, el ayudante interrumpió a su jefe con la voz chillona del terror.
– Yo también tengo. Veinte mil dólares. Te los daré todos.
«¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales?»
Mientras seguía echándoles la gasolina, le daba placer pensar que las lágrimas de esos tipos no eran sólo por los efluvios del carburante. Habló con el tono tranquilo que alguien le había enseñado hace tiempo.
«No te preocupes, cabo. Ahora se te curará…»
– Bien, tal vez podamos ponernos de acuerdo.
Una ráfaga de esperanzas llegó a la cara y las palabras del sheriff.
– Está bien. Mañana a primera hora nos acompañas al banco y coges un montón de pasta.
– Sí. Podríamos hacerlo así. -Aquel tono que dispensaba ilusiones cambió de golpe-: Pero no lo haremos.
Con lo que quedaba de gasolina en el bidón, trazó en el suelo una línea hasta la puerta. Sacó un Zippo del bolsillo. Un olor nauseabundo se agregó al que ya invadía la habitación: Farland se había cagado en los pantalones.
– No, te lo ruego. No lo hagas, no lo hagas, por el amor de…
– Cierra esa boca de mierda.
Westlake interrumpió ese inútil lloriqueo. Recuperó un poco de orgullo impulsado por el odio y la curiosidad.
– ¿Quién eres, bastardo?
El muchacho que había sido soldado lo miró en silencio un instante.
«Los aviones llegarán desde allí…»
Después dijo su nombre.
El sheriff desencajó los ojos.
– No es posible. Tú estás muerto.
Movió la ruedecilla del mechero. Los ojos aterrorizados de los dos hombres se quedaron fijos en la llama. Sonrió y por una vez se alegró de que su sonrisa fuera una espantosa mueca.
– No, hijos de puta. Sois vosotros los que estáis muertos.
Con un gesto teatral, abrió la mano y dejó caer el Zippo. No sabía cuánto podría durar para esos hombres la caída del mechero. Pero sí sabía que sería un trayecto muy largo.
Para ellos no hubo trueno.
Sólo el ruido metálico del Zippo al golpear contra el suelo. Después, un luminoso bufido caliente y una lengua de llamas que avanzaba bailando para tragárselos, una anticipación del infierno que les esperaba.
Se quedó para oír cómo aullaban y ver cómo se revolvían y quemaban, hasta que en la habitación se esparció el olor de la carne chamuscada. Lo respiró a todo pulmón, disfrutando de que esta vez la carne no fuera la suya.
Después abrió la puerta y salió. Comenzó a alejarse de la casa mientras los gritos que oía lo acompañaban como una bendición.
Al rato, cuando los gritos se apagaron, supo que el cautiverio del sheriff Duane Westlake y su ayudante Will Farland había tocado a su fin.
Jeremy Cortese miró el BMW oscuro que se alejaba, con el secreto deseo de que explotara y poder ver la explosión. Tenía la seguridad de que, a excepción del chófer, nadie habría echado en falta a sus ocupantes.
– Iros a tomar por culo, idiotas.
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