Tampoco estaba saliendo bien para ella como mujer ni para la comisario Maureen Martini, a cargo de la Comisaría de Casilino de la Jefatura de Policía de Roma, que apenas quince días atrás había matado a un hombre.
Maureen entró en la penumbra del garaje, situado a un centenar de metros de su casa, donde guardaba el coche. En cuanto la vio llegar, Duilio, el encargado, salió de su caseta de cristal y fue a su encuentro. Aunque por su edad no era un hombre peligroso, siempre había declarado con simpatía y afecto que tenía debilidad por ella. Maureen aceptaba ese inocente cortejo que duraba desde hacía tiempo, porque nunca era insolente o fastidioso.
– Si quiere, le enciendo el motor, doctora Martini. Siempre es un placer conducir una joya como esta.
Maureen le tendió las llaves.
– De acuerdo, y diviértase.
Duilio desapareció en la oscuridad de la bajada. Mientras esperaba oír el ruido de su Boxster subiendo por la rampa, Maureen pensó que, en general, podía considerarse una mujer afortunada. Su familia era dueña del restaurante Martini casi desde siempre, y con el tiempo su padre, Carlo, gracias a una eficaz administración, había sabido transformarlo de la simple fonda que era en sus principios en uno de los referentes de la gran cocina italiana. Cuando conoció a la madre de Maureen y se casaron, la aventura prosiguió al otro lado del océano y ahora existía en Nueva York el famoso Martini's, donde no era difícil encontrar de vez en cuando a alguna estrella del cine o la televisión. Su madre, mientras tanto, se había convertido en una de las mejores abogadas criminalistas de la ciudad; poco a poco, su matrimonio se resquebrajó a causa de la distancia. Distancia en tiempo, en espacio, en mentalidad y en carácter.
Pero, sobre todo, a causa de la insalvable distancia de un amor terminado.
La relación de Maureen con su madre nunca había sido digna de llamarse así. Por otra parte, el temperamento frío y pragmático de Mary Ann Levallier dejaba poco espacio para una complicidad afectuosa y divertida como la que existía, en cambio, con su padre. Así, cuando llegó el momento del divorcio ella eligió quedarse a vivir con él en Roma, y después de licenciarse en Derecho decidió ingresar en la Policía del Estado.
Maureen recordaba perfectamente lo mal que se tomó su madre aquella decisión. Estaban sentadas en la terraza del Hilton, donde se alojaba cuando viajaba a Roma. Mary Ann estaba, como de costumbre, perfecta y elegante con su conjunto Chanel; cuidaba su aspecto de manera obsesiva, hasta en los menores detalles.
– ¿Policía, dices? Qué tontería. Pensaba que te labrarías un futuro en Nueva York. En mi estudio tratamos muchos casos junto con Italia. Podría haber un brillante porvenir para una abogada bilingüe con tu preparación.
– Una vez más, mamá, ¿por qué antepones lo que tú deseas para mí a lo que yo deseo?
– Por lo que acabas de decir, dudo que puedas tener las ideas claras con respecto a tus aspiraciones.
– No, claro que no las tengo. Sobre todo comparado contigo, que las tienes clarísimas. Es una cuestión de actitud. Yo deseo un trabajo que me permita atrapar a criminales y mandarlos a la cárcel, independientemente de lo que gane. En cambio, tu trabajo consiste en lo contrario: ayudas a los criminales a salir de la cárcel en función de lo que ganas.
Su madre la sorprendió una vez más con un lenguaje muy explícito.
– Eres una gilipollas, Maureen.
Maureen se permitió al fin el lujo de una sonrisa angelical.
– Solo un poco, por parte de madre…
Se levantó y se marchó. Dejó a Mary Ann Levallier con su cóctel de gambas, que probablemente la irritaba porque no combinaba con el color de su ropa.
Duilio salió del subterráneo del garaje conduciendo el Porsche con la capota abierta y se detuvo a su lado. Se apeó del coche y mantuvo la puerta abierta.
– Aquí está. Fin del sueño.
– ¿Qué sueño?
– Un agradable paseo por Roma con un coche como este, en un día como hoy y con una mujer tan hermosa como usted.
Maureen se sentó y le sonrió mientras se abrochaba el cinturón.
– A veces hay que lanzarse, Duilio.
– ¿A mi edad, doctora? Cuando era joven temía que las muchachas me dijeran que no. Ahora tengo pánico a que me digan que sí.
Maureen se vio obligada a reír, aunque en aquel momento no estaba de humor.
– Buenos días, Duilio.
– También para usted, doctora.
El Porsche era un regalo de su padre. Le causó un enorme placer, pero era un símbolo que la clasificaba entre la gente acaudalada. Maureen era una persona discreta, como todo el que está seguro de sí mismo. No solía usar aquel coche, y menos aún para ir a la comisaría. Por el bien de la convivencia, prefería no dar a sus colegas la posibilidad de considerarla una niña rica que había optado por entrar en la policía por esnobismo.
Se metió de lleno en el tráfico y recorrió con calma algunas callejuelas hasta desembocar en la calle dei Fori Imperiali. Oculta bajo las gafas de sol, trataba de hacer caso omiso de las miradas de los conductores de los coches que se detenían a su lado cuando el semáforo se ponía en rojo. Algunas eran amistosas; otras, curiosas, y muchas, envidiosas.
Mientras bajaba en dirección a Lungotevere, comenzó a sonar el móvil que había dejado en el asiento de al lado.
– Hola. Soy un hombre que está solo cerca del cielo. ¿Cuándo vuelves?
– Pero si acabo de salir…
– No vas a creerlo, pero es la misma excusa que le dio Ulises a Penélope cuando llegó a su casa, pasados veinte años.
– Entonces debemos sincronizar nuestros relojes. No han pasado ni siquiera veinte minutos.
– Mientes. Han pasado por lo menos veintiuno.
Maureen le agradeció la alegría que conseguía transmitirle; no la encontraba en absoluto fuera de lugar. Connor sabía muy bien adónde iba, y en qué estado de ánimo se encontraba. Era su modo de hacer que se sintiera acompañada en ese delicado momento.
– ¿Por qué no vas a pasear por Roma, admiras a bellas mujeres y dentro de una hora y media nos encontramos en la entrada del edificio del abogado?
– Prométeme que después iremos a cenar al restaurante de tu padre.
– ¿No estás harto de comer allí?
– No mientras sea gratis.
Maureen le dio la dirección del abogado y continuó su camino. Pese a lo que acababa de decirle, si había algo que no formaba parte de las preocupaciones de Connor era el dinero. Aunque sus discos comenzaban a darle considerables ganancias, Maureen tenía la sensación de que ni siquiera sabía cuánto dinero tenía en el banco. Cuando ella salió de casa, él estaba hablando por teléfono con Bono, el cantante de U2, acerca de un futuro proyecto; sus ojos brillaban como los de un niño.
Recorrió con calma el Lungotevere, disfrutando del resplandor del sol, que jugueteaba con las ramas de los árboles que flanqueaban el camino. Conducía sin prisa, con la capota abierta; notaba el aire cálido de la primavera en el pelo y una sensación de hielo en el corazón. A su izquierda, el lecho del río era un reflejo indeciso más allá del muro que lo delimitaba. Un camino de agua sucia que cortaba en dos la ciudad, que no estaba mucho más limpia.
Ella, que había pasado su vida entre Italia y Estados Unidos, podía entender el entusiasmo de Connor por Roma. Allí, a cada paso se respiraba el perfume de lo que los estadounidenses habían intentado construir obstinadamente: un pasado. Pero no habían tenido en cuenta que no se puede construir un pasado a medida, sino que viene impuesto por hechos ajenos a la voluntad. Ahora, lamentablemente, cuando algún norteamericano cualquiera se encontraba ante las ruinas de la Zona Cero podía entender qué se sentía al pasar junto a los restos del Coliseo.
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