Lord, mientras tanto, se había levantado y se acercaba, amenazador y sibilante; la sangre que bajaba por la nariz rota teñía de rojo sus dientes.
– Cabrón hijo de la gran puta, ahora te…
No llegó a decir qué se proponía hacer. Al otro lado de la calle, un poco más allá de la esquina, un coche de la policía se había detenido ante el restaurante y un agente se disponía a entrar en el local. Jordan oyó una voz alarmada a sus espaldas.
– Eh, ahí vienen los maderos. Mejor que nos larguemos.
Lord se acercó tanto que sus palabras llenas de rabia salpicaron de saliva y sangre su cara.
– Por ahora lo dejaremos. Pero esto no termina aquí, cabrón de mierda.
Le asestó un revés que movió hacia arriba la cabeza de Jordan, como si sintiera curiosidad por seguir con la mirada la mano que le había pegado. Notó que los de atrás aflojaban el apretón y cayó de rodillas, mientras los cuatro volvían velozmente al coche y desaparecían entre el golpear de puertas, el ruido de motores y el chirriar de neumáticos sobre el asfalto.
Notaba un zumbido en los oídos, por el golpe, y un dolor agudo en el hombro. Vio manchas de sangre en la piedra de los escalones; era suya. Se puso en pie y fue a coger el casco, con la mano izquierda. Luego entró en el vestíbulo y se acercó a una columna. Se colocó contra la pared y buscó un lugar de apoyo donde hacer palanca. Aspiró hondo y dio un golpe seco; ahogó un gemido de dolor cuando la articulación del hombro volvió a su lugar. Vio que unas gotas de sangre le caían en el pecho, ensuciándole la cazadora y la camisa. Sacó un pañuelo de papel y se taponó las fosas nasales. Llamó el ascensor y subió, intentando no ver su imagen maltrecha en el espejo.
Llegó ante la puerta, entró y encendió la luz. Vio que le esperaba su vieja casa y, sentada en el sofá, su vieja vida. Dejó el casco y fue al cuarto de baño. Vio una línea de luz que se filtraba por debajo de la puerta. Quizá se la había dejado encendida aquella mañana. En este momento tenía otras cosas en que pensar, más allá de sus pequeños despistes.
Empujó la puerta y a la luz ambarina del cuarto de baño se encontró ante una mujer completamente desnuda. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Estaba de espaldas y se reflejaba en el espejo que tenía enfrente. Se estaba frotando el pelo con una toalla; cuando lo vio entrar se quedó inmóvil. No tuvo ninguna reacción, ni de sorpresa ni de miedo, y tampoco hizo el menor intento de cubrirse.
– ¿Debo considerar un peligro su presencia en mi cuarto de baño?
Su voz era dulce y tranquila; Jordan se quedó sin palabras. Esa aparición imprevista, pero sobre todo esa belleza intemporal, lo habían dejado totalmente indefenso. Lo único que podía hacer era seguir allí, de pie en el umbral, viendo a esas dos figuras que se reflejaban en el espejo, mientras apretaba contra su nariz un absurdo pañuelo manchado de sangre.
– No, perdone, yo…
– Entonces, ¿le molestaría cerrar la puerta y esperar fuera mientras me visto?
Jordan cerró la puerta con delicadeza; se sentía como un crío al que han sorprendido espiando por el ojo de la cerradura. Se refugió en el baño de la habitación de huéspedes. Encendió la luz y esta vez se encontró solo ante el implacable espejo. Observó su cara y confirmó que Lord y Hardy habían hecho un buen trabajo. El ojo se estaba hinchando, y la boca y la nariz estaban manchadas de sangre coagulada. Abrió el grifo y se lavó, disfrutando del placer del contacto del agua fría con el rostro tumefacto.
Se quitó la camisa y se secó con la parte limpia. Mientras iba por el pasillo para volver a la sala, oyó que del interior del otro baño llegaba el zumbido apagado de un secador de pelo. Jordan abrió el armario empotrado donde por la mañana había dejado su bolsa de viaje. La cogió y sacó una camisa limpia. Mientras se cambiaba, no lograba dejar de pensar en la mujer que acababa de ver en el cuarto de baño. Por mucho que buscara en su memoria y en sus experiencias, no conseguía encontrar a una mujer que pudiera, ni siquiera de lejos, compararse a aquella fascinante criatura. Cogió su bolsa y fue a dejarla en el sofá, al lado del casco.
Cuando apareció, ella llevaba un albornoz de microfibra azul. El pelo oscuro, todavía húmedo, destacaba el rostro, que era de una belleza tan peculiar que escapaba a cualquier canon. Los ojos grandes y líquidos que lo miraban eran de una increíble tonalidad entre avellana y dorado. Jordan pensó que el oro, para ser verdaderamente precioso, debería tener ese color.
– Bien, ¿puedo saber a qué debo el honor de su presencia?
– Vivo aquí.
– Qué extraño. Creía que acababa de alquilarlo. Quizá se me ha pasado por alto algún detalle.
Jordan volvió a experimentar la sensación de incomodidad que poco antes había sentido en el cuarto de baño.
– Creo que me he expresado mal. Yo vivía en este piso.
– ¿Usted es Jordan Marsalis?
– Sí. Y supongo que usted es la señora Guerrero…
– No exactamente, aunque esa definición me atañe en cierto modo. Me llamo Lysa.
Jordan le estrechó la mano que ella le tendía. Era tibia y suave. Le llegó un delicado aroma a vainilla que intensificó la agradable sensación táctil.
– Me habían dicho que llegaría usted dentro de tres días.
– Sí, así era en un principio, pero decidí adelantar el viaje porque en la agencia me avisaron que usted se iba hoy.
– Así debería haber sido, pero…
Jordan hizo con la mano un gesto que expresaba de manera concluyente la impotencia de un hombre contra lo imponderable.
– Como ve, los planes se hacen para cambiarlos. Le pido disculpas por haberla asustado. Me siento muy incómodo.
– ¿Siempre pierde sangre por la nariz cuando se siente incómodo?
Jordan se llevó una mano a la cara y la retiró manchada de rojo. La herida volvía a sangrar. Se dirigió hacia la cocina, buscando con la mirada algo con que detener la hemorragia.
– Disculpe. Hoy he tenido un mal día.
– No quisiera parecerle presuntuosa, pero ya me había dado cuenta. Siéntese en el sofá. Enseguida vuelvo.
Lo dejó solo; cuando volvió sostenía en la mano un neceser que tenía todo el aspecto de ser un botiquín de primeros auxilios. Lo apoyó en el sofá, junto a Jordan, y sacó algodón de un color amarillento.
– No se preocupe. Entre otras muchas cosas que he hecho en mi vida, también he sido enfermera. En todo caso, no creo que pueda empeorarlo.
Se colocó frente a él. De nuevo olió su perfume, que sabía a vainilla y a buenos pensamientos. Le palpó con delicadeza la nariz y el ojo; después le puso una mano bajo el mentón y le levantó la cabeza.
– A ver, eche la cabeza hacia atrás. Esto le arderá.
El perfume de Lysa desapareció bajo un olor penetrante y un ligero ardor cuando aplicó el hemostático. Poco después retrocedió unos pasos y le echó una mirada profesional.
– Muy bien, ya ha dejado de sangrar. Por si le interesa, la nariz no está rota. Sería un pecado, porque es una bonita nariz. Esta parte de la cara se le pondrá morada, pero no desentonará con el azul de sus ojos.
Jordan sintió que la mirada de Lysa penetraba hasta ese lugar secreto donde los hombres esconden las lágrimas.
– Tiene usted el aspecto de un hombre que ha tenido algo más que un simple mal día.
– Mucho más, creo. Hoy han asesinado a una persona a la que conocía.
– Hace un rato he visto en la televisión un noticiario en el que hablaban de la muerte de Gerald Marsalis, el hijo del alcalde. ¿Era pariente suyo?
«Gerald es historia. Es un nombre que ya no me pertenece.»
– Era mi sobrino. Christopher Marsalis es mi hermano.
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