John Harwood - El Misterio De Wraxfor Hall

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El Misterio De Wraxfor Hall: краткое содержание, описание и аннотация

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Londres, década de 1880. La joven Constance Langton crece en un entorno familiar marcado por un padre distante y una madre en perpetuo luto por el hijo muerto. Tras acudir a una sesión de espiritismo con trágicas consecuencias, Constance se queda sola y lo único que recibe es una misteriosa herencia: la lúgubre mansión de Wraxford Hall, envuelta en una leyenda maldita.

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Pero el diario fue escrito para que Magnus lo encontrara… Mis pensamientos estaban tan turbios por el cansancio y el dolor que al principio no me di cuenta y permanecí con la mirada absorta en aquella página durante unos instantes de perfecta incomprensión… hasta que pude verlo con claridad, y finalmente comprendí por qué Ada Woodward no había contestado mi carta.

Pude oír los sonidos del puerto mientras esperaba en lo alto de Church Lane: hombres gritando, velas batiéndose, rodadas de carromatos, y sobre todos esos ruidos, el incesante graznido de las gaviotas, penetrante y desolador. Más allá de los muelles, el mar aparecía tranquilo, gris y acerado; el salitre del aire se cargaba con las ahumadas pestilencias del alquitrán, del pescado y del carbón, y con los olores pútridos del barro y las algas. Los escalones de piedra continuaban hasta la colina, hacia la iglesia de St Mary y las ruinas de la abadía de Whitby.

Nadie sabía que estaba allí. Le había dejado a mi tío una nota diciendo que había salido, que estaría fuera todo el día y que no regresaría hasta muy tarde, y salí de casa antes de que él bajara a desayunar. Dormité a disgusto en el tren, mientras iban y venían las pesadillas de Wraxford Hall; en los intervalos de vigilia intenté convencerme de que no debía esperar absolutamente nada de aquella visita.

St Michael's Close era un callejón sin salida que bajaba desde Church Lane y terminaba en el número siete: una casita alta y estrecha, encalada, en lo más bajo de la calle, con peldaños que descendían hasta la puerta principal. Tenía la boca seca y mi corazón latía con tanta fuerza que casi resultaba doloroso. Bajé las escaleras, cogí la pesada aldaba metálica y llamé dos veces.

Abrió la puerta una mujer demacrada de mediana edad que debía de haber sido muy llamativa en su juventud, o eso pensé. Su pelo castaño aparecía veteado con franjas blancas, y su piel estaba arrugada y surcada por finas líneas, y había sombras como cardenales bajo sus ojos, pero su mirada aún era clara y luminosa, tanto más sorprendente en aquel rostro marchito.

– Me gustaría hablar con la señora Woodward -dije temblorosa.

– ¿Puedo preguntarle quién es usted? -Su voz era áspera, aunque no desagradable, con un algo del acento local.

– Soy la señorita Langton -dije.

– Espere -contestó, y me cerró la puerta en la cara. Esperé, tiritando, durante lo que me pareció un siglo, antes de que la puerta volviera a abrirse.

– La señora Woodward no está en casa.

– Por favor… -dije-. He venido desde Londres sólo para verla… para entregarle esto…

Saqué el diario de Nell de mi bolso, pero los ojos de aquella ama de llaves no se apartaron de mi rostro.

– Entonces… se lo daré cuando regrese -dijo, extendiendo la mano.

– Lo siento -dije-, pero me gustaría entregárselo en persona… Por favor… esperaré en la calle, si ella quiere salir y hablar conmigo…

– No está en casa -repitió el ama de llaves.

Y mientras me decía eso, una joven apareció en el umbral de una puerta que se avistaba en el pasillo, detrás del ama de llaves. Me pareció que tenía el pelo castaño rojizo, ojos oscuros y una viva y curiosa mirada. Después, la mujer volvió a cerrar la puerta.

Había un murete de piedra en lo alto de la escalerilla de la calle, y allí me senté, decidida a no marcharme. Pocos momentos después vi, por el rabillo del ojo, que se movían las cortinas de la ventana superior de la casa.

Aproximadamente un cuarto de hora más tarde, la puerta se volvió a abrir y salió otra mujer; era alta, como el ama de llaves, pero con el cabello más oscuro, veteado con hebras grises que reflejaban la luz. Tenía muy marcados los pómulos y un mentón poderoso, y aunque su rostro no estaba tan ajado como el de la otra mujer, también tenía profundas arrugas alrededor de los ojos, los cuales se clavaron sobre mí con evidente disgusto.

– ¿Señorita Langton? -dijo severamente-. Soy la señora Woodward. ¿Qué quiere de mí?

– Le escribí desde Londres hace algunas semanas. ¿No recibió mi carta?

– No. Por favor, dígame qué desea.

– He heredado Wraxford Hall -expliqué-. Me la legó Augusta Wraxford… Pertenezco a la rama de los Lovell. John Montague me entregó los diarios de Eleanor Wraxford…

– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

– Por favor, créame -dije desesperada-. No tengo intención de molestarla a usted ni a Nell… ¿No puede atenderme…?

Me miró en silencio y pensé que todo estaba perdido.

– Suba hasta el final de la escalinata y espéreme junto al cementerio de la iglesia -dijo finalmente, y volvió a desaparecer en el interior de la casa.

Hice lo que me dijo, y permanecí durante otro largo periodo de tiempo entre las ajadas lápidas, acompañada por una brisa gélida que pretendía arrancarme el sombrero y por las gaviotas chillando a mi alrededor. Luego, una figura embozada en una capa apareció en lo alto de la colina y caminó hacia mí por la hierba húmeda.

– ¿Y bien? -dijo muy severamente-. ¿Qué quiere de mí?

– He venido para decirle que Magnus Wraxford ha muerto… Yo lo maté. Hace dos días… en Wraxford Hall. Utilizaba el nombre del doctor James Davenant. Él quería matarme y yo lo maté en defensa propia, pero la policía no sabe nada de todo esto… Creen que fue un accidente. He venido a preguntarle si querría venir usted a Londres… e identificarlo como Magnus Wraxford.

Me miró con horror.

– Señorita Langton, me temo que no se encuentra usted bien… Debería contarle todo eso a un médico… o a un pastor, no a mí.

– Su marido es pastor…

– Mi marido falleció hace diez años.

– Lo siento mucho… -dije-. ¿No era su marido George Woodward, que fue también rector de la iglesia de St Mary en Chalford?

– No. Está usted equivocada -dijo.

Pero aquel tono de desesperación me impelió a continuar.

– Si a Magnus se le entierra como Davenant, todo el mundo creerá, para siempre, que Nell lo mató, y que mató también a Clara: viva o muerta, ella nunca se libraría de ese baldón.

– Sí… ya recuerdo el caso… -dijo con cautela-, aunque no tiene nada que ver conmigo. Y… si finalmente ese hombre que usted dice que ha matado no es Magnus… entonces, ¿qué?

– Usted me está diciendo… -dije mientras lágrimas de desesperación pugnaban por abrirse paso- que si usted viene a Londres y, finalmente, ese hombre no es Magnus, ello conduciría a la policía hasta Nell… y que usted no puede correr ese riesgo.

– Eso lo dice usted, no yo -contestó, pero su voz era ahora más suave.

– Aún hay una cosa… -dije dubitativamente-. John Montague me dijo, poco antes de morir, que yo le recordaba mucho a Nell, y me he preguntado si… si yo podría ser Clara Wraxford.

En esta ocasión no hubo duda: la sorpresa cruzó de parte a parte su rostro.

– Señorita Langton, debe usted comprenderme… No puedo ayudarla. ¿No tiene usted amigos, familia… alguien en quien confiar?

Negué con la cabeza.

– Quizá un médico…

– No hay nadie que pueda ayudarme en estos momentos…

– Lo lamento mucho -dijo sinceramente-. ¿Qué va a hacer ahora…?

– Cogeré el próximo tren de regreso a Londres, y después…

Iba a decir que iría a la policía y lo confesaría todo, pero recordé que no podía hacer eso… por Edwin.

– ¿Y después…? -apuntó.

No sabía qué decir; las perspectivas de futuro parecían tan grises y difuminadas como el océano que aquella mujer tenía a sus espaldas. Cogí los diarios de Nell y se los tendí, pero ella no quiso tocarlos.

– Lo siento -repitió-, pero ahora debo irme. Adiós, señorita Langton. Espero que…

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