Peter James - Traficantes de muerte

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Traficantes de muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida de Lynn Barrett se convierte en una pesadilla cuando a su hija Caitlin se le diagnostica un cáncer de hígado terminal. La escasez de órganos hace que incluso candidatos idóneos para un trasplante fallezcan mientras esperan que se les pueda realizar la operación. Desesperada, Lynn recurre a un traficante de órganos que encuentra en Internet quien, curiosamente, enseguida le confirma que ha encontrado a una donante perfecta. Entre tanto, Roy Grace está trabajando en un caso en que a los restos de tres jóvenes que han aparecido en las profundidades de la costa de Brighton les faltan los órganos vitales… La pista llevará a Grace a Rumanía donde operan las mafias de traficantes de órganos de las que el detective sospecha.

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Matar a una niña.

Matar a aquella niña.

El dinero había volado. La mitad. ¿Lo recuperaría? Mierda, no quería recuperarlo. Quería un jodido hígado.

El policía tenía que estar mintiendo.

Había un modo rápido de descubrirlo. Cogió su teléfono móvil, abrió la agenda y buscó el nombre de Marlene Hartmann.

Estaba a punto de apretar el botón de llamada cuando se detuvo.

Cayó en la cuenta.

Se dio cuenta de lo tonta que sería si lo hiciera. Si la vendedora de órganos se enteraba de que tenía a la Policía en los talones, probablemente suspendería la operación y huiría. Lynn no podía correr aquel riesgo. Caitlin había mejorado desde que el doctor Hunter le había dado aquel reconstituyente, pero aquello no iba a durar. Había ganado tiempo. Le había prometido que permitiría que Caitlin ingresara en el hospital por la tarde.

A menos que se produjera un milagro, estaba segura de que si Caitlin volvía al Royal, no volvería a salir de allí. No podía permitir que aquello se viniera abajo justo en aquel momento.

– ¡Eo! ¿Hola? ¿Hola, mamá? ¿Mamá? ¿Hay alguien ahí?

Lynn miró a su hija, sobresaltada.

– ¿Qué?

– Te he preguntado qué hacían aquí esos polis.

Entonces Lynn observó, atónita, que Caitlin de pronto se curvaba y se tambaleaba hacia los lados. La agarró justo a tiempo para evitar que se cayera, agarrándola con fuerza.

Por un instante, su hija parecía completamente desorientada.

– ¿Tesoro? ¿Cariño? ¿Estás bien?

Caitlin tenía la mirada perdida. Parecía sorprendida por lo que había pasado.

– Sí -suspiró. Tenía la piel aún más amarilla que la noche anterior. Susurrando de nuevo, hasta el punto que Lynn tuvo que situar la oreja junto a su boca para oírla, dijo-: ¿Por qué han venido…, los polis?

– No lo sé.

– ¿Van a meternos en la cárcel?

– No -respondió Lynn, sacudiendo la cabeza.

La voz de Caitlin ganó algo de fuerza.

– Parecían bastante desesperados, ¿sabes? Eso es algo desesperado, ¿no? Dejarnos esa foto de la niña. A menos que sea cierto, claro.

Se quedó mirando fijamente a su madre, de pronto enfocando otra vez.

– Probablemente esos cuerpos suponen una gran presión. Quizás estén desesperados por obtener una solución. Intentarán cualquier cosa, recurrirán a lo que sea.

– Sí, bueno, nosotras también estamos bastante desesperadas.

A pesar de todo lo que sentía, Lynn sonrió y luego rodeó a Caitlin con los brazos y la apretó más fuerte que nunca.

– Dios, te quiero, cariño. Muchísimo. Lo eres todo para mí. Eres el motivo por el que me levanto cada mañana. Eres el motivo por el que trabajo todo el día. Eres mi vida. ¿Sabes?

– Deberías salir más.

Lynn sonrió y la besó en la mejilla.

– Siempre me tratas fatal.

– Sí -respondió Caitlin, también sonriendo-. ¡Y tú eres tan jodidamente «posesiva»!

Lynn la empujó suavemente, estirando los brazos pero sin soltarla.

– ¿Sabes por qué soy tan posesiva?

– Porque soy guapa, lista, inteligente y tendría el mundo a mis pies si no fuera por un pequeño problema, ¿verdad? Dios me dio un hígado de una caja equivocada.

Lynn se echó a llorar. Eran lágrimas de alegría. Lágrimas de tristeza. Lágrimas de terror. Abrazando fuerte a Caitlin de nuevo, murmuró:

– Están mintiendo. El poli mentía. No le creas. «Mentía». Tú créeme a «mí». Tesoro, cariño, tú créeme a «mí». Yo soy tu madre. «Tú créeme».

Caitlin la abrazó a su vez, con las pocas fuerzas que tenía.

– Sí, vale. Te creo.

De pronto, se giró, haciendo un ruido gutural.

Liberándose de los brazos de su madre, se abalanzó sobre el fregadero. Lynn se puso a su lado, agarrándola del brazo para evitar que se cayera.

Entonces Caitlin vomitó violentamente.

Horrorizada, Lynn observó que no era vómito lo que salpicaba el fregadero y los azulejos de la pared. Era sangre de un rojo intenso.

Mientras abrazaba a su hija, que tosía y respiraba agitada-mente, supo que, en aquel preciso momento, no le importaba nada más. No le importaba si el superintendente Grace decía la verdad o no. No le importaba si la niña de la fotografía que había traído tenía que morir. No le importaba quién tuviera que morir. Si hacía falta, ella misma mataría a quien fuera, con sus propias manos, para salvar la vida de su hija.

109

Simona estaba sentada en una silla en una habitación pequeña y sin ventanas, llorando y bebiendo un vaso de Coca-Cola. La habitación le recordaba la celda en la que había pasado una noche cuando Romeo y ella habían sido arrestados, hacía un par de años, por robar en una tienda. El mismo olor a desinfectante. Allí no había nada más que estantes llenos de material médico. Tenía tanta hambre que le dolía el estómago.

– Quiero a Gogu -sollozó.

La gran enfermera rumana, que había agarrado tan fuerte a Simona por el brazo que le habían salido cardenales, estaba de pie, con los brazos cruzados frente a la puerta, observando cómo bebía.

– Se me ha caído fuera.

– Iré a buscarlo más tarde -replicó ella.

Simona se sintió un poco mejor al oír aquello y asintió en agradecimiento. Se quedó mirando el vaso y luego volvió a mirar a la mujer.

– Por favor, ¿pueden darme algo de comer? -preguntó por tercera vez en el cuarto de hora que llevaba allí-. ¿Lo que sea?

– Bebe -ordenó la mujer.

Simona obedeció y bebió un poco más. Quizá cuando se acabara el segundo vaso le darían algo de comer, y la mujer iría a buscar a Gogu.

– ¿Qué tipo de trabajo haré aquí? -preguntó.

La enfermera frunció el ceño.

– ¿Trabajo? ¿Qué tipo de trabajo?

Simona sonrió, fantaseando.

– ¡A mí me gustaría trabajar detrás de una barra! -dijo-.

Me gustaría aprender a preparar bebidas. Ya sabe, bebidas elegantes. ¿Cómo les llaman? ¡Cócteles! Creo que ése sería un buen trabajo, preparar bebidas y hablar con la gente. Seguro que en este hotel tienen un bonito bar, ¿verdad? -Al ver que la enfermera seguía frunciendo el ceño se apresuró a añadir-: Pero, por supuesto, no me importa el tipo de trabajo. Cualquier cosa. Podría limpiar. No me importa limpiar. Estoy contenta de estar aquí. ¡Y estaré aún más contenta cuando llegue Romeo! ¿Cree que será pronto?

– Bebe -respondió la mujer.

Simona apuró el vaso. Luego se quedó sentada en silencio, con la mujer allí de pie, cruzada de brazos, como un centinela.

Unos minutos más tarde, Simona de pronto empezó a adormilarse. De pronto se mareó y no conseguía fijar la vista en la mujer. Ni en las paredes ni en los estantes. Eran imágenes que pasaban frente a sus ojos rápido, cada vez más rápido.

La enfermera permaneció impasible, viendo cómo a Simona se le cerraban los ojos y caía de lado sobre el suelo, donde quedó inmóvil, respirando con fuerza.

Entonces se cargó a la niña al hombro, la trasladó unos metros por el pasillo hasta la pequeña sala preoperatoria y la colocó sobre la camilla de acero. Luego le quitó toda la ropa, comprobando si Simona llevaba algo de valor. A veces, las ratas callejeras como aquella niña ocultaban objetos robados en sus cuerpos, con la esperanza de venderlos en Inglaterra.

Poniéndose un guante de goma a toda prisa, antes de que llegara nadie más, buscó en el interior de la boca de la niña; luego tanteó cuidadosamente en la vagina y en el ano. ¡Nada! ¡Zorrilla inútil!

A continuación llamó por el intercomunicador al anestesista y le dijo, disimulando a duras penas su indignación, que la niña estaba lista.

110

Justo en el momento en que Roy Grace atravesaba la puerta de la SR-1, la matrícula Romeo Sierra Cero Ocho Alfa Mike Lima era detectada por una cámara de RAM. La información le llegó inmediatamente por radio. Se detuvo frente a la sala, abarrotada de agentes, y tomó nota de la información. El Aston Martin de sir Roger Sirius se dirigía al norte desde la rotonda Washington, en la A24.

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