Hizo una pausa, mirándola fijamente a los ojos. Ella no dijo nada.
– Bueno -prosiguió-, en realidad, ése no es el caso. Procede de esta niña rumana. Se llama Simona Irimia. Hasta ahora, por lo que sabemos, está viva y sana. La han trasladado ilegalmente a Inglaterra y la matarán para que su hija pueda tener su hígado.
De pronto, Lynn sintió que el mundo se hundía a su alrededor.
Simona estaba sentada sobre un colchón lleno de bultos con Gogu sobre el regazo, en la parte trasera de la furgoneta, que se zarandeaba constantemente. Tan pronto aceleraban como frenaban de golpe, por una carretera llena de curvas y cambios de rasante. Casi todo el tiempo tenía las manos sobre los salientes del suelo de metal, intentando cogerse para evitar ir dando tumbos.
Tenía una caja de herramientas azul al lado, así como una llave para ruedas, una cuerda azul enrollada y unos rollos de cinta adhesiva. Todo aquello iba dando botes, resonando y resbalando de un lado al otro cada vez que pasaban un bache. Hacía horas que no comía ni bebía nada: desde que habían subido en aquella avioneta. Tenía muchísima sed y el olor del humo del escape la estaba mareando.
Ojalá que Romeo estuviera allí, porque ella siempre se sentía segura con él, y habría tenido a alguien con quién hablar. La mujer alemana no le había hecho caso durante la mayor parte del viaje, que se había pasado trabajando con su ordenador portátil o hablando por teléfono. Ahora, en el asiento delantero, mantenía una conversación aparentemente muy seria con el conductor de la furgoneta, un rumano alto, de rostro anguloso e inexpresivo con el pelo negro azabache peinado hacia atrás que llevaba una cazadora y vaqueros, y una gruesa pulsera de oro en la muñeca.
De vez en cuando, la mujer levantaba la voz, y el conductor se quedaba callado o contestaba; por lo menos, sonaba como si le replicara, cualquiera que fuera el idioma en que estaban hablando.
Allí atrás no había ventanillas, y Simona sólo podía ver estirando el cuello y mirando entre los asientos, por el parabrisas. Iban por un campo bien cuidado. Veía sobre todo árboles, setos y, de vez en cuando, alguna granja o casa de campo.
Frenaron de golpe. Un momento más tarde giraron y pasaron por entre dos altos pilares de ladrillo. Oyó cómo pasaban sobre una reja, y luego enfilaron un largo y sinuoso camino de acceso. Simona vio varios carteles en unos postes, pero era incapaz de entender lo que decían.
Propiedad privada
Prohibido aparcar
Prohibido hacer picnic
Absolutamente prohibido acampar
En la distancia vio unas frondosas colinas verdes bajo el cielo gris. Rodearon un gran lago, luego un amplio prado que había más allá, a la izquierda, perfectamente cuidado. Había zonas donde habían dejado la hierba más corta, y vio varios cráteres llenos de algo que parecía arena. Se preguntó qué serían, pero no se atrevió a interrumpir para preguntar.
Embocaron un largo paseo rodeado de árboles cuyas copas convergían en el centro, con los arcenes cubiertos de hojas caídas, y de pronto la furgoneta giró bruscamente otra vez y redujo la velocidad al mínimo. Superaron un gran bache y volvieron a ganar velocidad. Tras tres baches más iguales al anterior, Simona vio, frente a ellos, una enorme casa gris y, enfrente, unos coches relucientes aparcados aquí y allá, y en filas perfectamente ordenadas a los lados. Por un momento se emocionó. ¡Aquel lugar era precioso! ¿Sería allí donde iba a trabajar?
Quería preguntarle a la mujer alemana, pero estaba hablando otra vez por teléfono, y sonaba muy enfadada.
La furgoneta pasó por debajo de un arco y se paró en la parte trasera de la casa. El conductor apagó el motor y salió, mientras la mujer seguía discutiendo al teléfono, cada vez en voz más alta y agitada.
Un momento más tarde, el conductor abrió una de las puertas traseras de la furgoneta. Cogió a Simona de la mano mientras salían y, para sorpresa de la niña, no la soltó, sino que la mantuvo aferrada con fuerza, a pesar de sus esfuerzos por desprenderse. Parecía que le preocupaba que pudiera salir corriendo.
Ella tiró con fuerza, molesta de pronto con él, pero él la agarraba como una tenaza, y su rostro no mostraba ninguna emoción.
La mujer alemana salió, puso fin a su llamada y cerró el teléfono. Simona buscó su mirada. La mujer solía sonreírle, pero esta vez no había ninguna sonrisa, ni siquiera un gesto de reconocimiento. Se limitaba a mirarla fríamente, como si Simona no existiera. Simona pensó que debía de estar muy enfadada por aquella llamada.
Una enfermera salió de la casa por una puerta, casi junto a la furgoneta. Tenía el cuello grueso y unos brazos como jamones. Llevaba el pelo gris, muy corto, como el de un hombre, en-gominado formando pinchos. Por unos momentos, escrutó a la adolescente como si fuera un objeto expuesto en una tienda. Luego sus labios rosados, finísimos en comparación con el tamaño de su carnoso rostro, esbozaron una leve sonrisa.
– Simona -dijo, secamente, en rumano-, tú vienes conmigo.
Extendió la mano y aferró la de Simona. El conductor por fin soltó la otra. La enfermera tiró de Simona con tanta fuerza que la hizo trastabillar y perder su más preciada posesión, que cayó al suelo y allí se quedó, mientras la arrastraban hacia el interior de la casa.
– ¡Gogu! -gritó Simona, girando la cabeza desesperadamente-. ¡Gogu! -volvió a gritar, intentando zafarse-. ¡Gogu!
Pero Marlene Hartmann la siguió, entrando decidida y cerrando la puerta tras de sí de un portazo.
En el exterior, Vlad Cosmescu vio la tira de piel raída tirada en el suelo. Se agachó y la recogió. Luego, con el mugriento retal entre los dedos, hizo una mueca de asco y lo depositó en una papelera cercana. A continuación, dando marcha atrás, metió la furgoneta en uno de los aparcamientos que había al otro lado del patio y bajó la puerta, para esconderla. Por si acaso.
Haciendo un esfuerzo desesperado por mantener la compostura junto a la mesa de la cocina, Lynn se quedó mirando la fotografía de la niña que tenía delante: era guapa pero de aspecto sucio.
«Intentan meterme miedo -pensó-. Por favor, Dios mío, que sea eso.»
Marlene Hartmann era una mujer decente. Le resultaba imposible creer, ni por un momento, que lo que el superintendente le acababa de decir fuera cierto. Imposible. Imposible. Imposible.
Las manos le temblaban tanto que las alejó de la mesa y se las puso sobre el regazo. Se sujetó una con la otra, apretándoselas, apartándolas de la vista. ¡Imposible!
Tenía que superar aquello. Tenía que sacar a aquella gente de su casa, para poder llamar a la mujer alemana. Sintió un nudo en la garganta que le estrangulaba la voz. Respiró hondo para calmarse, tal como le habían enseñado en el trabajo que debía hacer cuando se enfrentaba a un cliente difícil o grosero.
– Lo siento -dijo, mirándolos a ambos, uno tras otro-. No sé por qué están aquí ni qué quieren. Mi hija está en la lista de espera de trasplantes del Royal South London Hospital. Estamos muy contentas con todo lo que están haciendo y esperamos que le den un hígado muy pronto. No hay ningún motivo por el que debiera buscar un hígado en ningún otro sitio. -Tragó saliva-. Además yo… Yo no… No sabría dónde…, dónde empezar a buscar.
– Señora Beckett -dijo Roy Grace, mirándola con gesto severo pero sin levantar la voz-, el tráfico de personas es uno de los delitos más deleznables en este país. Tiene que ser consciente de lo grave que es para la Policía y para los jueces. Hace poco un caballero de Londres fue sentenciado por un tribunal de apelación a «veintitrés» años por tráfico de seres humanos con agravantes.
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