Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Despegamos un poco tarde, hacia el oeste, contra el viento. Después giramos lentamente ciento ochenta grados hacia D.C. y pusimos rumbo al este. Noté el movimiento. No había ventanas, pero supe que sobrevolábamos la ciudad de Washington. Joe se hallaba por ahí abajo, durmiendo.

El fuselaje era muy frío, por lo que todos nos inclinábamos hacia delante con los codos sobre las rodillas. El ruido impedía hablar. Observé con atención un palé de munición para tanques hasta que la visión se me hizo borrosa y me dormí. No estaba cómodo, pero una cosa que se aprende en el ejército es a dormir en cualquier sitio. Me desperté unas diez veces y pasé la mayor parte del viaje en un estado de animación suspendida. El estruendo de los motores y las hélices ayudaban a ello. Era relativamente apacible. Equivalía a estar en la cama en un sesenta por ciento.

Estuvimos en el aire casi ocho horas antes de iniciar el descenso. No hubo comunicación por interfono, ni mensaje jovial del piloto, sólo un cambio en el tono del motor y un movimiento a sacudidas hacia abajo y una intensa presión en los oídos. A mi alrededor la gente se levantaba y desperezaba. Summer tenía la espalda pegada a un cajón de embalaje y se frotaba como un gato. Tenía buen aspecto. Llevaba el pelo demasiado corto para que se le desordenara y le brillaban los ojos. Parecía resuelta, como si supiera que se dirigía a la gloria o al desastre y estuviera resignada a no saber cuál de los dos sería su destino.

Volvimos a sentarnos y nos ajustamos bien los cinturones para el aterrizaje. Las ruedas tocaron la pista, la propulsión hacia atrás aulló y los frenos chirriaron. Los palés sufrieron una sacudida hacia delante contra sus correas. A continuación los motores redujeron la marcha y rodamos un rato por la pista hasta pararnos. La rampa fue bajada y por el agujero asomó el cielo oscuro del anochecer. En Alemania eran las cinco de la tarde, seis horas más que en la costa Este, una más que en el país de los zulúes. Estaba famélico. No había comido nada desde la hamburguesa de Sperryville del día anterior. Summer y yo nos levantamos, cogimos las bolsas y nos pusimos en la fila. Bajamos lentamente por la rampa con los demás y llegamos a la pista de asfalto. Hacía frío, más o menos como en Carolina del Norte.

Nos encontrábamos lejos, en la esquina del aeropuerto de Francfort reservada a los militares. Cogimos un vehículo de transporte de tropas que nos llevó a la terminal. A partir de ahí nos espabilamos solos. Algunos tenían quien les esperara con algún vehículo, pero nosotros no. Nos incorporamos a un grupo de civiles en la cola de la parada de taxis. Fuimos avanzando despacio, paso a paso. Cuando llegó nuestro turno le dimos al conductor un vale de viaje y le dijimos que nos llevara a la sede del XII Cuerpo. El hombre se alegró. Podría canjear el vale por divisa fuerte en cualquier puesto norteamericano y sin duda podría recoger a un par de tipos del XII Cuerpo que quisieran ir a Francfort a pasar la noche en la ciudad. No era volver a cocheras. No era una carrera en vano. El taxista vivía del ejército norteamericano, lo mismo que habían hecho muchísimos alemanes desde hacía cuatro décadas y media. Conducía un Mercedes-Benz.

Tardamos media hora. Atravesamos barrios residenciales típicos de Alemania Occidental. Eran amplias zonas de edificios de color miel pálido construidos allá por los cincuenta. Los nuevos barrios se extendían de oeste a este formando curvas aleatorias, siguiendo las rutas seguidas antes por los bombarderos. Jamás ningún país perdió una guerra del modo en que la perdió Alemania. Como todo el mundo, yo había visto las fotos tomadas en 1945. «Derrota» no era la palabra. Mejor «Armagedón». Todo el país había sido aplastado y reducido a escombros por una fuerza irresistible. Las pruebas de ello estarían allí siempre, reflejadas en la arquitectura. Y debajo de la arquitectura. Cada vez que la compañía de teléfonos abría una zanja para tirar cable, encontraba cráneos, huesos, tazas de té, obuses y panzerfausts oxidados. Cada vez que se horadaba la tierra para poner cimientos nuevos, había un sacerdote atento antes de que las excavadoras dieran el primer mordisco. Yo había nacido en Berlín, rodeado de americanos, rodeado de kilómetros y kilómetros cuadrados de devastación remendada. «Empezaron ellos», solíamos decir.

Las calles estaban limpias y cuidadas. Había tiendas sencillas con pisos encima. Los escaparates, llenos de artículos brillantes. Los rótulos callejeros, en blanco y negro, teman una letra arcaica que dificultaba su lectura. También había aquí y allá pequeñas señales de tráfico del ejército norteamericano. No se podía ir muy lejos sin ver alguna. Seguimos las flechas del XII Cuerpo. Abandonamos las zonas edificadas y recorrimos un par de kilómetros de tierras de cultivo. Era como un foso. Como un aislamiento protector. Frente a nosotros, el oscuro cielo del este.

El XII Cuerpo tenía su cuartel general en una instalación típica de los días de esplendor. Allá por la década de 1930, cierto industrial nazi había construido en mitad del campo una fábrica de quinientas hectáreas. Constaba de un impresionante edificio de oficinas y filas de naves metálicas de poca altura que se extendían cientos de metros por detrás. Las naves habían sido bombardeadas repetidamente hasta quedar reducidas a fragmentos retorcidos. El edificio de oficinas había resultado dañado sólo en parte. En 1945, algunas divisiones blindadas fatigadas instalaron allí su campamento. Trajeron a delgadas mujeres de Francfort con pañuelos en la cabeza y vestidos raídos para que amontonaran los escombros a cambio de comida. Trabajaban con palas y carretillas. Después, el Cuerpo de Ingenieros arregló el edificio y se llevó los escombros con excavadoras. El Pentágono realizó de manera sucesiva enormes inversiones. En 1953, el lugar era una instalación insignia. Había ladrillo limpio y pintura blanca brillante y una sólida valla en todo el perímetro. Había astas de banderas y garitas de centinelas y habitáculos para la guardia. Había comedores, una clínica y un economato. Barracones, talleres y almacenes. Y sobre todo había quinientas hectáreas de tierra llana que hacia 1953 estaba llena de tanques americanos. Todos alineados, mirando hacia el este, preparados para echarse a rodar y luchar por el Corredor de Fulda.

Cuando llegamos allí treinta y siete años después, estaba demasiado oscuro para ver algo. Sin embargo, yo sabía que esencialmente no había cambiado nada. Los tanques serían distintos, pero nada más. Los Sherman M4 que habían ganado la Segunda Guerra Mundial ya no estaban hacía tiempo, salvo dos magníficos ejemplares que se conservaban frente a la puerta principal, uno a cada lado, a modo de símbolos. Colocados en rampas de hormigón ajardinadas, morros hacia arriba, colas hacia abajo, como si estuvieran aún en movimiento, a punto de coronar una cuesta. Estaban vistosamente iluminados y bellamente pintados de verde brillante, con luminosas estrellas blancas en los costados. Tenían mucho mejor aspecto que los originales. Tras ellos había un largo camino de entrada con bordillos blancos y la fachada iluminada del edificio de oficinas, que ahora albergaba el cuartel general de la base. Y detrás habría el parque de vehículos blindados, con los MI Al Abrams alineados uno junto a otro, cientos, a casi un millón de pavos cada uno.

Bajamos del taxi y por la acera nos dirigimos al puesto de guardia de la puerta principal. Mi distintivo de unidad especial nos permitió pasar. Nos habría permitido cruzar cualquier control del ejército norteamericano salvo el del círculo más próximo a los capitostes del Pentágono. Acarreamos las bolsas por el camino de entrada.

– ¿Había estado aquí antes? -me preguntó Summer.

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