Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Conoce usted al comandante Marshall? -pregunté.

– Bastante -contestó.

– ¿Quién es exactamente?

– ¿Esto es oficial?

– De hecho no.

– Es un planificados En esencia, un estratega. Uno de estos tipos con futuro. Parece que al general Kramer le caía bien. Siempre lo mantuvo cerca, lo convirtió en su oficial de contraespionaje.

– ¿Tiene antecedentes en contraespionaje?

– Oficialmente no. Pero seguro que habrá hecho rotaciones.

– Así que forma parte del equipo dirigente. He oído que Kramer, Vassell y Coomer estaban en la misma categoría, pero no así Marshall.

– Está en el equipo -dijo Simon-. De eso no cabe duda. Pero ya sabe cómo son los oficiales de alto rango. Necesitan a alguien, pero no van a reconocerlo. Así que abusan un poco de él. Los va a buscar, los lleva y los pasea por ahí, pero en último caso recaban su opinión.

– ¿Va a ascender, ahora que ha muerto Kramer? ¿Quizás a ocupar el lugar de Coomer?

Simon torció el gesto.

– Así debería ser. Es un fanático de Blindados hasta la médula, como los demás. Pero nadie sabe realmente qué puñetas va a pasar. Puede que la muerte de Kramer se haya producido en el peor momento para ellos.

– El mundo está cambiando -dije.

– Y vaya mundo era -soltó Simon-. Básicamente el de Kramer, que empieza a tocar a su fin. El hombre se graduó en West Point en el cincuenta y dos, y al año siguiente los sitios como éste estaban en alerta y preparados, y han sido el centro del universo durante casi cuarenta años. Es inaudito lo atrincherados que están en sitios como éste. ¿Sabe quién ha hecho más en este país?

– ¿Quién?

– Ni los Blindados ni la Infantería. Este escenario de operaciones es cosa del Cuerpo de Ingenieros. Hace tiempo, los tanques Sherman pesaban treinta y ocho toneladas y medían dos setenta de ancho. Ahora hemos llegado hasta el MI Al Abrams, que pesa setenta toneladas y mide tres metros treinta centímetros de anchura. Durante cuarenta años, el Cuerpo de Ingenieros siempre ha tenido trabajo. Han ensanchado carreteras, centenares de kilómetros, por toda Alemania Occidental, y han reforzado puentes. Han construido carreteras y puentes, demonios. Docenas. Si quieren que una riada de tanques de setenta toneladas avance hacia el este a combatir, mejor hacer bien seguros los puentes y las carreteras que hay que seguir.

– Ajá -dije.

– Miles de millones de dólares -dijo Simon-. Y claro, ellos sabían muy bien qué carreteras y puentes interesaban. Sabían desde dónde partíamos y adónde íbamos. Hablaron con los entusiastas de la guerra, miraron los mapas, y se entretuvieron con el hormigón y el reforzamiento de estructuras. Construyeron apeaderos allá donde hicieran falta. Depósitos permanentes de combustible de acero templado, arsenales, talleres de reparación, cientos, todos exclusivamente a lo largo de rutas preestablecidas. Así que aquí estamos literalmente atrincherados. Los campos de batalla de la guerra fría están literalmente engastados en piedra, Reacher.

– La gente dirá que hicimos una inversión y ganamos.

Simon asintió.

– Y tendrá razón. Pero ¿y luego qué?

– Más inversión -dije.

– Exacto -confirmó-. Como en la Armada, cuando los grandes acorazados fueron desbancados por los portaaviones. El final de una era, el inicio de otra. Los Abrams son como los acorazados. Son imponentes, pero han quedado anticuados. Ya casi sólo podemos utilizarlos en carreteras hechas por encargo para objetivos que ya hayamos planificado tomar.

– Son transportables -señaló Summer-. Como todos los tanques.

– No tan transportables -objetó Simon-. ¿Cuál será el próximo conflicto?

Me encogí de hombros. Ojalá Joe hubiera estado presente. Era muy bueno en todo ese rollo geopolítico.

– ¿Oriente Medio? -sugerí-. Quizás Irán, o Irak. Ambos han sacado cabeza, y en el Pentágono estarán pensando cuál será su próximo movimiento.

– O los Balcanes -indicó Swan-. Cuando los soviéticos se hundan definitivamente, hay ahí una olla a presión de cuarenta y cinco años que estallará.

– Muy bien -dijo Simon-. Fijémonos en los Balcanes. En Yugoslavia. Será el primer lugar en el que suceda algo, sin duda. Ahora mismo están esperando el pistoletazo de salida. ¿Qué hacemos?

– Enviar una división aerotransportada -propuso Swan.

– Muy bien -repitió Simon-. Mandamos la 82 y la 101. Podemos tener tres batallones ligeros allí en una semana. Pero ¿qué haremos una vez que hayamos llegado? Somos una simple avanzadilla, nada más. Hemos de esperar a las unidades pesadas. Y aquí surge la primera dificultad. Un tanque Abrams pesa setenta toneladas. No se puede llevar por el aire. Hay que subirlo a un tren, y luego a un barco. Y ésta es la buena noticia. Porque no sólo embarcamos el tanque. Por cada tonelada de tanque hemos de embarcar cuatro toneladas de combustible y material diverso. Estos chupones tragan casi cinco litros por kilómetro. Y hacen falta motores de repuesto, munición, grandes equipos de mantenimiento. La comitiva de logística mide un kilómetro. Es como mover una montaña de hierro. Embarcar suficientes brigadas de blindados para que el esfuerzo valga la pena conlleva unos preparativos de seis meses trabajando las veinticuatro horas.

– Tiempo durante el cual las tropas aerotransportadas están hasta el cuello de mierda -solté.

– Dígamelo a mí -repuso Simon-. Y ésos son mis hombres, y me preocupan. Unos paracaidistas ligeramente armados contra unidades blindadas extranjeras acaban masacrados. Serían seis meses llenos de inquietud. Pero las cosas empeoran. Porque, ¿qué pasa cuando por fin llegan las brigadas pesadas? Pasa que los tanques bajan de los barcos y quedan atascados. Las carreteras no son lo bastante anchas, los puentes no son lo bastante resistentes, y no pueden salir de la zona portuaria. Están allí, varados, viendo cómo a lo lejos la infantería es aniquilada.

Hubo un silencio.

– O veamos lo de Oriente Medio -continuó Simon-. Todos sabemos que Irak quiere recuperar Kuwait. Supongamos que lo hacen. A largo plazo, para nosotros será una victoria fácil, pues para los tanques el desierto viene a ser como las estepas europeas, sólo que allí hace más calor y hay más polvo. De todos modos, los planes de guerra de que disponemos son correctos. Ahora bien, ¿llegaremos tan lejos? Tenemos allí a la infantería, como pequeñas tachuelas en la calzada, durante seis meses enteros. ¿No cabe la posibilidad de que los iraquíes los aplasten en las primeras dos semanas?

– Fuego aéreo -sugirió Summer-. Ataque con helicópteros.

– Ojalá -dijo Simon-. Los aviones y los helicópteros son muy chulos, pero no ganan nada ellos solos. Nunca lo han hecho y nunca lo harán. Se gana pisando el terreno.

Sonreí. En parte eso respondía al orgullo de la Infantería de combate, pero también era verdad en parte.

– Así pues, ¿qué va a ocurrir? -pregunté.

– Lo mismo que le ocurrió a la Armada en 1941 -contestó Simon-. De la noche a la mañana los acorazados pasaron a la historia, y lo nuevo fueron los portaaviones. Ahora a nosotros nos sucede lo mismo; hemos de integrar. Hemos de entender que nuestras unidades ligeras son demasiado vulnerables y las pesadas demasiado lentas. Hemos de resolver la escisión ligero-pesado. Hemos de integrar brigadas de respuesta rápida con vehículos blindados de menos de veinte toneladas y cuyo tamaño les permita alojarse en la panza de un C-130. Hemos de llegar a los sitios más deprisa y luchar con más astucia. Basta de planear batallas de laboratorio entre manadas de dinosaurios. -Sonrió-. En dos palabras, tendremos que poner la Infantería al frente.

– ¿Ha hablado alguna vez con gente como Marshall sobre esto?

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