Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Asentí. Cogí el teléfono, localicé al forense y le pedí que nos viésemos inmediatamente en el depósito de cadáveres.

Conduje nuestro Chevy hasta su oficina porque no quería que me vieran andando por ahí con una barra de hierro. Aparqué frente a la puerta del depósito y esperé. El tío apareció al cabo de cinco minutos, caminando desde el club de oficiales. Seguramente le interrumpí en el postre. O acaso estaba aún en el primer plato. Bajé y cogí la barra del asiento trasero. Él le echó una mirada. Me invitó a pasar. Pareció entender lo que yo quería. Abrió la puerta de su despacho, encendió la luz y abrió el cajón. Sacó la barra que había matado a Carbone y la dejó sobre la mesa. Yo coloqué al lado la prestada. Le quité el papel de seda y la moví hasta que formó el mismo ángulo. Eran idénticas.

– En las barras de hierro ¿hay diferencias de anchura? -preguntó el patólogo.

– Más de las que usted se imagina -contesté-. Acaban de darme una conferencia sobre el tema.

– Estas dos parecen la misma.

– Son la misma, como dos gotas de agua. De eso puede estar seguro. Se fabrican por encargo. Son únicas en el mundo.

– ¿Conoció usted a Carbone?

– Sólo lo vi una vez -repuse.

– ¿Qué postura adoptaba?

– ¿En qué sentido?

– ¿Era cargado de espaldas?

Rememoré el oscuro interior del aquel bar. Y la luz dura del aparcamiento. Meneé la cabeza.

– No era lo bastante alto para encorvarse -dije-. Era un tipo fibroso, robusto, se ponía bastante derecho. Como si se apoyara en los talones. Parecía atlético.

– Muy bien.

– ¿Por qué?

– Fue un golpe de arriba abajo. Pero no brusco, sino con un recorrido casi horizontal que se hundió al hacer impacto. Carbone medía uno setenta y cinco. La herida se produjo a uno sesenta y algo del suelo, suponiendo que él no se encorvara. Pero fue propinado desde arriba. Por tanto, el agresor era alto.

– Esto ya nos lo contó el otro día -señalé.

– No; estoy diciendo alto de verdad -aclaró-. He estado haciendo cálculos. El agresor mide entre uno noventa y uno noventa y tres.

– Como yo -dije.

– Y también fuerte como usted. No es fácil partir un cráneo así.

Recordé el escenario del crimen. Estaba salpicado de pequeños montículos de hierba seca y aquí y allá había ramas gruesas como una muñeca, pero en esencia era un terreno liso. No era posible que uno estuviera en un lugar más elevado que el otro.

– Uno noventa o así -dije-. ¿Está usted dispuesto a sostener esa afirmación?

– ¿Ante un tribunal?

– Fue un accidente durante unas maniobras -advertí-. No vamos a ir a juicio. Es sólo entre usted y yo. ¿Estoy perdiendo el tiempo si busco gente que mida menos de metro noventa?

El médico inspiró y espiró.

– Metro ochenta y ocho -dijo-. Para concedernos un margen de error. Sostengo lo de metro ochenta y ocho. No le quepa duda.

– Muy bien -dije.

Me acompañó hasta la puerta, apagó la luz y cerró.

Cuando regresé, Summer se hallaba sentada a mi escritorio, sin hacer nada. Había terminado con su indagación respecto al género. No había tardado mucho. Las listas eran exhaustivas y precisas y los nombres estaban por orden alfabético, como casi todos los papeles del ejército.

– Treinta y tres hombres -dijo-. Veintitrés soldados y diez oficiales.

– ¿Quiénes son?

– Hay un poco de todo. A los delta y los rangers les habían anulado los permisos, pero disfrutaban de pases nocturnos. El día uno el propio Carbone entró y salió.

– Podemos tacharlo.

– Bien, pues treinta y dos hombres. El forense entre ellos.

– Táchelo.

– Treinta y uno entonces -dijo-. Y Vassell y Coomer siguen aquí. Entran y salen el día uno y vuelven a entrar el cuatro a las siete.

– Táchelos. Estaban cenando. Pescado y filete.

– Veintinueve -dijo ella-. Veintidós soldados, siete oficiales.

– Muy bien. Ahora vaya al cuartel y consiga los historiales médicos.

– ¿Para qué?

– Para averiguar su estatura.

– No podré hacerlo en el caso del chófer de Vassell y Coomer el día de Año Nuevo, el comandante Marshall. Era un visitante. Aquí no tenemos su historial.

– El día que murió Carbone tampoco estaba aquí -señalé-. Así que también táchelo.

– Veintiocho -dijo Summer.

– Pues consiga los veintiocho historiales.

Me tendió un trozo de papel. Lo cogí. Era donde yo había escrito «973». Nuestra lista inicial de sospechosos.

– Estamos avanzando -dijo.

Asentí. Ella sonrió y se puso en pie. Se dirigió a la puerta. Yo ocupé mi sitio tras la mesa. Su cuerpo había dejado la silla caliente. Saboreé la sensación hasta que se esfumó. Luego cogí el teléfono. Pedí a la sargento que me pusiera con el intendente de la base. Tardó unos minutos en localizarlo. Supuse que había tenido que sacarlo del comedor. Y que yo le había estropeado la cena, como había sucedido con el forense. Bueno, yo tampoco había comido nada todavía.

– ¿Señor? -dijo el tipo. Sonaba algo fastidiado.

– Tengo que hacerle una pregunta, jefe -dije-. Algo que sólo sabrá usted.

– ¿El qué?

– La estatura y el peso promedio de un soldado varón del ejército de Estados Unidos.

El hombre no respondió de inmediato, pero noté que su fastidio se desvanecía. El Cuerpo de Intendencia compra cada año millones de uniformes, y el doble de botas, con cargo al presupuesto, por lo que sin duda allí les consta hasta el último centímetro y el último gramo. Es su obligación. Y les encanta exhibir sus conocimientos especializados.

– Desde luego -dijo-. En promedio, los hombres adultos americanos de edades comprendidas entre veinte y cincuenta años miden metro setenta y tres y pesan ochenta kilos. En comparación con el conjunto de la población, nosotros tenemos más hispanos, por lo que la estatura media baja un par de centímetros, hasta uno setenta y uno. Y hacemos una instrucción dura, con lo que el peso promedio sube casi un kilo y medio, siendo el músculo generalmente más fibroso que graso.

– ¿Estas cifras son de este año?

– Del anterior -puntualizó-. Este acaba de empezar.

– ¿Cuál es la gama de estaturas?

– ¿Qué quiere saber?

– Cuántos tíos medimos metro ochenta y ocho o más.

– Uno de cada diez -contestó-. En el conjunto del ejército, quizá noventa mil. Como un estadio lleno en la Superbowl. En una base de estas dimensiones, tal vez unos ciento veinte. Un avión medio vacío.

– Muy bien, jefe -dije-. Gracias.

Colgué. «Uno de cada diez.» Summer iba a aparecer con veintiocho historiales médicos. Nueve de cada diez iban a corresponder a tipos demasiado bajos. De modo que, de veintiocho, si teníamos suerte, sólo deberíamos prestar atención a dos. Sin tanta suerte, a tres. De novecientos setenta y tres, dos o tres. «Estamos avanzando.» Miré el reloj. Las 20.30. Sonreí para mis adentros. «Cosas que pasan, Willard», pensé.

Cosas que pasan, desde luego, pero a nosotros, no a Willard. Los valores medios y los promedios nos gastaron su pequeña broma aritmética y Summer apareció con veintiocho historiales de tíos bajos. El más alto medía uno ochenta y tres, pesaba unos míseros setenta y dos kilos y además era capellán.

De niño viví durante un mes en un bungaló cerca de una base militar. No había mesa de comedor. Mi madre pidió que le trajeran una. Llegó en una caja de cartón. Intenté ayudar a montarla. Allí estaban todas las piezas. Un tablero de madera contrachapada, cuatro patas cromadas y cuatro tornillos grandes de acero. Lo dejamos todo en el suelo, en el rincón de comer. El tablero, cuatro patas, cuatro tornillos. Pero no había modo de ensamblarlo. Imposible. Era una especie de diseño inexplicable. Nada encajaba. Nos arrodillamos uno junto a otro y nos concentramos en ello. Luego nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas. El cromo liso era frío en mis manos. Los bordes, ásperos donde el contrachapado tomaba forma en las esquinas. No podíamos armarla. Llegó Joe, lo intentó y tampoco pudo. Lo intentó mi padre, también en vano. Durante un mes comimos en la cocina. Cuando nos trasladamos aún seguíamos tratando de montar aquella mesa. Ahora yo notaba que volvía a forcejear como entonces. Nada se acoplaba. Al principio el motor parecía ir bien, pero luego se calaba y dejaba de funcionar.

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