Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– Pero la que robaron no era de ésas.

Meneó la cabeza.

– No, las barras de titanio son para especialistas. Las otras que vendo son más corrientes.

– ¿Y cuáles son?

– Esta es una tienda pequeña -dijo-. Tengo que elegir los encargos con mucho cuidado, lo que en cierto modo es una pesadez, pero también un placer, pues la elección es muy gratificante. Son decisiones mías y sólo mías. Así, es evidente que para una barra de hierro escogería acerocromo al carbono. Pero, preguntarán ustedes, ¿con temple sencillo o doble? Sinceramente, prefiero temple doble, por la dureza. Y para mayor eficacia, con bocas sacaclavos muy delgadas, y por tanto, para más seguridad, cementadas. En algunas situaciones son un elemento de seguridad imprescindible. Imaginemos a un hombre encaramado a una viga de un techo alto al que se le rompiera el sacaclavos. Se caería.

– No me cabe duda -dije-. Así, acero de doble temple con sacaclavos cementados. ¿Cuál eligió?

– Bueno, de hecho he transigido con uno de los artículos que vendo. Mi fabricante preferido no hace nada inferior a cuarenta y cinco centímetros. Pero yo necesitaba treinta, como es lógico.

Seguramente me quedé mirando sin entender.

– Para tachuelas y viguetas -aclaró él-. Si uno trabaja en espacios de cuarenta centímetros, no puede utilizar una barra de cuarenta y cinco, ¿verdad?

– Supongo que no -dije.

– Entonces cojo una de treinta centímetros con un grosor de algo más de uno, aunque sólo tenga temple sencillo. De todos modos, creo que puede valer. Me refiero a la solidez. Con sólo treinta centímetros de apalancamiento, la fuerza generada por una persona no va a doblarla.

– Muy bien -dije.

– Aparte de este artículo concreto y de las especialidades en titanio, hago pedidos exclusivamente a una antigua empresa de Pittsburgh, Fortis. Fabrican dos modelos para mí. Una barra de cuarenta y cinco centímetros y otra de noventa. Ambas con un grosor de casi dos centímetros. Acerocromo al carbono de doble temple, bocas sacaclavos cementadas, pintura de muy buena calidad.

– Y la robada era la de noventa centímetros -señalé.

El hombre me miró como si yo fuera clarividente.

– El detective Clark nos ha enseñado la muestra que usted le prestó -añadí.

– Entiendo -dijo.

– Así pues, ¿la Fortis de noventa centímetros y grosor de dos es un artículo raro?

El tipo torció el gesto con cierta amargura.

– Vendo una al año -repuso-. Con mucha suerte, dos. Son caras. Y por desgracia, cada vez se valora menos la calidad. Es echar margaritas a los cerdos, como suelo decir.

– ¿Pasa lo mismo en todas partes?

– ¿En todas partes? -repitió.

– En otras tiendas. En la región. Lo de las barras Fortis.

– Lo siento -dijo-. Quizá no lo he dejado claro. Las fabrican para mí. Con mi propio diseño. Con mis propias y exactas especificaciones. Se hacen por encargo.

Lo miré fijamente.

– ¿Son exclusivas de esta tienda?

Asintió.

– El privilegio de ser independiente.

– ¿En el verdadero sentido de la palabra «exclusivo»?

Asintió de nuevo.

– Únicas en el mundo.

– ¿Cuándo vendió la última?

– Hace unos nueve meses.

– ¿Salta la pintura?

– Sé lo que está preguntando -dijo-. Y la respuesta es sí, desde luego. Si encuentra una que parezca nueva, es la que robaron en Nochevieja.

Para que pudiéramos hacer comparaciones, nos prestó una idéntica, como había hecho con el detective Clark. Estaba rociada de lubricante, y el mango iba envuelto con papel de seda. La dejamos en el asiento de atrás del Chevy a modo de trofeo. Luego comimos algo en el coche. Unas hamburguesas adquiridas en un establecimiento situado a unos cien metros de la tienda de herramientas.

– Dígame tres hechos nuevos -pedí.

– Uno, la señora Kramer y Carbone fueron asesinados con la misma arma. Dos, nos vamos a volver majaras tratando de encontrar una relación entre ellos.

– ¿Y tres?

– No sé.

– Tres, el malo conocía Sperryville muy bien. ¿Habría encontrado usted esta tienda en la oscuridad y con prisas a menos que conociera la ciudad?

Miramos por el parabrisas. La entrada del callejón era apenas visible. Pero claro, nosotros sabíamos que estaba allí. Y estábamos a plena luz del día.

Summer cerró los ojos.

– Centrémonos en el arma -sugirió-. Dejemos a un lado todo lo demás. Visualicémosla. La barra de hierro fabricada por encargo. Única en el mundo. Salió de este callejón, de ahí mismo. Luego estuvo en Green Valley a las dos de la madrugada del uno de enero. Y después dentro de Fort Bird a las nueve de la noche del día cuatro. Hizo un viaje. Sabemos dónde empezó y dónde acabó. No estamos seguros de dónde estuvo durante ese tiempo, pero sí sabemos con seguridad que pasó por un punto concreto: la entrada de Fort Bird. Pero no sabemos cuándo.

Abrió los ojos.

– Hemos de regresar a la base -dijo-. Hemos de volver a mirar los libros de registro. Lo más pronto que pudo haber cruzado es a las seis de la mañana del uno de enero, pues Bird se halla a cuatro horas de Green Valley. Lo más tarde sería, pongamos, las ocho de la tarde del día cuatro. En medio quedan ochenta y seis horas. Hemos de revisar los registros y ver quién entró durante ese intervalo. Porque sabemos con seguridad que la barra entró y también que no lo hizo por su propio pie.

No dije nada.

– Lo siento -añadió ella-. Serán un montón de nombres.

La sensación de estar haciendo novillos había desaparecido del todo. Regresamos a la carretera y pusimos rumbo al este, en busca de la I-95. La tomamos y giramos al sur, en dirección a Fort Bird. Hacia Willard al teléfono. Hacia el enfadado cuartel Delta. Nos deslizamos bajo un techo de nubes grises justo antes de llegar a la frontera de Carolina del Norte. El cielo se oscureció. Summer encendió los faros. Pasamos por delante del edificio de la policía estatal, en el arcén del otro lado. Dejamos atrás el lugar donde había sido encontrado el maletín de Kramer. Un par de kilómetros después pasamos por el área de descanso. Tomamos el ramal de la autopista este-oeste y nos salimos en el cruce en trébol que había junto al motel de Kramer. Seguimos adelante y recorrimos los cincuenta kilómetros finales hasta Fort Bird. Los PM de la puerta anotaron nuestra entrada exactamente a las 19.30. Les dije que hicieran una copia de los registros desde las 6.00 del 1 de enero hasta las 20.00 del 4. Y que quería ese fragmento de vida de ochenta y seis horas en mi despacho inmediatamente.

Mi oficina estaba tranquila. El caos de la mañana había acabado hacía rato. Volvía a estar de servicio la sargento del niño pequeño. Parecía cansada. Me di cuenta de que no había dormido mucho. Trabajaba toda la noche y seguramente durante el día se ocupaba de su chaval. Una vida dura. Estaba preparando café. Supuse que el café le interesaba tanto como a mí. O quizá más.

– Los delta están nerviosos -dijo-. Saben que usted detuvo al búlgaro.

– No lo detuve. Sólo le hice unas preguntas.

– Parece que ellos no hacen distinciones. Han venido unas cuantas veces a preguntar por usted.

– ¿Iban armados?

– No les hace falta. A ésos al menos no. Debería recluirles en sus dependencias. Puede hacerlo. Ahora está actuando como oficial al mando de la PM.

Meneé la cabeza.

– ¿Algo más?

– Ha de llamar al coronel Willard antes de medianoche; si no, redactará un informe declarándolo ausente sin autorización. Dijo que lo prometía.

Asentí. Era el lógico movimiento que iba a hacer Willard a continuación. Una acusación de ASA iría en descrédito de un oficial al mando. Daría la impresión de que había perdido el control de la situación. Sobre el que huía caía siempre una acusación de ASA con todas las de la ley.

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