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Anne Fortier: Juliet

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Anne Fortier Juliet

Juliet: краткое содержание, описание и аннотация

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Bautizada por la prensa americana como El código Da Vinci para mujeres, Juliet, el sensacional debut de Anne Fortier, transforma la inmortal historia de Romeo y Julieta en una trepidante aventura del siglo XXI. Una historia a caballo entre la Edad Media y la actualidad, un apasionante viaje al corazón de Italia que combina historia, intriga, misterio y romance. Juliet y su hermana, huérfanas desde pequeñas, se han criado con su tía en Virginia. Cuando ésta muere, Juliet se ve obligada a viajar a Italia para saber qué se esconde tras la enigmática herencia que ha recibido de ella. Pronto descubre que en realidad es italiana y que, además, es descendiente de las personas en las que se inspiró Shakespeare para escribir Romeo y Julieta. Dispuesta a conocer la verdadera identidad de sus padres y los secretos que rodean sus repentinas muertes, Juliet se ve envuelta en una peligrosa trama que enfrenta a las dos familias más poderosas de Siena desde la Edad Media. Descubre que una antigua maldición recae sobre ellas y que únicamente la búsqueda de un supuesto tesoro llamado, «Los ojos de Julieta» podría detenerla…Juliet puede ser la próxima víctima y sólo un hombre puede salvarla de su destino, pero ¿dónde está? «Esta novela lo tiene todo: Romeo y Julieta, la nobleza italiana y el mundo de la mafia, aventuras y valientes heroínas; documentos secretos y tesoros escondidos; amores apasionados y violentas venganzas que perduran a lo largo de los siglos. Un debut sensacional.» KATHERINE NEVILLE, autora de El ocho y El fuego.

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El hecho de que fuese completamente incapaz de imaginar mi futuro no contribuía a mejorar mi trayectoria profesional. Cuando me preguntaban qué quería hacer con mi vida, no sabía qué contestar y, si intentaba verme al cabo de cinco años, lo único que visualizaba era un inmenso agujero negro. En los momentos de melancolía, interpretaba esa amenazadora oscuridad como una señal de que moriría joven y entendía que la razón por la que no lograba visualizar mi futuro era que no lo tenía. Mi madre había muerto joven, igual que mi abuela, la hermana de tía Rose. Por alguna razón, el destino se cebaba en nosotras y, siempre que me planteaba un compromiso a largo plazo, ya fuese una vivienda o un empleo, me echaba atrás en el último momento, atormentada por la idea de que no viviría para verlo materializarse.

Cada vez que volvía a casa por vacaciones de Navidad o de verano, tía Rose me rogaba discretamente que me quedara con ella en lugar de proseguir con mi existencia sin rumbo.

– ¿Sabes, Julie? -me decía mientras recogía las hojas muertas de una planta de interior o colgaba del árbol de Navidad un ángel detrás de otro-, siempre podrías volver aquí una temporada, mientras decides lo que quieres hacer con tu vida.

Sin embargo, por mucho que me tentara, sabía que no podía hacerlo. Janice ya se había independizado, ganaba dinero emparejando gente y tenía alquilado un apartamento de dos habitaciones con vistas a un lago artificial; volver a casa sería como admitir que me había vencido.

Claro que ahora todo eso había cambiado: regresar a casa de tía Rose ya no era posible. El mundo tal y como yo lo conocía pertenecía a Janice, y a mí no me quedaba más que el contenido de un sobre de papel manila. Sentada en el avión, mientras releía la carta de tía Rose y me tomaba un vino agriado en vaso de plástico, caí en la cuenta de lo sola que estaba ahora que ella se había ido y sólo me quedaba Umberto.

De pequeña, nunca se me había dado bien hacer amigos. En cambio, las amigas más íntimas de Janice no habrían cabido, ni a presión, en un autobús de dos pisos. Siempre que salía de noche con aquella panda risueña, tía Rose daba vueltas a mi alrededor un rato, nerviosa, fingiendo buscar la lupa o su lápiz de hacer crucigramas. Al final, terminaba sentándose a mi lado en el sofá, aparentemente interesada en mi lectura, aunque yo sabía que no lo estaba.

– Oye, Juliet -me decía, quitándome hilachas de los botones del pijama-, yo me entretengo muy bien sola. Si quieres salir con tus amigas…

La propuesta quedaba suspendida en el aire un rato, hasta que yo urdía una respuesta apropiada. Lo cierto era que no me quedaba en casa porque me diese pena tía Rose, sino porque no tenía interés en salir. Siempre que me dejaba arrastrar a algún bar, terminaba rodeada de cachitas y empollones que parecían creer que representábamos algún cuento de hadas en el que yo tendría que elegir a uno de ellos antes de que acabase la noche.

El recuerdo de tía Rose sentada a mi lado, pidiéndome con su habitual dulzura que viviera la vida, me produjo una punzada en el corazón. Mientras contemplaba taciturna el vacío exterior a través de la pringosa ventanilla del avión, me sorprendí preguntándome si quizá aquel viaje sería una especie de castigo por cómo la había tratado. Tal vez Dios iba a hacer que el avión se estrellase para darme mi merecido. O puede que me dejara llegar a Siena para descubrir, acto seguido, que otro se había apoderado ya del tesoro de la familia.

De hecho, cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que tía Rose jamás había mencionado el tema en vida porque todo aquello era una enorme chorrada. Puede que hubiera perdido la cabeza al final, en cuyo caso el supuesto tesoro podría no ser más que una quimera. Además, aunque, contra todo pronóstico, hubiera habido algo verdaderamente valioso tras nuestra partida hacía más de veinte años, ¿qué posibilidad había de que aún siguiera allí? Teniendo en cuenta la densidad de población de Europa y el ingenio de la humanidad en general, me sorprendería mucho que aún quedara algo de queso en la trampa cuando yo llegara, si es que llegaba.

Lo único que lograba animarme durante ese interminable vuelo nocturno era que cada botellita de alcohol que me daban las sonrientes azafatas me alejaba más de Janice. Allí estaba ella, bailando por una casa que le pertenecía, riéndose de mi mala suerte sin saber que yo me iba a Italia, que la pobre anciana tía Rose me había enviado a la caza de la gallina de los huevos de oro. Al menos podía alegrarme por eso, ya que, si mi viaje no resultaba en la recuperación de algo significativo, prefería no tenerla cerca para mofarse de mí.

Aterrizamos en Frankfurt en un día medio soleado, y yo me bajé del avión con mis chanclas, los ojos hinchados y un pedazo de strudel aún atascado en la garganta. Mi vuelo de enlace a Florencia aún tardaría un par de horas en salir, así que, en cuanto crucé la puerta, me tumbé sobre tres asientos y cerré los ojos, con la cabeza apoyada en mi bolso de macramé, demasiado cansada para preocuparme por si alguien se llevaba el resto.

En algún punto entre el sueño y la vigilia, noté que alguien me tocaba el brazo.

– Ahi, ahi… -dijo una voz perfumada de café y tabaco-, mi scusi!

Al abrir los ojos, vi que la mujer sentada a mi lado se afanaba en sacudirme las migas de la manga. Mientras echaba una cabezadita, la zona de embarque se había llenado a mi alrededor, y la gente me miraba como se mira a un indigente, con una mezcla de desdén y compasión.

– No se preocupe -dije incorporándome-. Voy hecha un asco de todas formas.

– ¡Toma! -Me ofreció medio cruasán, tal vez a modo de compensación-. Seguro que tienes hambre.

La miré, sorprendida de su amabilidad.

– Gracias.

Calificar a aquella mujer de elegante habría sido un burdo eufemismo. Todo lo llevaba a juego; no sólo el lápiz de labios y la laca de uñas, sino también los escarabajos dorados que adornaban sus zapatos, su bolso y el alegre sombrerito asentado en lo alto de su pelo impecablemente teñido. Sospechaba -y su sonrisa coqueta lo confirmaba- que aquella mujer tenía motivos de sobra para estar satisfecha de sí misma. Probablemente millonaria -o casada con uno-, parecía no tener una sola preocupación en la vida, salvo la de enmascarar su alma madura con un cuerpo cuidadosamente conservado.

– ¿Vas a Florencia? -preguntó con un fuerte acento absolutamente encantador-. ¿A ver todas las llamadas obras de arte?

– A Siena, en realidad -respondí con la boca llena-. Nací allí, pero no he vuelto desde entonces.

– ¡Qué maravilla! -exclamó-. Pero ¡qué raro! ¿Por qué no has vuelto?

– Es una larga historia.

– Cuéntamela. Cuéntamelo todo. -Al verme titubear, me tendió la mano-. Lo siento, qué cotilla soy. Me llamo Eva María Salimbeni.

– Julie…, Giulietta Tolomei.

Casi se cae de la silla.

– ¿Tolomei? ¿Te apellidas Tolomei? No, ¡no me lo puedo creer! ¡Es imposible! Espera…, ¿en qué asiento estás? Sí, en el vuelo. Déjame verlo… -Le echó un vistazo a mi tarjeta de embarque, luego me la arrebató de la mano-. ¡Un momento! ¡Quédate ahí!

La vi acercarse garbosa al mostrador y me pregunté si ése sería un día normal en la vida de Eva María Salimbeni. Me figuré que intentaba cambiar las plazas para que pudiéramos sentarnos juntas durante el vuelo y, a juzgar por su sonrisa al volver, lo había conseguido.

– E voilá! -Me entregó una nueva tarjeta de embarque y, en cuanto la vi, tuve que contener una sonrisa de satisfacción. Lógicamente, para que pudiéramos seguir hablando, yo tendría que pasar a preferente.

Ya en el aire, a Eva María no le costó mucho sonsacarme la historia. Los únicos detalles que omití fueron mi doble identidad y el posible tesoro de mi madre.

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