Tana French - La Última Noche De Rose Daly

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En 1985, Frank Mackey tenía diecinueve años, crecía en medio de la pobreza en el centro de Dublín, viviendo con su familia en un pequeño apartamento en Faithful Place. Sin embargo, Frank tenía su punto de mira en algo mucho mejor. Él y su novia Rosie Daly estaban listos para huir juntos a Londres, casarse, conseguir buenos trabajos y romper con el trabajo de la fábrica y la pobreza de sus anteriores vidas. Pero en la noche de invierno, en la que pretendían irse, Rosie no se presentó. Frank esperó durante horas, de madrugada, pero ella no apareció y él decidió irse solo.
Ahora Frank es el policía más duro y efectivo de la policía irlandesa, y aquella cita frustrada no es más que un recuerdo de adolescencia. Hasta que recibe una llamada: han descubierto la mochila de Rose detrás de una chimenea en una casa abandonada de Faithful Place. Algo se remueve en el interior de Frank. ¿Y si después de todo ella no faltó a aquella cita… sino que alguien le impidió hacerlo? El viejo barrio y su propia familia reciben a Frank con hostilidad, rencores acumulados durante años… y un espantoso secreto que desvelar.

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Intercambio de miradas: nadie sabía qué hacer. Yo dudaba seriamente. En Liberties, los policías son como las medusas en el juego del Comecocos: forman parte de la fauna, pero lo mejor es evitarlos y, desde luego, lo que definitivamente no hay que hacer nunca es salir en su busca.

– En cualquier caso, ahora ya es un poco tarde -sentencié yo, cerrando la maleta con la yema de los dedos.

– Pero… -alegó Jackie-. Un momento. ¿Acaso esto no tiene aspecto de…? Ya sabes. Al fin y al cabo parece que no huyó a Inglaterra. ¿No parece más bien que alguien podría haberla…?

– Lo que Jackie intenta decir -aclaró Shay- es que todo apunta a que alguien acabó con Rosie, la metió en un contenedor, la trasladó a una pocilga, la arrojó allí y escondió la maleta detrás de la chimenea para quitarla del medio.

– ¡Seamus Mackey! ¡Que Dios nos bendiga! -exclamó mi madre.

Carmel se santiguó. A mí ya se me había ocurrido esa posibilidad.

– Podría ser -contesté-, desde luego. Pero también podrían haberla abducido unos extraterrestres y haberla liberado en Kentucky por error. Personalmente, prefiero inclinarme por la explicación más sencilla, que es que fue ella misma quien ocultó la maleta detrás de la chimenea, luego no tuvo tiempo de sacarla y se dirigió a Inglaterra sin siquiera una muda. No obstante, si os apetece añadirle una nota dramática, adelante.

– Está bien -replicó Shay. Shay puede ser muchas cosas, pero no es estúpido-. Y por eso necesitas esa cosa, ¿no es cierto? -Se refería a los guantes, que justo en ese momento yo estaba volviendo a guardar en mi chaqueta-. Porque no crees que haya existido ningún delito…

– Acto reflejo -le respondí con una sonrisa-. Un cerdo es un cerdo las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, ya sabes a qué me refiero.

Shay emitió un sonido de disgusto. Mamá, con una mezcla de terror, envidia y sed de sangre, terció:

– Theresa Daly se volverá loca. Loca.

Por razones diversas, necesitaba ponerme en contacto con los Daly antes de que nadie se me anticipara.

– Yo hablaré con ella y con el señor Daly para averiguar qué desean hacer. ¿A qué hora regresan a casa los sábados?

Shay se encogió de hombros.

– Depende. Algunas semanas después de comer y otras a primera hora de la mañana. En función de cuándo puede traerlos Nora.

Vaya fastidio. Por la mirada de mi madre podía deducir que planeaba abalanzarse sobre ellos antes de darles tiempo a meter la llave en la cerradura. Sopesé la posibilidad de dormir en el coche y cortarle el paso, pero no había ningún aparcamiento en un radio de acción que me permitiera ocuparme de la vigilancia. Shay me observaba entretenido. Entonces mamá se colocó en su sitio la pechera y dijo:

– Puedes pasar la noche aquí si quieres, Francis. El sofá sigue siendo un sofá-cama.

Yo era plenamente consciente de que la oferta de mi madre no respondía a un arrebato de ternura. A mi madre le gusta que los demás estén en deuda con ella. Era una idea pésima, pero no se me ocurría ninguna alternativa mejor.

– A menos que te hayas vuelto demasiado señorito para eso -añadió, por si se me había pasado por la cabeza que su oferta respondiera a un gesto de cariño.

– Nada de eso -contesté, al tiempo que le dedicaba una amplia sonrisa a Shay-. Sería genial. Gracias, madre.

– «Mamá», no me llames «madre». Supongo que te quedarás a desayunar y todo eso.

– ¿Puedo quedarme yo también? -preguntó Kevin con gran tristeza.

Mamá lo miró con recelo. Kevin parecía tan sobresaltado como yo.

– No puedo impedírtelo -respondió ella al final-. Pero no me estropeéis las sábanas buenas -añadió, tras lo cual se levantó del sofá y empezó a recoger las tazas del té.

Shay soltó una desagradable risotada.

– Paz en la montaña de los Walton -dijo, empujando la maleta con la punta de la bota-. Justo a tiempo para Navidad.

Mi madre no permite que se fume en su casa. Shay, Jackie y yo salimos a disfrutar de nuestro vicio fuera; Kevin y Carmel nos siguieron. Nos sentamos en las escaleras frontales, tal como solíamos hacer cuando éramos niños y esperábamos lamiendo helados después del té a que ocurriera algo emocionante. Tardé un rato en caer en la cuenta de que aún esperaba que hubiera algo de acción: niños con una pelota, una pareja gritándose, una mujer atravesando la calle apresuradamente para intercambiar unos cotilleos por unas bolsas de té, lo que fuera… Pero no iba a suceder. En el número once, una pareja de estudiantes melenudos cocinaba algo mientras escuchaban Keane [2], y ni siquiera lo hacían a un volumen excesivo. Y en el número siete, Sallie Hearne planchaba mientras alguien veía la televisión. Al parecer, ésa era toda la actividad que se vivía en nuestra calle en aquellos días.

Habíamos gravitado a nuestros antiguos sitios como por inercia: Shay y Carmel ocupaban extremos opuestos en el escalón superior; Kevin y yo nos sentamos bajo ellos, y Jackie en el escalón inferior, entre nosotros. De tanto usarlos, habíamos desgastado aquellos escalones con la huella personal de nuestros traseros.

– ¡Qué calor hace! -exclamó Carmel-. No parece diciembre. El tiempo se ha vuelto loco.

– Calentamiento global -apuntó Kevin-. ¿Alguien me da un pitillo?

Jackie le tendió su paquete.

– Preferiría que no empezaras a fumar. Es un vicio malo.

– Sólo lo hago en ocasiones especiales.

Encendí el mechero y se inclinó para prender su cigarrillo. La llama proyectó la sombra de sus pestañas en sus mejillas y por un instante pareció un crío dormido, sonrosado e inocente. Cuando éramos pequeños, Kevin me adoraba; me seguía a todas partes como un perrito faldero. En una ocasión le reventé la nariz a Zippy Hearne por robarle a Kevin su bolsa de caramelos. Y ahora mi hermano pequeño olía a loción para después del afeitado.

– Sallie -dije, haciendo un gesto con la cabeza hacia ella-. ¿Cuántos hijos tuvo al final?

Jackie alargó la mano por encima de ella para recuperar su paquete de cigarrillos.

– Catorce. Me duele sólo de pensarlo.

Me reí por lo bajini, tropecé con la mirada de Kevin y me sonrió. Al cabo de un momento, Carmel me informó:

– Yo tengo cuatro: Darren, Louise, Donna y Ashley.

– Sí, Jackie ya me lo había dicho. Me alegro. ¿A quién se parecen?

– Louise se parece a mí, por desgracia para ella. Darren es como su padre.

– Donna es clavada a Jackie -intervino Kevin-, con los dientes de conejo incluidos.

Jackie le dio una colleja.

– ¡Cállate ya!

– Deben de estar haciéndose grandes ya -aventuré.

– Sí, así es. Darren se examinará de la Selectividad este año. Quiere estudiar ingeniería en la Universidad de Dublín, ¿qué te parece?

Nadie preguntó por Holly. Quizá me hubiera equivocado con Jackie y al final resultaba que sí sabía guardar un secreto.

– Mira -dijo Carmel, rebuscando en su bolso. Sacó su teléfono móvil, toqueteó unas cuantas teclas y me lo entregó-. ¿Quieres verlos?

Examiné las fotografías. Cuatro críos normales, pecosos; Trevor, que estaba como siempre, salvo por las entradas, que eran ahora más pronunciadas; y una casa adosada de los setenta con guijarros en una zona residencial deprimente cuyo nombre no lograba recordar. Carmel se había convertido exactamente en lo que había soñado ser. Muy pocas personas pueden afirmar lo mismo. La vida le había sonreído, aunque a mí su sueño me provocara ganas de cortarme las venas.

– Parecen buenos chicos -opiné, al tiempo que le devolvía el teléfono-. Felicidades, Melly.

Un leve aliento se cernió sobre mí.

– Melly… Madre mía, hacía ya mucho que nadie me llamaba así.

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