– ¿Le amaba? -preguntó.
– ¿Qué?
– ¿Amaba usted a…?
– ¿Cómo se atreve a hacerme esa pregunta?
– Es mi obligación. Ha habido un asesinato, y usted está implicada.
Entrenkin apartó la cara hacia la derecha. A través de la ventana contempló el mural de Anthony Quinn. Apenas podía contener las lágrimas.
– Mire, inspectora, debe tener presente una cosa. Howard Elias ha muerto. Y lo crea o no, yo quiero detener a la persona que lo mató. ¿Comprende?
Entrenkin asintió con la cabeza. Bosch prosiguió, hablando pausadamente:
– Para detener a esa persona, tengo que averiguar todo lo referente a Elias. No sólo lo que sé por la televisión y la prensa y otros policías. No sólo lo que contienen sus archivos. Debo averiguar…
Oyeron que alguien intentaba abrir la puerta principal. Al no conseguirlo, golpeó con los nudillos en el cristal.
Entrenkin se levantó y fue hacia la puerta. Bosch aguardó en el despacho de Elias. Oyó a Entrenkin abrir la puerta y hablar con Langwiser.
– Concédanos unos minutos, por favor.
Entrenkin le dio con la puerta en las narices, sin esperar a que la otra respondiera. Después de cerrar con llave, regresó al despacho de Elias y se sentó detrás del escritorio.
– Tengo que averiguarlo todo -dijo Bosch-. Los dos sabemos que usted puede ayudarme. ¿Por qué no procuramos llegar a una tregua?
Por la mejilla de Entrenkin resbaló la primera lágrima. La inspectora se inclinó hacia adelante y empezó a abrir los cajones del escritorio.
– Abajo, a la izquierda -dijo Bosch, recordando el inventario que había hecho del escritorio.
Entrenkin abrió el cajón y extrajo una caja de pañuelos de papel. La colocó sobre sus rodillas, sacó uno y se secó las mejillas y los ojos.
– Es curioso cómo las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana… -dijo tras un momento.
Se produjo un largo silencio.
– Yo traté a Howard superficialmente durante varios años, cuando ejercía de abogada. Era un trato estrictamente profesional, de saludarnos cuando nos cruzábamos en el vestíbulo del edificio federal. Luego me nombraron inspectora general. Comprendí que no sólo era importante que yo llegara a conocer a fondo el departamento, sino a las personas que lo criticaban, y decidí entrevistarme con Howard. Nos vimos en este despacho… Él estaba sentado aquí mismo. Así comenzó todo. Sí, yo le amaba…
Esta confesión provocó otro torrente de lágrimas, y Entrenkin sacó varios pañuelos para enjuagarse los ojos.
– ¿Cuánto tiempo estuvieron… juntos? -inquirió Bosch.
– Unos seis meses. Pero él quería a su esposa. No pensaba dejarla.
Las lágrimas cesaron. Entrenkin guardó los pañuelos en el cajón. Se disipó la expresión de tristeza que unos momentos antes había asomado a su rostro. Bosch observó que su talante había cambiado. Entrenkin se inclinó hacia adelante y miró al detective con la seriedad propia del cargo que ostentaba.
– Estoy dispuesta a hacer un trato con usted, detective Bosch. Pero sólo con usted. Pese a todo, creo que si me da su palabra puedo fiarme.
– Gracias. ¿Cuál es el trato?
– Sólo hablaré con usted. A cambio, quiero que me proteja. Es decir, que mantenga en secreto su fuente de información. Descuide, nada de lo que yo le cuente sería aceptado en un tribunal. Puede guardar para sí lo que yo le revele. Quizá le ayude, quizá no.
Bosch reflexionó unos instantes.
– Debería tratarla como una sospechosa, no como una fuente de información.
– Pero en su fuero interno usted sabe que yo no lo maté.
Bosch asintió.
– No fue un asesinato cometido por una mujer -dijo-. Es evidente que lo mató un hombre.
– Un policía, para más señas, ¿no?
– Puede. Eso es lo que pretendo averiguar…, si consigo centrarme en el caso sin tener que preocuparme por la comunidad, Parker Center, los politiqueos y todo ese rollo.
– Entonces, ¿trato hecho?
– Antes de comprometerme quiero saber una cosa. Elias tenía un contacto en el Parker Center. Alguien con acceso a los archivos antiguos. Alguien que le pasaba los expedientes de casos desestimados por Asuntos Internos. Tengo que…
– No fui yo. Créame, no niego que transgredí ciertas normas cuando inicié mi relación con él. Me dejé llevar por el corazón y no por la cabeza. Pero no transgredí esas normas de las que usted me habla. Se lo juro. Pese a lo que piensa la mayoría de sus compañeros, mi propósito es salvar y mejorar el departamento. No destruirlo.
Bosch la miró sin inmutarse. Ella lo interpretó como un signo de incredulidad.
– ¿Cómo iba a pasarle esos archivos? En ese departamento me consideraban el enemigo público número uno. Si hubiera metido la mano en los archivos, la noticia habría corrido como la pólvora.
Bosch observó su expresión desafiante. Sabía que Entrenkin tenía razón. Ella no podía ser el topo.
– ¿Trato hecho? -preguntó Entrenkin.
– Sí, pero que quede clara una cosa.
– Usted dirá.
– Si me miente una sola vez y me entero, se acabó el trato.
– Me parece aceptable. Pero ahora no podemos hablar. Quiero examinar los archivos que quedan para que usted y su equipo puedan continuar con sus pesquisas. Ahora ya sabe por qué quiero resolver este caso, no sólo en nombre de la ciudad sino por motivos personales. ¿Le parece que nos reunamos más tarde, cuando haya terminado de examinar los archivos?
– De acuerdo.
Cuando Bosch cruzó Broadway un cuarto de hora más tarde, vio que la puerta del garaje del Mercado Central ya estaba abierta. Hacía años, décadas, que no ponía los pies en él. Decidió dirigirse hacia Hill Street y la terminal de Angels Flight dando un rodeo a través del mercado, un gigantesco conglomerado de puestos de comida preparada, frutas y verduras y carnicerías. Unos vendedores ofrecían baratijas y golosinas de México. Aunque acababan de abrir las puertas y había más vendedores disponiendo sus mercancías que compradores, el aire estaba impregnado de un agobiante olor a aceite y fritos. Al recorrer el mercado captó algunos retazos de conversaciones, con acento español.
Vio cómo un carnicero colocaba las cabezas desolladas de unas cabras sobre el hielo junto a unas rodajas de rabo de buey. En otro extremo observó a unos ancianos sentados en torno a una mesa plegable, bebiendo café bien cargado y comiendo pastelitos mexicanos. Bosch recordó la promesa que le había hecho a Edgar de llevarles unos donuts antes de que comenzaran a investigar el edificio de apartamentos. Echó un vistazo a su alrededor y no vio ningún puesto de donuts, pero compró una bolsa de sabrosos churros con azúcar de canela, una exquisitez mexicana.
Al salir por la puerta del mercado que daba a Hill Street se volvió hacia la derecha y vio a un hombre de pie en el lugar donde horas antes Baker y Chastain habían encontrado unas colillas. Llevaba un mandil manchado de sangre, sujeto a la cintura. Y una redecilla en la cabeza. El hombre metió la mano debajo del mandil y sacó un paquete de tabaco.
– No me equivoqué -dijo Bosch en voz alta.
Atravesó la calle hacia el arco de Angels Flight y aguardó en la cola detrás de dos turistas asiáticos. Los coches del funicular se cruzaron a medio camino. Bosch miró los nombres que estaban pintados sobre las puertas de los coches.
En aquel momento ascendía Sinaí y descendía Olivos .
Unos minutos después montó detrás de los turistas en Olivos . Los turistas ocuparon el mismo asiento en el que Catalina Pérez había sido asesinada unas diez horas antes. Alguien había limpiado la sangre; la madera era muy oscura y no revelaba el menor rastro. Bosch no se molestó en contarles lo que había ocurrido hacía poco en el funicular. De todos modos, seguramente no entendían inglés.
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