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Scott Turow: El peso de la prueba

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Scott Turow El peso de la prueba

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– Por favor, Peter, te necesito. Este momento es terrible. Ven. Luego podrás preguntar.

– Por amor de Dios, ¿qué diablos está pasando? ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde estás?

– En casa, Peter. No puedo responderte ahora. Por favor, haz lo que te pido. No puedo enfrentarme a esto solo.

Colgó de golpe. Le temblaban las manos y se apoyó una vez más en el fregadero. Un instante antes se sentía más dueño de sí mismo, pero ahora lo sofocaba el dolor. Supuso que estaba a punto de desmayarse. Se quitó la corbata y la chaqueta. Regresó a la puerta del garaje, pero no fue capaz de abrirla. Tenía la impresión de que si aguardaba un instante comprendería.

Pronto la casa se llenó de desconocidos. Primero llegaron los policías, a pares, y aparcaron los coches en la calzada; luego los enfermeros y la ambulancia. Por las ventanas, Stern vio un grupo de vecinos que se reunían en el césped. Miraban hacia la casa y murmuraban cada vez que llegaba un vehículo, manteniéndose detrás de la hilera de coches patrulla y sus luces intermitentes. En el interior de la casa, los policías se paseaban con su habitual arrogancia. Estallidos de estática rugían de vez en cuando en sus radios portátiles. Entraban y salían del garaje para mirar el cadáver y hablaban del asunto como si él no estuviera allí. Estudiaban las valiosas posesiones de Stern con una envidia desconcertante por su desenfado.

El primer polizonte que entró en el garaje alzó la radio para llamar al teniente en cuanto salió.

– Está frita -informó el agente por la radio-. Será mejor que venga con máscaras y guantes. -Sólo entonces reparó en Stern, que parecía estar agazapado en el oscuro pasillo que comunicaba con el fregadero. El desconcertado policía intentó dar explicaciones-. Por lo visto el coche estuvo en marcha todo el día. Ahora tiene el depósito vacío. El conversor catalítico calienta mucho, es peor que una barbacoa. Si deja en marcha ese motor durante doce horas en un espacio cerrado, genera muchísimo calor. A la pobre no le hizo mucho bien. ¿Usted es el marido?

– Sí -respondió Stern.

– Mi pésame -dijo el polizonte-. Una tragedia.

Esperaron.

– ¿Tiene usted idea de lo que ocurrió, agente?

No sabía qué pensar, excepto que sería una traición creer lo peor demasiado pronto.

El polizonte estudió a Stern en silencio. Era rubicundo y grueso, y tal vez el peso le hacía parecer más viejo.

– Llaves en el contacto. En posición. La puerta cerrada.

Stern asintió.

– A mí no me parece un accidente -opinó al fin el policía-. No se sabrá con seguridad hasta que hagamos la autopsia. Tal vez sufrió un ataque cardíaco cuando hizo girar la llave. O tal vez es uno de esos misterios. Enciende el motor y está pensando en otra cosa, arreglándose el pelo y el maquillaje. A veces no se sabe. No ha encontrado ninguna nota, ¿verdad?

Una nota. Stern había esperado a las autoridades en ese pasillo, manteniendo su atontada guardia junto a la puerta. Al pensar en una nota, una comunicación, lo asaltó una esperanza irracional.

– Mejor que no entre allí -le aconsejó el policía, señalando hacia atrás.

Stern asintió dócilmente, pero terminó por dar un paso adelante.

– Una vez más -dijo.

El policía esperó un segundo antes de abrir la puerta.

Lo llamaban Sandy, un nombre que había adoptado poco después de llegar junto con su madre y su hermana a Estados Unidos en 1947. Habían abandonado Argentina perseguidos por un sinfín de calamidades: la muerte del hermano mayor de Stern y luego del padre, el ascenso de Perón. Su madre había insistido en que usara ese apodo, pero él nunca se había sentido cómodo con él. Era un nombre cómico que no le quedaba bien, como una prenda ajena, que delataba ese afán de aceptación que él se empeñaba en ocultar y que en realidad había sido tal vez su pasión más incorregible.

Ser norteamericano. Había crecido allí en la década de los cincuenta y esa palabra siempre le susurraría ciertas obligaciones. Nunca había comprado un coche extranjero, había abandonado el idioma español años atrás. De vez en cuando se sorprendía diciendo unas palabras, una expresión favorita, pero había llegado allí dispuesto a dominar el inglés de Estados Unidos. En casa de sus padres no había un solo idioma: su madre les hablaba en yiddish, los niños se hablaban en español, el padre hablaba consigo mismo en un pomposo alemán que al pequeño Stern le sonaba como una máquina chirriante. En un país de tradiciones anglófilas como Argentina, Stern había aprendido el inglés propio de un estudiante de Eton. Pero aquí las expresiones cotidianas le tintineaban en la mente como monedas, el dinero de los verdaderos norteamericanos. Desde el principio, le resultaba difícil usarlas. El orgullo y la vergüenza, el fuego y el hielo, siempre lo carcomían, no soportaba las burlas que parecían acompañar cada desliz con acento extranjero. Pero en sueños hablaba un rico argot estadounidense, sabroso como el de un músico de jazz.

Por otra parte, nunca había asimilado el optimismo norteamericano. No podía olvidar las sombrías lecciones de la experiencia extranjera, de la vida de sus padres: inmigrantes, exiliados, almas que huían de los déspotas sin conseguir el reposo. Tomaba ciertos tópicos como artículos de fe: las cosas a menudo salían mal. Sentado en un mullido sillón del salón, entre las vasijas raiku y los tapices chinos de Clara, parte de él aceptó esto como la realización de un hechizo maligno. Había pensado en varias tareas que de algún modo resultaban imperativas, pero por el momento no tenía fuerzas para moverse; sentía el cuerpo aturdido por el shock y el corazón le palpitaba con esfuerzo.

Peter llegó poco después de la ambulancia. Los enfermeros ya habían llevado la camilla de sábanas blancas al garaje para trasladar el cadáver. Nervioso, irrumpió en la casa sin prestar atención a los policías apostados en la puerta. Stern se preguntó por qué siempre se asombraba de la histeria de su hijo, por ese aire de pánico incontrolable propio de un hipertiroideo. Peter era un joven pulcro y delgado peinado a la moda. Llevaba una amplia camisa francesa con anchas rayas color turquesa y unos pantalones verde oliva, de un estilo jamás usado en ningún ejército, que formaban bolsas debajo de las rodillas. Stern no pudo reprimir el malestar que lo invadió de pronto. Era sorprendente que ese hombre de aire desconsolado se hubiera tomado tiempo para vestirse.

Stern se levantó y le salió al encuentro en el pasillo que iba del vestíbulo a la cocina.

– No puedo creerlo. -Peter, al igual que Stern, no sabía cómo reaccionar. Avanzó un paso hacia el padre, pero ninguno de los dos tendió los brazos-. Cielo santo, mira allá fuera. Es un circo. Medio vecindario está allí.

– ¿Saben qué ocurrió?

– Se lo conté a Fiona Cawley. -Los Cawley vivían al lado de los Stern desde hacía diecinueve años-. Casi me lo exigió. Ya la conoces.

– Ah -dijo Stern.

Trató de contenerse, pero experimentó una vergüenza egoísta, adolescente en su intensidad. Ese episodio terrible ya era noticia. Stern imaginaba las sagaces deducciones que se sucedían detrás de los ojos amarillos y crueles de Fiona Cawley.

– ¿Dónde está ella? -preguntó Peter-. ¿Todavía está allí?

En cuanto Peter se dirigió al garaje, Stern recordó que tenía que hablar con él para telefonear a las hermanas.

– Señor Stern -lo llamó el policía que había entrado en el garaje-. Los muchachos quieren hablarle, si no le molesta.

Estaban en el cubil de Stern, un cuarto diminuto. Clara había pintado las paredes de verde y la habitación estaba atestada de muebles, entre ellos un gran escritorio donde algunos papeles domésticos se apilaban ordenadamente. Stern se sintió turbado al ver que los policías se acomodaban en aquel cuarto tan íntimo. Dos policías de uniforme, un hombre y una mujer, permanecían de pie, mientras un agente de paisano ocupaba el sofá. El tercero, al parecer un detective, se levantó para ofrecerle la mano con desgana.

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