Admiró su obra de arte un rato y pensó que le hubiera gustado añadir la fecha, pero había perdido la cuenta de los días. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se inyectó el Milagro Prodigioso del doctor, así que decidió dejarlo como estaba. Era hora de continuar.
Dedicó un par de horas a buscar cosas para el viaje, maravillado de la rapidez con que podía actuar ahora. No debía preocuparse de hacer ruido, ni de que un espectro le emboscara en uno de los pisos; por lo tanto, todas las tareas le llevaban la mitad de tiempo. Muy pronto tuvo todo lo necesario: agua, algo de comida, una linterna (con baterías) y ropa de abrigo entre otras cosas, y una mochila liviana pero resistente que ponerse a la espalda.
Por la tarde, después de una buena comida, decidió ponerse en marcha. En enero las tardes son cortas y la noche cae con rapidez, pero no quería demorar el viaje. Ya no le importaba caminar a oscuras, sino todo lo contrario. Llevaba meses encerrado en aquel lugar, y la perspectiva de salir al exterior y ver qué había pasado le resultaba muy atractiva. Iría hasta la autovía y allí vería cómo estaban las cosas… si la carretera era practicable o no. Dependiendo de todo eso, podría estar en Granada en dos o tres horas como máximo, o podría llevarle varios días.
Por ahora andaría hasta que se sintiera cansado otra vez; al fin y al cabo, le parecía que había dormido bastante para tener las pilas cargadas durante meses.
A las cuatro y diez de la tarde, Dozer echaba un último vistazo nostálgico a Carranque. Ante sus ojos, los fantasmas de sus compañeros entrenaban de nuevo en las pistas, y José hacía bromas sobre si los pechos de Susana le impedían correr bien. El viejo edificio se reconstruyó piedra por piedra, como si fuera una película proyectada hacia atrás, y se llenó de la vieja rutina, con muchos de los compañeros ocupados en sus quehaceres cotidianos. Por allí iba Peter y su eterno cigarrillo empujando el carrito de mantenimiento, lleno de productos para el saneado de la piscina, y al otro lado, los encargados del huerto plantaban semillas y afianzaban los palos de sujeción de las tomateras. Aranda miraba otra vez desde su ventana, y una pareja se daba un beso fugaz junto a las columnas redondas. Pero entonces, pestañeó brevemente y los fantasmas se deshicieron en el aire, y el edificio volvió a estar desparramado por el suelo: apenas un amasijo de hormigón, ladrillos y varillas de hierro.
Con una tímida lágrima asomando en los ojos, se despidió de su hogar y echó a andar, sin mirar atrás.
Málaga resultó tener un aspecto mucho más lúgubre del que se hubiera atrevido a imaginar siquiera. El silencio en las calles, pese a estar atestadas de muertos vivientes, era impresionante. Qué grises parecían todos los edificios, sin ninguna vida tras sus fachadas, y qué aspecto de funesta desolación provocaban los coches, aglomerados sin orden ni concierto, en las vías principales. A menudo, el único sonido que rompía ese profundo silencio era el de sus propios pasos contra el asfalto.
En un momento dado, perdió el rumbo de la ruta más óptima hacia la autovía. Hubiera podido ir hasta el Carrefour cercano a la gasolinera y haberse encontrado con la autovía que buscaba, o podía haber dedicado cinco o diez minutos en bajar por Santa Rosa de Lima hasta la rotonda de la comisaría, y haber doblado a la derecha: desde allí eran apenas unos pocos kilómetros hasta la salida para Granada. Pero quería ver cómo había quedado su ciudad antes de marcharse. Quería asegurarse de que no quedaba nada, ni nadie, quizá porque en las innumerables noches de soledad que pasó en Carranque, su mente siempre se había preguntado si quedaba todavía alguien en alguna parte.
Mientras andaba, asistió a los testimonios de viejos escenarios de terror. El drama estaba por todas partes, sólo había que saber ver las pistas: una huella de una mano ensangrentada que se arrastraba al interior de una ventana; una solitaria maleta tirada en mitad de la calle, con algo de ropa asomando por un lateral, que denunciaba una huida frustrada; una barricada construida con tablas clavadas desde el interior, pero que había sido superada y revelaba una hendidura profunda como una boca oscura. Cosas como aquellas contaban, en silencio, historias inenarrables de la caída de Málaga a manos de los muertos vivientes. Un compendio de miles de historias de supervivencia frustradas, ocultas en cada vivienda, en las calles, en los sitios adonde los malagueños acudieron para intentar preservar la vida, sin éxito.
También encontró algo que no esperaba: un coche empotrado contra una pared en la esquina de Herrera Oria. La puerta estaba abierta, y el airbag se desparramaba sobre el volante como la piel seca y abandonada de una serpiente. El capó estaba plegado sobre sí mismo como un extraño acordeón metálico, y entre éste y la pared, había atrapado un zombi . Estaba apoyado contra el metal retorcido, con los brazos en cruz. Hojas y papeles sucios y renegridos por la humedad estaban apilados junto a su cuerpo, como si llevaran allí muchísimo tiempo bajo el viento y la lluvia. Mientras pasaba lentamente a su lado, Dozer descubrió que todavía movía los ojos perezosamente, atrapado en aquella cárcel aberrante en la que continuaría, probablemente, durante muchísimo tiempo más.
Dozer sintió rechazo por aquel ser, pero después se detuvo y dedicó unos instantes a mirarle. Vio su cráneo oscurecido por las inclemencias del tiempo, la piel reseca y resquebrajada, y se preguntó si aquella criatura horrible sería ya un espectro cuando fue atropellado. Quizá sí, pero también podía ser que no; quizá el conductor de aquel coche perdió el control por algo que le forzó a girar bruscamente, y sorprendió a un ser humano en su camino, estrellándolo contra la pared. El dolor debió de ser espantoso; el hueco entre el frontal del coche y el muro era mínimo: las piernas debieron quebrarse en mil esquirlas, y la carne tuvo que prensarse como si hubiera sido procesada por una prensa hidráulica. Si no murió por el shock , debió de pasar algunas horas en pura agonía mientras se desangraba, lo que ocurrió sin duda muy poco a poco, porque la carne que es comprimida hasta ese punto impide que la sangre circule. Las venas se cierran, el riego se detiene. Si continuó vivo, tuvo que sobrevenir la gangrena. Gangrena seca, que llega subrepticiamente con un dolor apagado y frío hasta que la piel palidece y se produce la necrosis. La muerte tuvo que tardar en llegar, y por si fuera poco, tal estado fue breve, ya que en algún momento tuvo que volver a abrir los ojos de nuevo, aunque esta vez fueran blancos y enloquecedores.
Para entonces, el rechazo que había sentido desapareció en su mayor parte. Se acercó despacio a aquel desdichado y dedicó un tiempo a mirarlo, volviendo la cabeza para estudiar mejor sus facciones. Se debatía entre sentimientos encontrados. Era fácil verlos como la amenaza en la que se convertían; si no tuviera el Necrosum corriendo por sus venas, aquel espectro estaría buscándole con los dedos extendidos y las fauces abiertas, e intentaría por todos los medios destruirle, porque la muerte era el único leitmotiv que les quedaba. Sin embargo, el hecho de que una vez fueron personas insistía en escurrirse de su mente consciente, y tendía a olvidarlo.
– Lo siento… -susurró, aunque no le hablaba a aquella carcasa vacía y muerta, sino al hombre que, una vez, sufrió una macabra agonía y murió después de un sufrimiento atroz, sin recibir ayuda, en medio de un mundo que se venía abajo. Apretó los puños, pensó en añadir algo más, pero al fin sacudió la cabeza y se alejó calle abajo, sumido en lúgubres reflexiones.
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