– Papá… -interrumpió Juan.
Estaba consiguiendo que los ojos le empezaran a escocer, pero al mismo tiempo sentía la apremiante necesidad de tirar del brazo de su padre y correr a casa. Separarse del mundo con una puerta. No quería enterarse de lo que su padre quería darle a entender, en aquel sitio. No rodeado de aquellas cosas.
– Creo que entendí que han cortado la carretera -continuó su padre-. Que no podrían llegar. Pero… tú sabes lo tranquilo que es Antonio -un esbozo de sonrisa curvó sus labios-, ¡no lo menea ni un terremoto! Sin embargo, su voz… -se puso serio de nuevo- estaba cargada de urgencia. Estaba nervioso, Juan, estaba nervioso como nunca. Y… yo creo que soltó el teléfono. ¿No crees que debió soltarlo, Juan? Para correr mejor… con Álvaro. Para correr mejor…
Y ahora sí, los ojos de Juan se anegaron en lágrimas, mientras a poca distancia, un grito inhumano, prolongado y discorde rasgó el aire del atardecer. Fue allí mismo, en los albores de un mundo que se desmoronaba, donde Juan supo que nunca volvería a ver a sus hermanos.
Juan abre los ojos bruscamente y, por un momento, la escena del recuerdo que se proyectaba en su mente dormida se ilumina y se quema como el metraje de un Super 8. Abre la boca e inhala aire con profunda avidez, como si llevara un buen rato privado de él. Tiene los ojos acuosos, pero cree que es por el sueño-recuerdo que acaba de tener, como si acabara de vivirlo.
Inmediatamente, el olor a desinfectante le embriaga y le asfixia. El tacto frío de la camilla metálica en la que está tumbado le sorprende. Es fría, demasiado fría, y ese helor intenso le cala hasta los huesos. Hay movimiento alrededor, hay voces que braman y ruidos que no consigue identificar. En un momento dado, percibe con claridad el sonido de cristales rotos. Le parece que alguien lucha en alguna parte, pero no sabría decirlo con seguridad. Descubre, por último, que le cuesta un tremendo esfuerzo mantener los ojos abiertos. Está a punto de decirle a su padre que vuelvan a casa, que se siente drogado y los espectros se acercan, pero entonces recuerda que ya no es octubre, sino enero, y ya no está en el Rincón de la Victoria. Aunque lo de estar drogado es verdad.
De pronto, una cara se pone delante de su campo de visión, demasiado cerca como para que se sienta cómodo. Pestañea, intentando enfocar, pero no lo consigue. No obstante, distingue las formas oscuras de sus ojos y la curva brumosa de su boca.
– ¿Está bien?
Quiere contestarle, quiere decirle que sus hermanos han muerto, que está a tomar por culo de estar bien. Quiere decirle que avise a su padre de que no suban la cuesta, que el atasco de coches ha creado una conexión humana hasta Málaga, por la autovía, y que los zombis llegarán como una ola, arrasando con todo. Quiere explicarle que avise a su madre, que no abra la puerta cuando la aporreen porque no es Antonio que vuelve, ni es Álvaro que regresa al hogar, pero no dice nada porque su garganta no responde, ni sus pulmones son capaces se expulsar todo el aire que necesita.
– Tranquilo. Ya está a salvo -dice la cara neblinosa-. Le hemos rescatado.
Entonces se pone en movimiento. Lo sabe porque su cuerpo se sacude con las vibraciones de la camilla. Casi puede sentir las pequeñas ruedecillas girando. Se pregunta quién demonios le ha rescatado, y de qué, pero el esfuerzo de pensar en eso le hace volver a quedarse dormido.
Y sueña que está en la playa, mirando el mar, a los mandos de un quad Foreman, soñando con expandir un gas de su propia invención, uno que puede poner a los caminantes de nuevo en su sitio: a bordo de la galera de velas negras que viaja hacia el dulce olvido de la muerte.
ENTRE CADÁVERES
Amanecía una vez más en Carranque, y la luz del sol revelaba poco a poco las ruinas del antiguo campamento, que habían dejado ya de humear. Lo hizo poco a poco, con el cuidado de un mago que retira la tela negra que cubre el objeto de su siguiente número. Al otro lado de la maltrecha alambrada estaba Dozer, agarrado con las manos a la rejilla metálica. Estaba exactamente en el mismo lugar donde ya estuvo Juan Aranda, completamente desnudo, hacía mucho menos tiempo del que podía parecer.
Había caminado hasta allí, cruzando la calle, como lo hubiera hecho un día cualquiera antes de que los muertos empezaran a caminar: despacio, sintiendo la calidez de los primeros rayos en el rostro, y sin miedo. A su alrededor, los muertos se movían como una marea, meciendo los hombros como si atendieran un ritmo tribal audible sólo para ellos, pero eso era todo. Se comportaban como si él no estuviera allí.
Había visto a Aranda caminar fuera del recinto, y en aquellos momentos le pareció algo del todo alucinante, una especie de ventana a lo que sería el futuro de todos ellos; hombres que caminan entre los muertos sin recibir ataques, hombres que podrían, con el tiempo, restablecer la civilización. Y todo al alcance de la mano… en cuanto Rodríguez levantase la cuarentena que había impuesto. Pero que le sucediera a él era algo totalmente diferente. Podía pasar una mano delante de sus ojos muertos y agitarla, podía empujarlos, podía hacer todo eso y aun así ser ignorado, como si fuese invisible. Era la primera vez que podía verlos tan cerca, sin que lanzaran sus garras hacia él, sin que aullaran como si les hubieran azuzado con un pincho para reses, y la sensación era increíble.
Le resultaba difícil precisar cómo se sentía. Era como si la pesadilla hubiese acabado para él. Si antes la movilidad había sido un problema, ahora no había nada que le estuviera vetado. Querría subirse al edificio más alto y gritar al mundo que él podía salvarlo, que podía salvar a cualquiera. Podía conseguir medicinas, armas, alimentos. Podía dejar las calles vacías de zombis , devolverlos a sus sepulturas o empujarlos a una pira gigante donde sus cuerpos arderían hasta quedar reducidos a cenizas.
La única preocupación que enturbiaba su ánimo eran sus amigos, en particular Aranda. Tenía dos teorías. En la primera, Aranda había conseguido contactar con algún grupo de rescate, y los helicópteros que había visto los llevaban, por fin, a un sitio seguro. En la segunda, Aranda no había regresado aún, y los helicópteros habían podido tener que ver con la destrucción de Carranque. En ese caso, sus amigos podían estar sepultados entre los escombros, o prisioneros en los helicópteros.
La segunda explicación era la que menos peso tenía en su cabeza. No conseguía entender por qué alguien que dispone de helicópteros podría estar interesado en destruir una ciudad deportiva llena de supervivientes, y mucho menos llevárselos.
La primera no explicaba por qué estaba todo destruido, pero a su juicio era la más plausible. Aranda llega a Canal Sur, contacta con el ejército y les explica que tiene un truco mental Jedi que le permite caminar entre los muertos. Los militares los van a buscar y los sacan a todos de allí. Lo de la explosión debió haber sido otra cosa. Apostaba por el padre Isidro. Debió escapar de alguna forma y organizar un buen follón aprovechando que ni el Escuadrón ni Aranda estaban por allí. Debió armar un follón de mil pares de cojones.
De cualquier modo, no quería dejar ningún cabo suelto. Si Aranda estaba aún por ahí disfrutando de su libertad, terminaría por volver en algún momento, y aunque probablemente él tuviera más suerte encajando las piezas del rompecabezas, no quería que pasara por lo mismo que él.
Se las ingenió para encontrar algo de pintura en una de las casas, junto a otros utensilios de mantenimiento del hogar. Con ella dejó un mensaje de diez por tres metros, en mitad de la pista de Carranque: HEMOS IDO A GRANADA. Tras pensarlo un poco, añadió su nombre debajo del rótulo gigante. Luego lo miró desde la distancia y no quedó convencido del todo; casi parecía ser una invitación a un picnic, así que volvió a acercarse y garabateó todavía algo más. Lo que al final escribió se leía más o menos así:
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