Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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– ¿Es que pasa algo? -inquirió despabilándose de pronto-. ¿Habéis reñido?

Draco no estaba de humor para dar explicaciones. Pulsó el botón de colgar y marcó nerviosamente el número de Joyce. Sonaron timbrazos interminables al otro lado, mientras le rogaba a Dios que estuviera en la ducha, o recogiendo la colada tendida en el jardín posterior. Volvió a marcar un par de veces, con medio minuto de intervalo, en vano. Finalmente volvió al Austin y reanudó el viaje a mayor velocidad, mientras intentaba tranquilizarse aferrándose a la única explicación natural de aquella ausencia: «Ha madrugado para ir de compras a Londres y se ha olvidado el móvil en casa.» Llegó a la periferia londinense poco antes de las diez y se dirigió directamente a la casa de Joyce. La llave seguía oculta bajo una pina decorativa del jardín posterior. Abrió la puerta.

– ¡Joyce!

Recorrió la casa, el salón, la cocina, se asomó al jardín posterior, se precipitó escaleras arriba, el dormitorio, el baño, el cuarto de invitados, donde tenía montado su caballete con una marina que representaba un oleaje furioso batiendo espumas contra unas rocas. Joyce no estaba en casa. La cama estaba deshecha y en el fregadero había una taza con restos de té y el plato del desayuno.

En aquel momento sonó el teléfono. Draco se precipitó a cogerlo.

– Diga.

– ¿Señor Draco?

Era una voz varonil suave y agradable.

– Sí, ¿quién es usted?

– Tenemos a su chica.

– ¿Quién es usted?

Se hizo una pausa al otro extremo del hilo. La voz modulada volvió a hablar.

– Un buen amigo suyo. Le aseguro que la mujer está bien. No sufrirá daño si usted colabora. Tiene seis horas para rescatar las piedras y llevárnoslas a la iglesia de Saint Paul o para decirnos a quién se las vendió. Lo veremos allí, a las cuatro en punto de la tarde. No intente ninguna jugarreta o ella lo pasará mal.

– Pero…

Bip, bip, bip… Habían colgado.

Simón Draco llegó a la iglesia de Saint Paul a las tres y veinte. Recorrió el interior del templo desierto. Sólo dos mujeres rezaban en uno de los bancos delanteros. A través de la puerta de la rectoría se veía a un sacerdote entrado en años que instruía a su joven acólito delante del armario de los ornamentos.

Draco se sentó en un banco trasero, desde el que dominaba la puerta de entrada, y esperó. Llevaba la Glock en la sobaquera y una navaja automática en el tobillo. Si no conseguía convencer a los secuestradores de Joyce de que él no sabía nada de las piedras, quizá pudiera persuadirlos, por otros medios, para que le revelaran el paradero de la mujer.

Cinco minutos antes de las cuatro entraron dos hombres. Uno se quedó de pie junto a la puerta y el otro, elegantemente trajeado, de facciones correctas, se sentó al lado de Draco.

– Bien, señor Draco, ¿ha pensado en nuestra oferta? -susurró.

– No tengo las piedras -casi gritó.

– Ya -respondió el otro imperturbable-. Sabemos que las ha vendido. ¿Ciento cincuenta mil libras, verdad? Una bonita cantidad. Si usted no puede recuperarlas, lo haremos nosotros, y si quiere quedarse con el dinero, es cosa suya. Díganos quién las tiene.

– Ya les he dicho que nunca las tuve -insistió-. Fui a recogerlas a Hamburgo y me encontré al alemán muerto. No sé dónde están.

El ruso suspiró profundamente y sacudió la cabeza.

– En fin, parece que usted no se aviene a razones. Creíamos que apreciaba más a la señora Lambert.

– ¿Dónde la tienen? ¿Está bien?

– Sí, claro que está bien. -En la voz del sicario había una infinita paciencia enteramente teatral-. Somos personas razonables y corteses -continuó diciendo-, pero podemos dejar de serlo si insiste en ocultarnos el paradero de esas piedras. En fin -dijo levantándose-. Le ampliaremos el plazo unas pocas horas más. Consúltelo con la almohada y vea lo que le conviene. Lo volveremos a llamar mañana por la mañana.

– ¿Y la señora Lambert? -Draco no pudo disimular la ansiedad. El otro sonrió levemente.

– Regrese a casa. Le enviaremos noticias de ella. Así verá la clase de personas que somos y se avendrá a colaborar con nosotros. No lo olvide: volveremos a llamarlo mañana.

Draco se instaló en casa de Joyce al lado del teléfono. Suponía que le permitirían hacerle una llamada. Quería tranquilizarla. Cayó en la cuenta de que los secuestradores estaban tan seguros de que él conocía el paradero de las piedras porque sabían que había ingresado ciento cincuenta mil libras en el banco y creían que era el producto de la venta de las piedras. Les explicaría la procedencia del dinero, se ofrecería para seguirle la pista a las piedras, porque si ellos no las tenían, forzosamente seguirían en Hamburgo. Habría que regresar y buscarlas mejor. Colaboraría honradamente con ellos. Estaba dispuesto a cualquier arreglo con tal de que liberaran a Joyce. Draco nunca había creído en el amor. Le parecía que era un mito propio de poetas, de adolescentes y de mujeres con la cabeza a pájaros. Ahora, angustiado por el secuestro de Joyce, sentía crecer un sentimiento nuevo que quizá era amor. Quizá había estado, estaba, enamorado de ella sin saberlo. Mientras esperaba junto al teléfono intentaba mitigar su impaciencia urdiendo confusos planes de futuro. Su relación con Joyce sería distinta. Iba a llevar una vida más relajada: viajar, salir a cenar, vivir juntos, incluso casarse si ella lo quería.

A las nueve de la noche sonó el timbre. Draco encendió la luz y se precipitó hacia la puerta. Un mensajero joven, uniformado de gris, con gorra de plato, le entregó un sobre grande, acolchado. Reconoció la letra menuda de Joyce en la dirección.

– Ya está pagado, firme aquí -le indicó el correo tendiéndole el recibo de entrega.

Draco firmó y cerró la puerta. El sobre contenía algo pesado. Fue a la cocina y buscó unas tijeras para abrirlo. ¿Una bomba? No, era absurdo. Ellos tenían a Joyce y, por otra parte, creían que él conocía el paradero de las piedras. No les interesaba matarlo, sólo pretendían asustarlo para que hablara.

Cortó los precintos del envoltorio y vació el contenido sobre la mesa de la cocina. Dos manos sanguinolentas cayeron sobre el tablero de pino. El anular de la mano derecha tenía un anillo con una turmalina azul que le resultaba familiar. Horrorizado, reconoció las manos de Joyce.

Se las habían amputado.

13

La morgue de Londres, en el número 24 de Robertson Street, tiene el aspecto del hospital que fue: una anodina fachada de ladrillo negro con ventanas blancas y una portada gótica victoriana de piedra artificial, con un escudo en relieve sobre el que flota una cartela con el lema «Salas lnfirmorum», absolutamente inadecuado para sus nuevos inquilinos.

El asmático ascensor tardó una eternidad en descender al sótano. David Fletcher, inspector de la policía criminal, abrió la doble puerta de rejilla, le cedió el paso educadamente a su acompañante y volvió a cerrarla. Encendió un cigarrillo negro, haciendo caso omiso de los letreros que prohibían fumar, y precedió al visitante a lo largo de un sórdido corredor con las paredes descascarilladas y rezumantes de humedad.

– Es por aquí.

Torcieron por otro largo pasillo, que servía de almacén de camillas y sillas de ruedas plegadas, y llegaron finalmente a la sala de los refrigeradores. El funcionario de guardia escondió en un cajón la revista pornográfica que estaba contemplando y saludó rutinariamente a los visitantes que venían a turbar la paz de los muertos. El inspector Fletcher firmó en el libro de entradas y rellenó el impreso con los datos de Draco.

– Es el número cincuenta y dos, al fondo, segunda fila -les indicó el guardián de los muertos, que volvió a sentarse desentendiéndose de ellos.

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