Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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– ¿Qué quiere? -preguntó con voz ronca. Hablaba casi sin acento extranjero.

– ¿Sabes quién soy?

El ruso no respondió. Se limitó a observar al intruso, calculando si se atrevería a disparar. Draco le adivinó el pensamiento y sonrió levemente. Sí, se atrevería.

– El otro día me estropeaste el dormitorio, ¿para quién trabajas?

– Trabajo por cuenta propia.

– ¿Y por qué la has tomado conmigo, un pacífico ciudadano…?

«Mientras el adversario habla, pierde gran parte de la concentración.» Eso le habían enseñado a Danko en la academia del KGB. Vasili Danko apagó la luz de un manotazo y se lanzó al suelo al tiempo que se sacaba una pistola Beretta de la sobaquera. Sonaron tres disparos de silenciador y tres diminutos fogonazos iluminaron tenuemente la estancia. Después de disparar, Draco alcanzó el pasillo y accionó la luz del cuarto de baño. Precavidamente se asomó al dormitorio en penumbra. Danko yacía al otro lado de la cama y sus piernas se agitaban con las convulsiones de la agonía. De la carótida seccionada por un disparo brotaba un chorro de sangre espesa que iba formando un charco en el ajado parquet. Draco se inclinó sobre el agonizante, que parecía mirarlo a través de los ojos vidriosos, y le cogió la billetera. Sólo tenía un par de tarjetas de crédito inglesas y treinta libras esterlinas. Ni una fotografía, ni un carnet, nada que identificara al propietario. En los bolsillos tampoco había nada.

– Seguramente no estás en condiciones de responder a más preguntas, ¿verdad? -le dijo al reciente cadáver.

Lo cubrió con la colcha y registró su equipaje. En la ajada maleta de cuero encontró dos cajas de balas, un manojo de llaves sin identificación y un sobre con tres fotografías de Simón Draco, tomadas con teleobjetivo en las inmediaciones de la casa del Coronel. Comprendió que los que asesinaron a su amigo la tenían vigilada.

– Si creen que tengo las malditas piedras, ¿por qué han intentado matarme? -se preguntó.

Como tantas personas habituadas a la soledad, Simón Draco tenía el hábito de hablar consigo mismo en voz alta.

Había intentado corregírselo, temiendo que con la edad fuera a peor, sin el menor éxito.

Registró la habitación. El difunto Vasili Danko usaba maquinilla de afeitar, pero su estuche de aseo contenía también una brocha de afeitar. ¿Para qué quería este individuo una brocha de afeitar? Observó la brocha, un modelo antiguo, y le pasó los dedos por los pelos, perfectamente secos, casi cristalizados, como de llevar años sin usarse. ¿Una especie de fetiche? La madera estaba descascarillada junto a una estría que parecía de adorno. ¿Ocultaba un compartimento secreto? Hizo fuerza sobre el mango para comprobarlo y, efectivamente, la parte central estaba enroscada. Dentro del hueco encontró una capsulita cuadrada, seguramente de veneno. Se la echó al bolsillo. También un papel cuidadosamente doblado. Lo desplegó. Habían escrito a máquina dos nombres con sus respectivas direcciones:

– Simón Draco-Londres.

– Patrick O'Neill-Kilmartin.

Acababa de averiguar a quién correspondían las iniciales P. O. de la última anotación en la agenda del Coronel: Patrick O'Neill.

10

Norte de Inglaterra

El Austin que conducía Simón Draco se detuvo para orientarse antes del cruce de Fyne, delante del cisne de chapa del hotelito The Swam, y prosiguió por la pintoresca carretera turística que bordea el lago Lomond, festoneada de cottages victorianos, algunos adornados con falsas ruinas medievales, hasta llegar al pueblecito de Kilmartin, más allá del lago Fyne.

Dos jubilados conversaban en un banco frente a la portada gótica de la iglesia. Draco detuvo el coche y les preguntó:

– ¿Podrían indicarme el camino de Kingblood Castle?

– ¿Va usted al castillo?

Draco asintió.

– Le advierto que es propiedad particular y sólo lo enseñan mediante cita previa.

– Lo sé, tengo cita.

Uno de los viejos le indicó el camino. A la salida del pueblo la carretera se bifurcaba. Draco tomó el ramal secundario, ascendente, que discurría en la penumbra de un espeso túnel vegetal formado por las ramas de enormes tejos. Al final apareció el castillo, al otro lado de una pradera ondulada. Draco lo contempló a medida que se acercaba: un hermoso edificio con su torre mayor, su cerca exterior tapizada de oscura yedra y sus ventanas góticas emplomadas. Sobre los húmedos tejados de pizarra, una chimenea despedía una vedija de humo blanco que se confundía con las nubes bajas, un poco más arriba.

Draco aparcó cerca de la cancela exterior. Pulsó el timbre y al instante apareció un criado con un chaleco a rayas.

– Me llamo Simón Draco. Sir Patrick O'Neill me está esperando.

– Tenga la bondad de pasar -dijo el criado franqueándole la puerta, y después, con una leve inclinación-: Acompáñeme.

Cruzaron el patio exterior tapizado de yedra y enlosado con viejas piedras, atravesaron el portón y entraron en un amplio hall de cuyas paredes colgaban viejas banderas, algunas de ellas meros harapos apenas sostenidos por una urdimbre de alambre. En la antigua y elaborada techumbre de madera estaban representadas las armas de las casas principales de Inglaterra alrededor de un retrato del rey Enrique VIII, orondo, acariciando la cabeza de un can.

– Bienvenido a Kingblood Castle, mister Draco -dijo una voz desde lo alto de la escalera.

Un hombre de unos sesenta años, delgado, pálido, vestido juvenilmente con un suéter, pantalones de pana y fular de seda azul al cuello, bajaba la escalinata torpemente con ayuda de un bastón. Le estrechó enérgicamente la mano.

– ¿Qué tal el viaje, señor Draco? ¿Nos ha encontrado sin problemas?

– Sí, señor. Gracias.

– ¿Puedo preguntarle qué asunto es ése tan confidencial del que ayer no se atrevió a hablarme por teléfono?

– Lamento haber estado tan misterioso, señor O'Neill, pero las circunstancias exigen la mayor discreción. Soy el emisario que el coronel Burton envió a Hamburgo para comprar las piedras. El alemán que tenía que venderlas, un tal Kolb, está muerto y el coronel Burton también. Los han asesinado a los dos.

– He sabido lo del Coronel por la prensa -dijo O'Neill-, pero no sospechaba que hubiese relación entre su muerte y las piedras.

– Es evidente que la hay. Y el único que conoce el asunto, aparte del asesino, soy yo y ahora usted.

O'Neill asintió.

– Creo que debo explicarle algunas cosas para que comprenda el asunto. El Coronel me habló de usted. Me dijo que confiaba plenamente en su persona. Por eso también yo debo confiar.

O'Neill se acercó a la mesa del vestíbulo y oprimió un timbre. Al instante compareció el criado que había abierto la puerta.

– Bruce, sírvanos el té en la biblioteca.

La biblioteca era la sala más noble de Kingblood Castle. Sus muros, con tres ventanales abiertos al jardín, estaban cubiertos de estanterías hasta el techo. Un pasillo de madera, que rodeaba la sala a media altura, permitía alcanzar los estantes más elevados. En el centro había dos mesas iluminadas con lámparas de estudio modernas, con la visera color caramelo. O'Neill le ofreció asiento a su visitante en un sofá chester frente a la artística chimenea francesa que presidía la estancia. Draco reparó en el extraño escudo de armas tallado sobre la repisa: una cruz potenzada con un cáliz en el centro y la leyenda: «Je garde le sang real» , en la cartela que la rodeaba.

– ¿Sabe usted francés?

– Algo.

– Ahí pone: «Guardo la sangre real.» Una leyenda familiar sostiene que el primer conde O'Neill heredó el Santo Grial, el cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. La cruz templaria asociada al cáliz representa la vinculación de los O'Neill a la Orden.

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