– ¿Draco?
– Celebro que me reconozcas, Viejo. Se ve que el señor Alzheimer te tiene olvidado.
– Eres muy gracioso. ¿Vienes solo?
– Completamente.
El Viejo sacó las cadenas de sus engarces, lo dejó pasar y antes de cerrar la puerta echó un vistazo furtivo al vestíbulo para cerciorarse de que no lo acompañaba nadie. Corrió nuevamente cadenas y cerrojos.
– Vivimos tiempos jodidos -se justificó mientras lo invitaba a pasar.
El Viejo era uno de los traficantes de armas más importantes de Londres, un vendedor efectivo y discreto, al por menor, para el hampa y los servicios secretos que no querían dejar huellas.
– ¿Qué se te ofrece?
Draco sacó del bolsillo una etiqueta que había arrancado de la funda del proyectil donde había apuntado los números de serie.
– Quiero encontrar al que usó esto, una granada rusa anticarro. Han intentado matarme.
– ¿Con un lanzagranadas? Verdaderamente el mundo se está volviendo loco, ¡qué falta de sutileza! -El Viejo dejó oír su risa cascada, seca, antes de ponerse otra vez serio y preguntar-: ¿Y quién te dice que yo haya vendido esta gacela?
Gacela, el nombre de jerga para arma veloz.
– No me lo dice nadie, pero en Londres hay pocos proveedores de esta clase de cacharros. He venido al más probable y me va la vida en ello. Si puedes ayudarme te lo agradeceré.
El Viejo hizo un gesto de desaliento.
– Me temo que no podré hacer nada por ti. Hace tiempo que me he retirado de los calibres gruesos. Tengo trabajo de sobra con el material pequeño, es más agradecido y menos peligroso. Por cierto, he recibido un revólver semiautomático Glock de nueve milímetros, de cerámica, ya sabes, uno de esos que pasan desapercibidos por los detectores de metales. Si estás metido en un lío probablemente lo necesitarás.
Estaban en el gabinete de trabajo del Viejo, una habitación sobrecargada de muebles arcaicos que olía a polvo y a lubricante de pistolas. Draco, con expresión abatida, se dejó caer en un sillón frente al escritorio. El Viejo permaneció de pie. No deseaba que la visita se prolongara.
– La policía ha identificado al agresor -mintió Draco-. El muy torpe dejó una prueba que lo identifica. A ése le echaré el guante cuando la policía lo deje en paz. Ahora necesito saber de dónde sacó el arma. ¿Tienes idea de quién puede haber vendido el lanza?
– En el puerto hay media docena de traficantes. Pueden ser los libaneses, los moros, los jamaicanos, ¿qué sé yo? Ya sabes que no me llevo bien con la gente joven. Además estoy casi retirado. Si pudiera ayudarte sabes que lo haría.
– Ya lo sé -convino Draco y suspiró profundamente-. En fin. Creo que será mejor que me vaya. Gracias de todos modos, Viejo.
– Ya sabes dónde me tienes.
Se estrecharon las manos junto a la puerta y Simón Draco esperó hasta que oyó correrse todos los cerrojos y cadenas. Al doblar la esquina se detuvo y se aplicó un pequeño radiotransmisor a la oreja. Había dejado un micrófono de gran sensibilidad bajo el tablero de la mesa del Viejo, cerca del teléfono. Lo oyó marcar un número telefónico y tras unos segundos de espera: «¿Danko? Perdona que te llame. Simón Draco acaba de visitarme. La policía sabe quién atentó contra él. Por lo visto has dejado alguna prueba que te identifica… Eso me ha dicho… ¿Por qué habría de mentirme?… No, él sólo está buscando al que vendió el lanzagranadas… Creo que está asustado.»
Un minuto después volvió a pulsar el timbre. El Viejo hizo un mohín de fastidio al ver por la mirilla que Draco había regresado.
– ¿Qué se te ofrece ahora? -le preguntó por la rendija, sin disimular la contrariedad.
– Creo que voy a comprarte ese Glock de nueve milímetros.
La expresión del traficante cambió.
– Te alegrarás de llevarte esa joya -dijo mientras descorría nuevamente los cerrojos.
Draco entró, agarró al Viejo por el brazo, se lo retorció con una llave inmovilizadora y dolorosa y lo hizo avanzar hasta el gabinete. Con la mano libre tecleó en el teléfono. En el visor apareció el último número al que el Viejo había llamado. Tenía suerte. No se trataba de un móvil, sino de un teléfono regular. Un número del centro de Londres. Draco lo garrapateó en un papel.
– ¿Qué locura es ésta? -se atrevió a preguntar el Viejo.
– Alguien está intentando matarme y tú lo encubres. Ésta es la locura. En nombre de nuestra antigua amistad.
– Te equivocas, Draco. Yo te aprecio -protestó el Viejo.
– Quizá, pero aprecias mucho más el dinero. Ahora dime de quién se trata si quieres salir con vida de ésta. -Le retorció el brazo un poco más.
– ¡Me matarán! -gimió el Viejo.
Draco aumentó la presión en la articulación del hombro. El Viejo emitió un grito de dolor.
– Si no me dices quién es, te mataré yo de todos modos.
– Sólo sé que es ruso -farfulló el Viejo-. Un tipo de unos treinta años, bajo y fornido, que se llama Danko.
– Más te vale que sea verdad. A propósito, ¿dónde tienes esa famosa pistola de porcelana?
– En el armario del fondo.
Lo obligó a sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra un viejo radiador de calefacción en desuso y lo maniató usando cinta adhesiva. También le selló la boca con un par de vueltas de cinta. El Viejo comenzó a llorar de miedo.
– No te preocupes, cabronazo -le dijo-.Volveré a liberarte si salgo bien de ésta.
El hotel Bristol estaba en el Strand, en una calle tranquila con un puesto de fruta y otro de flores en la puerta.
– Busco a un huésped, un ruso llamado Danko.
El recepcionista consultó el ordenador.
– El señor Vasili Danko ocupa la habitación número 402, pero no se encuentra en el hotel en este momento. Si quiere dejarle algún recado…
– Muchas gracias, pero prefiero que no sepa que estoy aquí. Soy un antiguo compañero. Habíamos quedado en corrernos una juerga en Londres y me he adelantado un día. No le diga que he preguntado por él, prefiero darle una sorpresa.
Dejó un billete de diez libras sobre el mostrador y sonrió encantadoramente.
– Muy bien, señor.
Las cabinas telefónicas estaban junto a los ascensores. Draco fingió que hacía una llamada y en un descuido del recepcionista se coló en un ascensor y subió a la cuarta planta. El pasillo enmoquetado estaba desierto, pero la puerta del cuarto de servicio permanecía abierta. Una camarera, de espaldas, apilaba toallas limpias en la estantería del fondo. El tablero con las llaves de las habitaciones estaba a la izquierda. Draco dio un par de golpecitos en la puerta. La camarera se volvió.
– Señorita -le dijo con su mejor sonrisa-, han olvidado dejarme gel en el baño, ¿puede darme un par de sobrecitos?
El gel estaba al fondo de la habitación, en un estante bajo. Mientras la camarera lo cogía, Draco alcanzó la llave de la 402. Su ausencia dejaba un hueco ostentoso en el tablero. «Confiemos en que no lo advierta», pensó Draco. Tomó sus sobrecitos de gel y se encaminó a la habitación 402.
Mientras aguardaba fue pensando en la conversación que iba a mantener con el sicario ruso que intentaba asesinarlo. A la media hora, el sonido de la llave en la cerradura lo alertó. Empuñó la pistola y se situó junto a la pared. Se encendió una luz. Oyó al ruso trastear en el cuarto de baño, levantar la tapa del retrete y orinar ruidosamente mientras tarareaba una canción de Madonna. Luego el zip de la bragueta. No hubo descarga de la cisterna. Un guarro o un ecologista ahorrador. Más bien lo primero. Cuando el ruso apareció en su ángulo de visión lo encañonó.
– Buenas noches, señor Danko.
El ruso palideció y se quedó inmóvil.
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