Dedicó toda la mañana a localizar las direcciones de cada uno de los abonados P. O. del condado de Kilmartin y a trazar un itinerario lógico para visitarlos a todos, uno por uno, con la menor pérdida de tiempo. Quizá sobre el terreno no resultara tan complicado; podría descartar de antemano a los más humildes. El P. O. que había encargado el rescate de aquellas piedras era una persona solvente, quizá un coleccionista excéntrico que viviera en un castillo al borde de un loch, con embarcadero propio y servidumbre con cofia, alguien capaz de gastar cincuenta mil libras esterlinas en un capricho.
A mediodía sintió hambre; abrió el frigorífico, a pesar de que sabía que estaba vacío, sólo había una botella de leche y un bote de mostaza antigua de Dijon, doblemente antigua, pues hacía ya tres años que había rebasado la fecha de caducidad.
Miró por la ventana. El churretoso día otoñal no sabía si llover o no. Se puso el anorak y condujo su Austin hasta Meadows. Era tarde, el comedor de Cagney’s estaba desierto. Ana recogía las mesas.
– ¿Ha quedado pastel de riñones para un pobre hambriento? -le preguntó a la portuguesa que atendía el comedor.
– Mira a quién tenemos aquí -gritó Ana hacia la cocina mientras le hacía un guiño cómplice al recién llegado. Ana era fea, morena y menuda, pero trataba a los clientes fijos con cariño, como una madre, incluso los obligaba a comer.
En la piquera de la cocina apareció la cabeza de un italiano gordo.
– Simón, tarde como siempre -gruñó al ver al visitante.
– Es para no desacreditar el establecimiento si vengo con los parroquianos finos.
Draco sabía de sobra que en aquel restaurante obrero, de nueve libras el menú de la casa, bebidas aparte, no entraban clientes finos.
El italiano le trajo una bandeja con una fuente de pastel de riñones y media botella de chianti. Se sentó con él a la mesa, mientras la mujer trajinaba en la cocina.
– ¿Cómo te va la vida?
– Me defiendo.
Se defendía bastante bien. Aquella mañana había ingresado en su cuenta de ahorros las ciento cincuenta mil libras que encontró en el cobertizo del Coronel.
En Hyde Park, un hombre con sombrero y gabardina se sentó en el mismo banco en el que un individuo le arrojaba miguitas de pan a las palomas. El recién llegado desplegó un periódico deportivo que habían abandonado y se puso a leerlo.
– Necesito información sobre un sujeto -dijo el de las palomas, sin levantar mucho la voz-. La foto está entre las páginas de este periódico.
– ¿Quién es? -preguntó el del sombrero y la gabardina.
– Sólo sabemos que visitó al coronel Burton el día que murió.
– ¿Podría ser el asesino?
– No lo creo. Burton estaba ya muerto, pero este tipo permaneció casi una hora en la casa y después debió de avisar a la policía desde un teléfono público.
El de las palomas agotó el cartucho de miguitas, se levantó y se fue. Unos minutos después, el del sombrero estiró las piernas, bostezó y se marchó también llevándose el periódico con la foto y la revista. A dos manzanas estaba la central de Scotland Yard. Entró, saludó al guardia de la puerta, que le devolvió respetuosamente el saludo, y tomó uno de los cuatro ascensores. Mientras subía buscó la fotografía entre las páginas centrales del periódico. Era grande, tomada con teleobjetivo.
– Así que fue éste -murmuró mientras miraba la foto.
El inspector Climsey llegó a su despacho y abrió la carpeta que tenía sobre la mesa. En los ficheros británicos, el coronel Burton figuraba como traficante de armas y contratista de servicios de seguridad y defensa, una nueva manera, más elegante, de designar a los mercenarios. Climsey retransmitió la fotografía a un colega del SIS y le hizo una consulta. El hombre del SIS la reenvió a su contacto en Gurkhas Support Group, la compañía de mercenarios inglesa con sede en un elegante edificio de oficinas frente a Regent Park. El ejecutivo de Gurkhas conocía al coronel Burton, pero hacía un par de años que habían dejado de hacer negocios juntos.
– Creo que los sudafricanos deben de tener información más actualizada -dijo Climsey.
Los sudafricanos eran la compañía Executive Outcomes, la empresa se servicios militares más importante de Occidente, junto con la israelí Levdan.
El funcionario del SIS tardó dos horas en reunir la información que su amigo requería.
– Ese Coronel lleva una vida muy movida.
– Llevó. Murió ayer, apiolado.
– Ya veo. Pues el mundo no se pierde gran cosa. Era socio de Dyncorp y de MPRI, o sea Military Professional Ressources Incorporated.
– ¿Y ésos quiénes son, Paul?
– Dos compañías de mercenarios con sede en Virginia, EE. UU. A veces colaboran con la CIA en misiones concretas, en las que el gobierno prefiere mantenerse al margen, o cuando una posible baja en el ejército regular podría ser impopular. Son los que verificaron la retirada de las tropas serbias en Kosovo, y otros trabajos sucios en Haití, en Bosnia o en Croacia.
– ¿Han identificado al tipo de la foto?
– Negativo. No está en los ficheros. También hemos consultado en los ficheros del ejército y de la policía, porque la mayoría de los mercenarios proceden de ahí, sin resultado. El Coronel había tenido contactos con Jean Jacques Yeye, otro jefe de consejeros técnicos, como ahora se llaman los perros de la guerra, un tipo que opera en Sierra Leona, pero tampoco aparece ahí, ¿es todo lo que tenemos de él?
– ¿De cuándo datan los ficheros?
– De 1980.
– El tipo tiene cincuenta y tantos años. Debes buscarlo antes.
– ¿Tan importante es?
– Mucho.
– Bien -suspiró-, lo intentaré de nuevo.
Una hora más tarde le telefoneó a Climsey.
– Ya tengo a tu hombre. Ese tipo ha salido de una página amarilla de la historia. Se llama Simón Draco y fue mercenario en el Congo belga a las órdenes del coronel Burton. Eso explica la amistad. Te envío su ficha con la dirección actual, sus datos de la seguridad social y el permiso de conducir.
– Un buen trabajo. Gracias.
– A mandar, pero me debes una botella de bourbon.
Brighton
Vasili Danko le señaló una silla a su ayudante Piotr Vorsenko para que se sentara. El mongol puso sobre la mesa un par de folios que extrajo de una ostentosa cartera de cuero, debajo del último número de la revista Playboy.
– ¿Y bien? -preguntó Danko.
– Nuestros amigos de Londres han localizado al curioso, Vasili. Es un antiguo amigo del Coronel.
– ¿No tiene que ver con el gobierno?
– No, nada que ver.
– ¿Para quién trabaja, entonces?
– Para el Coronel, supongo. Eran amigos. Estuvo casi una hora en la casa del Coronel y tomó la precaución de avisar a la policía desde un teléfono público, sin darse a conocer.
Vasili Danko reflexionó.
– Es evidente que sabe algo. ¿Crees que nos puede llevar a las piedras?
– Creo que nos escamoteó las piedras delante de nuestras narices y que las ha vendido. Hace dos días realizó un viaje a Hamburgo, ida y vuelta. Su nombre quedó registrado en la lista de la compañía aérea. Y ayer ingresó ciento cincuenta mil libras en una cuenta bancaria.
Danko lanzó un silbido admirativo en sordina.
– O sea que trajo las piedras de Hamburgo y ya las ha vendido.
– Me temo que sí. En Moscú no están orgullosos de nosotros. Nos conceden tres días para que recuperemos las piedras.
– ¿Qué vamos a hacer si las ha vendido ya?
– Sólo tenemos que capturarlo, convencerlo para que nos diga quién se las compró y eliminarlo. Por ese orden, no lo olvides.
Читать дальше