Cien puertas de acero cubrían la pared lateral. Fletcher tiró de la manija de la cincuenta y dos y sacó el cajón que discurría sobre dos guías de acero. Una nube de vapor frío, azulenco, los envolvió. Draco reprimió un escalofrío. El cadáver estaba tapado con una lámina de plástico metalizado, pero le asomaban los pies pálidos como la cera, con una etiqueta de plástico atada a uno de los tobillos.
– Te advierto que no es nada agradable -le dijo Fletcher antes de apartar el plástico.
Draco asintió.
– Adelante.
Al cadáver le faltaban las manos y la cabeza. Una mujer de mediana edad, alta, con los pechos firmes y separados, los pezones morados. Por encima del vello púbico que tiraba a rubio, abundante, descubrió la pequeña cicatriz que había besado tantas veces. Un accidente infantil, con una bicicleta, en uno de aquellos veranos felices en Bristol. El vientre terso y duro del gimnasio, el ombligo redondo y hundido que él solía explorar con la lengua antes de abismarse en zonas más íntimas.
Era Joyce. No había duda.
Simón Draco apartó la mirada para ocultar las lágrimas. Fletcher volvió a taparla con la sábana de plástico y cerró el cajón.
– La encontramos hace cuatro horas en el Támesis. El forense opina que lleva unas doce horas muerta.
Salieron de la morgue. El coche de la policía los esperaba junto a la acera. Hicieron el viaje de vuelta a Scotland Yard en silencio. Fletcher tenía su despacho en el cuarto piso. Ofreció asiento a Simón Draco, cerró la puerta de cristal esmerilado, ocupó su sillón giratorio detrás de la mesa atestada de carpetas y pulsó un botón del teléfono.
– Clara, no me pase llamadas hasta nueva orden.
– Okay, inspector -respondió la voz metálica de Clara.
Fletcher abrió un cajón de un mueble en apariencia oficial y sacó una botella de whisky y dos tazas de té. Sirvió dos generosas raciones y volvió a guardar la botella. Bebieron en silencio. Eran antiguos amigos. En la mirada de Fletcher se mezclaban la compasión y la camaradería. Carraspeó ligeramente y dijo, procurando escoger las palabras:
– Simón, escucha el consejo de un amigo: lo que tienes entre manos es un hueso demasiado duro de roer. Déjale el asunto a la policía.
– ¿Tienes idea de quiénes son?
– No puedo decirte todo lo que sabemos, pero sí puedo asegurarte que esto es obra de la mafia rusa. Es típico de ellos. Los mafiosos italianos juegan a los bolos; los rusos, al ajedrez. Si tienes lo que ellos buscan, te aconsejo que se lo entregues cuanto antes. De lo contrario considérate muerto.
– ¿Quieres decirme que la mafia rusa opera impunemente en Inglaterra?
Fletcher se lo pensó unos instantes antes de responder.
– Hacemos lo que podemos, pero es una situación nueva que todavía no controlamos. ¿Sabes las muertes que se han producido en los bajos fondos en lo que va de año? Catorce, quince con la de hoy. Casi todas imputables a los rusos, todas impunes por falta de pruebas. Son profesionales, están organizados y no se detienen ante nada. Antes de que consigamos averiguar quién fue el asesino, éste se ha puesto a salvo a miles de kilómetros de distancia.
Draco asintió.
– Voy a presentarte a nuestro experto en asuntos eslavos -dijo de pronto Fletcher. Oprimió el intercomunicador y ordenó-: Clara, dígale a Blunt que tenga la bondad de venir. Blunt es nuestro especialista en mafias rusas.
Blunt parecía un contable antiguo más que un policía. Saludó cortésmente a Simón Draco y se sentó en la silla libre del despacho. Rechazó la taza de whisky que Fletcher le ofrecía.
– Simón Draco es un viejo amigo de la casa. Ha colaborado con nosotros en la resolución de algunos casos peliagudos. Quiero que le hables de la mafia rusa, en términos generales. No hace falta que le des nombres.
Blunt carraspeó y ordenó sus ideas antes de empezar.
– En 1990, Gorbachov retiró las guarniciones rusas de Occidente, y desmovilizó a centenares de miles de militares profesionales con salarios de supervivencia, pero cuando la URSS se desintegró en agosto de 1991, las pensiones dejaron de llegar y miles de oficiales y soldados que habían sido alojados con sus familias en cuarteles y contenedores de los alrededores de Moscú se unieron a las mafias emergentes que controlaban la nueva economía de mercado. Antiguos militares, exasperados por la miseria y el hambre, se convirtieron en asesinos profesionales.
Simón Draco recordó los tenderetes, en los mercadillos de Londres, de París, de Madrid, en los que antiguos soldados rusos vendían uniformes, galones y medallas del disuelto ejército soviético.
– Rusia está sumida en la miseria y en el caos social. Los antiguos valores socialistas se han trocado en un nihilismo frío que empuja a amplias capas de la población a aceptar de buena gana a los mafiosos. Antes, estos delincuentes prestaban un servicio público porque mantenían el mercado negro; después de la perestroika y de la agresión capitalista extranjera, los mafiosos constituyen el refugio de la dignidad nacional. A la fracasada perestroika sucedió la geschefti, la especulación. En Rusia nadie produce, todo el mundo especula, pero muchos rusos están convencidos de que la culpa es de Occidente y confían en las mafias que frenan con su violencia el avance del capitalismo invasor. Son un hatajo de maleantes venidos a más, vulgares, arrogantes, incultos y derrochadores, pero los rusos de a pie los admiran porque han sabido hacerse ricos en medio de tanta miseria y los consideran bandidos generosos. En fin, la mafia rusa crece incesantemente y amplía su base con una clientela de personas honradas que depositan en ella la confianza ciega que antiguamente tenían en el Estado socialista. Esto explica que esta organización criminal constituya al mismo tiempo un importante grupo social y una multinacional con implantación en todas las colonias de emigración rusa de todo el mundo.
– Comprendo.
– ¿Qué hay de ese tal Vasili Danko al que asesinaron hace unos días? -preguntó intencionadamente Fletcher.
– La mafia rusa en Inglaterra anda conmocionada con ese asesinato. Vasili Danko era el hermano menor de Emil Danko, el lugarteniente de Konstantin Dariev, el capo de los capos rusos, más conocido como el Amo. El Amo es el padrino que preside el consejo de los kuptsi o jefes mafiosos chechenos, ucranianos y cazakos, un hombre de gran prestigio que controla personalmente los cárteles chechenos con arreglo a un esquema que se parece al de las órdenes religiosas: el clan o tep, que se distingue por una señal, el halcón, la calavera, una letra coránica, está regido por una hermandad de sangre o miest, que obliga colectivamente a sus miembros a vengar la muerte de cada uno de ellos. Vasili Danko llevaba tatuado en el hombro un halcón. Tarde o temprano, los halcones del clan darán con su asesino y lo matarán del modo más horrible.
Moscú
El espléndido Mercedes blanco blindado, con cristales oscuros, se detuvo en el aparcamiento desierto del número 355 de la avenida Gorki de Moscú, un rascacielos de acero y cristal ahumado que era la sede central del Imperio. El séquito, formado por tres Toyota cuatro por cuatro, desembarcó nueve guardaespaldas armados e iguales como clones: metralletas Uzi, trajes oscuros, rostros impasibles, gafas ahumadas y pinganillo intercomunicador en el oído. Ser escolta del Amo tenía sus compensaciones: suntuosas fiestas, champán francés, putas esculturales, caviar iraní a cucharadas, vodka de mil rublos la botella, apuestas excitantes en las mesas de juego.
El Amo aparentaba unos cincuenta años. Era un tipo corpulento, algo entrado en carnes, con el cabello canoso, corto, y un rostro macizo y brutal de facciones marcadas, no del todo desagradables. El ascensor privado lo condujo, como un bólido, a la planta cuarenta, una de las cinco viviendas repartidas por Moscú. Todas tenían exactamente la misma distribución, los mismos muebles, los mismos cuadros (los artistas habían aceptado hacerlos por quintuplicado) y hasta los mismos productos en el frigorífico. De este modo, el Amo se sentía siempre en casa. Era un hombre muy hogareño.
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