Nada.
Paseó los ojos por las telas y volvió a sentir que la piel le quemaba. Observó los colores brillantes, se dejó asaltar por ellos. El brillo debió de protegerla. Bobadas, pero hay algo de eso. Ella había tenido una vida. Melina trabajaba y pintaba y le gustaban los colores luminosos y tenía demasiados jerseys y guardaba sus recuerdos favoritos en una caja de zapatos y alguien había destrozado aquella vida porque nada de aquello significaba nada para él. Nada de aquello era importante. Myron se enfureció.
Cerró los ojos y trató de apaciguar un poco su rabia. La rabia no era buena; nublaba la lógica. Ya había soltado alguna vez esa parte de él -su complejo de Batman, como Esperanza lo llamaba-, pero hacer de héroe en busca de justicia o venganza (si es que no son lo mismo) no era ni inteligente ni saludable. Al final acabas viendo cosas que no querías ver. Te enteras de verdades que nunca debías haber sabido. Te duele y luego se atenúa. Es mejor mantenerse al margen.
Pero la quemazón en la piel no lo abandonaba, así que dejó de luchar contra ella, permitiendo que lo apaciguara, le relajara la musculatura, se posara delicadamente sobre él. Tal vez el calor no fuera tan malo. Tal vez los horrores que había visto y las verdades que había aprendido no le habían cambiado, no le habían aliviado, al fin y al cabo.
Myron cerró las cajas, echó un último y prolongado vistazo a la soleada isla de Mykonos e hizo una reverencia silenciosa.
Greg y Myron se encontraron en la pista. Myron se abrochó la prótesis de la rodilla. Greg evitó mirarlo. Los dos hombres lanzaron la pelota durante media hora, sin apenas mediar palabra, perdidos en el acto de lanzar. La gente asomaba la cabeza y señalaba a Greg. Varios niños se le acercaron para pedirle un autógrafo. Greg accedía, mirando a Myron mientras cogía el bolígrafo, claramente incómodo por recibir toda aquella atención delante del hombre al que había destrozado la carrera.
Myron también lo miraba, sin ofrecer consuelo.
Al cabo de un rato, Myron dijo:
– ¿Me has citado aquí por algún motivo, Greg?
Greg siguió lanzando.
– Porque tengo que volver al despacho -añadió Myron.
Greg cogió la pelota, dribló un par de veces, dio un giro en el aire:
– Aquella noche os vi, a ti y a Emily, ¿lo sabes?
– Lo sé -dijo Myron.
Greg agarró el rebote, lanzó un gancho perezosamente, dejó que el balón cayera al suelo y rebotara lentamente hacia Myron.
– Nos casábamos al día siguiente, ¿lo sabes?
– Eso también lo sé.
– Y ahí estabas -dijo Greg-, su ex novio, tirándotela sin ningún escrúpulo.
Myron cogió la pelota.
– Intento explicarlo -dijo Greg.
– Me acosté con Emily -dijo Myron-. Nos viste. Quisiste vengarte. Le pediste a Big Burt Wesson que me lesionara durante un partido de pretemporada. Lo hizo. Fin de la historia.
– Quería que te lesionara, sí, pero no quería que acabara con tu carrera.
– Bueno, tú lo ves blanco, yo lo veo gris.
– No fue intencionado.
– No te lo tomes a mal -dijo Myron, con una voz que sonaba terriblemente serena a sus propios oídos-, pero tus intenciones me la traen floja. Me disparaste con un arma. Tal vez sólo querías hacerme una herida superficial, pero no fue eso lo que pasó. ¿Crees que eso te libra de la culpa?
– Te follaste a mi novia.
– Y ella se me folló a mí. Yo no te debía nada. Ella sí.
– ¿Me estás diciendo que no lo entiendes?
– Lo entiendo. Sencillamente, no te absuelvo.
– No busco la absolución.
– Pues, entonces, ¿qué es lo que buscas, Greg? ¿Quieres que nos demos las manos y cantemos el «Kumbayá»? ¿Sabes lo que me hiciste? ¿Sabes lo que me costó ese momento?
– Creo que quizá lo sé -dijo Greg. Tragó saliva, extendió una mano suplicante como si quisiera dar más explicaciones y luego dejó caer la mano a un lado-. Me sabe muy mal.
Myron fue a lanzar pero sintió cómo se le hinchaba la garganta.
– No sabes cuánto lo lamento.
Myron continuó en silencio. Greg intentó que se diera por vencido. No funcionó.
– ¿Qué más quieres que diga, Myron?
Myron lanzó la pelota.
– ¿Cómo quieres que te diga que lo siento?
– Ya lo has hecho -dijo Myron.
– Pero tú no aceptas mis disculpas.
– No, Greg, no las aceptaré. Yo he vivido sin jugar al baloncesto profesional, a ti te toca vivir sin que yo acepte tus disculpas. En mi opinión, te ha tocado la mejor parte.
Sonó el móvil de Myron. Corrió, lo cogió, respondió.
Un susurro le preguntó:
– ¿Hiciste lo que te mandé?
Se le heló la sangre. Tragó algo espeso y dijo:
– ¿Lo que me mandaste?
– El chico -susurró la voz.
El aire seco se le pegó al cuerpo, le bajó hasta los pulmones.
– ¿Qué hay de él?
– ¿Te despediste por última vez?
Algo dentro de Myron se marchitó y explotó. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo se le doblaron las rodillas. Y la voz volvió a susurrar:
– ¿Te despediste del chico por última vez?
Myron volvió de golpe la cabeza hacia Greg.
– ¿Dónde está Jeremy?
– ¿Qué?
– ¿Dónde está?
Greg se dio cuenta de lo que había en la expresión de Myron y dejó caer el balón.
– Está con Emily, supongo. No lo tengo hasta las doce.
– ¿Llevas móvil?
– Sí.
– Llámala.
Greg corría ya hacia su bolsa de deporte, como el atleta de fantásticos reflejos que era.
– ¿Qué ocurre?
– Probablemente nada.
Myron le explicó la llamada. Greg no se entretuvo a escucharle. Marcó el número. Myron se echó a correr hacia el coche, Greg le siguió con el móvil en la oreja.
– No contesta -dijo. Dejó un mensaje en el contestador.
– ¿Tiene móvil?
– Si lo tiene, yo no tengo el número.
Myron marcó un número grabado mientras avanzaban. Esperanza respondió.
– Necesito el número de móvil de Emily.
– Dame cinco minutos -dijo Esperanza.
Myron marcó otro número grabado. Respondió Win y dijo:
– Articula.
– Posible problema.
– Voy.
Llegaron al coche. Greg estaba tranquilo y eso sorprendió a Myron. En la pista, cuando aumentaba la presión, el modus operandi de Greg era ponerse histérico, gritar, ponerse frenético; pero, claro, esto no era un partido. Como su padre le había dicho hacía poco, cuando caen las bombas de verdad no sabes nunca cómo la gente va a reaccionar.
Sonó el teléfono de Myron. Esperanza le dio el móvil de Emily. Myron lo marcó y, después de seis tonos, se conectó el buzón de voz. Maldita sea. Dejó un mensaje. Se volvió a mirar a Greg.
– ¿No tienes ninguna idea de dónde puede estar Jeremy? -preguntó.
– No -dijo Greg.
– ¿No hay ningún vecino al que podamos llamar? ¿Un amigo?
– Cuando Emily y yo estábamos casados vivíamos en Ridgewood. En Franklin Lakes no conozco a ningún vecino.
Myron se agarró al volante y pisó el acelerador.
– Probablemente Jeremy esté a salvo -dijo Myron, tratando de creérselo-. Ni siquiera sé cómo sabe su nombre ese tipo. Probablemente sea un farol.
Greg se puso a temblar.
– Estará bien.
– Dios mío, Myron, leí esos artículos. Si ese tipo tiene a mi hijo…
– Tenemos que llamar al FBI -dijo Myron-. Por si acaso.
– ¿Crees realmente que tenemos que hacerlo? -preguntó Greg.
Myron lo miró:
– ¿Por qué? ¿Tú no?
– Yo sólo quiero pagar el rescate y recuperar a mi chico. No quiero que nadie la cague.
– Creo que debemos llamar -dijo Myron-, pero la decisión es tuya.
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