Quimioterapia, una de esas palabras capaces de dejar una sala en silencio como lo haría el ceño fruncido de una monja.
– ¿Se les da quimio antes del trasplante?
– Sí.
– Pensaba que eso más bien los debilitaba -dijo Myron.
– Hasta cierto punto, sí.
– Entonces, ¿por qué se hace?
– Es necesario. Le vas a dar una médula ósea nueva y, antes de hacerlo, tienes que matar la anterior. En pacientes de leucemia, por ejemplo, la dosis de quimio es alta porque hay que matar toda la médula viva. En el caso de anemia de Franconi se puede ser menos agresivo porque la médula ya está muy debilitada.
– ¿Así que se mata toda la médula ósea?
– Sí.
– ¿Y no es peligroso?
La doctora volvió a mirarlo fijamente:
– Evidentemente, estamos hablando de un procedimiento peligroso, señor Bolitar. En efecto, estamos sustituyendo la médula ósea de una persona.
– ¿Y luego?
– Luego se introduce la nueva médula en el paciente a través de un IV. Las primeras dos semanas se lo mantiene aislado en un entorno estéril.
– ¿En cuarentena?
– Exacto. ¿Recuerda aquella película de hace años, El ni ñ o de la burbuja?
– ¡Quién no!
La doctora Singh sonrió.
– ¿Es ahí donde tienen al paciente? -preguntó Myron.
– En una especie de cámara burbuja, sí.
– No tenía ni idea -dijo Myron-. ¿Y funciona?
– Siempre cabe la posibilidad de rechazo, claro, pero nuestra ratio de éxito es bastante alta. En el caso de Jeremy Downing, el trasplante le permitiría llevar una vida totalmente normal y activa.
– ¿Y sin el trasplante?
– Podemos seguir tratándolo con hormonas masculinas y factores de crecimiento, pero su muerte prematura resultaría inevitable.
Silencio. Excepto por aquel pitido mecánico regular que venía del fondo del pasillo.
Myron se aclaró la garganta.
– Cuando ha dicho que todo lo relativo al donante es confidencial…
– Quería decir totalmente confidencial.
Ya no cabían más rodeos.
– ¿Cómo le sienta a usted, doctora Sing?
– ¿Qué quiere decir?
– El registro nacional ha identificado a un donante que encajaba con Jeremy, ¿no es cierto?
– Eso creo, sí.
– ¿Y qué ha pasado?
La mujer se golpeó el mentón con el dedo índice:
– ¿Puedo hablar con franqueza?
– Se lo ruego.
– Creo en la necesidad de secretismo y confidencialidad. La mayoría de la gente no entiende lo fácil, indoloro e importante que es apuntar su nombre en el registro. Lo único que tienen que hacer es dar un poco de sangre. Sólo un tubito, menos de lo que te extraerían para una donación de sangre normal. Con este gesto tan sencillo puedes salvar una vida. ¿Entiende la importancia que tiene?
– Creo que sí.
– Nosotros, la comunidad médica, tenemos que hacer todo lo posible para animar a la gente a apuntarse en el registro de médula ósea. La pedagogía, por supuesto, es importante, pero también lo es la confidencialidad. Ha de respetarse. Los donantes tienen que confiar en nosotros. -Se detuvo, cruzó las piernas, se reclinó sobre las manos-. Pero, en este caso, nos encontramos ante una especie de dilema. La importancia de la confidencialidad choca de frente contra la salud de mi paciente. Para mí, el dilema resulta fácil de resolver. El juramento hipocrático está por encima de todo. No soy ni abogado ni cura, mi prioridad es salvar una vida, no proteger confidencias. Y supongo que no soy el único médico que piensa así. Tal vez por eso no tenemos ningún contacto con los donantes. El centro hematológico, en este caso el de East Orange, se encarga de todo. Extraen la médula y nos la envían.
– ¿O sea que usted no sabe quién es el donante?
– Correcto.
– ¿Ni si es hombre o mujer, ni dónde vive, ni nada?
Karen Singh asintió con la cabeza:
– Sólo puedo decirle que el registro nacional encontró un donante que cuadraba. Me llamaron para decírmelo, pero luego me volvieron a llamar para decirme que ya no estaba disponible.
– ¿Y eso qué significa?
– Es exactamente lo que les pregunté.
– ¿Le respondieron?
– No. Y mientras yo veo las cosas a nivel micro, el registro nacional tiene que permanecer en el macro. Y yo lo respeto.
– Simplemente, ha tirado la toalla.
Ante estas palabras, ella se puso rígida. Se le pusieron los ojos pequeños y oscuros:
– No, señor Bolitar, no he tirado la toalla. Me enfurecí contra la maquinaria, pero la gente del registro nacional no son ogros. Entienden que estamos ante una situación de vida o muerte. Si un donante se echa atrás, intentan hacer todo lo que pueden por volverlo a convencer: hacen todo lo que yo haría para convencer al donante de que colabore en el proceso.
– ¿Pero no ha funcionado nada?
– Eso parece.
– ¿Le dijo alguien al donante que está condenando a muerte a un chico de trece años?
Ella respondió sin vacilar:
– Sí.
Myron levantó las manos:
– Pues, entonces, ¿qué conclusión sacamos? ¿Que el donante es un monstruo egocéntrico?
La doctora lo meditó unos segundos.
– Es posible -dijo-. Pero quizás haya una respuesta más sencilla.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, que tal vez el centro no ha podido localizar al donante.
¿Cómo? Myron se incorporó un poco:
– ¿Qué quiere decir con «no ha podido localizar»?
– No sé qué ha pasado en este caso. El centro no quiere decírmelo, y quizás esto es lo que deben hacer. Yo soy la defensora del paciente. Tratar con los donantes es trabajo de ellos. Pero creo que estaban -se detuvo, buscando la palabra correcta- perplejos.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Nada en concreto. Sólo tengo la sensación de que, posiblemente, estamos ante algo más que un donante que se lo ha repensado.
– ¿Cómo podemos averiguarlo?
– No lo sé.
– ¿Cómo podemos saber el nombre del donante?
– No podemos.
– Tiene que haber una manera -dijo Myron-. Juegue a las suposiciones conmigo, ¿cómo podría hacerlo?
Ella se encogió de hombros:
– Entrando en el sistema informático. Es la única manera que se me ocurre.
– ¿Del ordenador en Washington?
– Trabajan en red con los centros locales. Pero tendría que saber los códigos y las contraseñas. Tal vez un buen hacker podría hacerlo, no tengo ni idea.
Myron sabía que los hackers funcionaban mejor en las películas que en la realidad. Hacía unos cuantos años, era posible, pero ahora los sistemas informáticos están protegidos contra este tipo de invasiones.
– ¿Cuánto tiempo nos queda, doctora?
– No podemos saberlo. Jeremy está respondiendo bien a las hormonas y a los factores de crecimiento, pero es sólo cuestión de tiempo.
– Así que tenemos que encontrar un donante.
– Sí. -Karen Singh se calló, miró a Myron, apartó la vista.
– ¿Hay algo más? -le preguntó Myron.
Ella no lo miró:
– Hay otra posibilidad remota -dijo.
– ¿Cuál?
– Recuerde lo que le he dicho antes: soy la defensora del paciente. Mi trabajo consiste en explorar todas las vías posibles para salvarlo.
Ahora su voz sonaba rara.
– La escucho -dijo Myron.
Karen Singh se frotó las perneras de los pantalones con las palmas de las manos:
– Si los padres biológicos de Jeremy tuvieran otro hijo, hay un veinticinco por ciento de probabilidades de que el bebé fuera compatible.
Miró a Myron.
– No creo que eso sea una posibilidad -dijo.
– ¿Aunque fuera la única posibilidad de salvar a Jeremy?
Myron no tenía respuesta. Un auxiliar pasó por allí, miró dentro de la sala, musitó una disculpa y salió. Myron se levantó y le dio las gracias.
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