Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– Te escucho.

– Tú quieres a tu padre, ¿no es cierto?

– Ya sabes la respuesta.

– La sé -dijo Win-. Pero ¿qué le hace ser tu padre? ¿El hecho de que una vez gimiera encima de tu madre después de tomarse unas copas… o la manera en que te ha cuidado y te ha querido durante los últimos treinta y cinco años?

Myron bajó la vista hacia su lata de Yoo-Hoo.

– No le debes nada a ese chico -prosiguió Win- y, lo que es igual de importante, él no te debe nada a ti. Intentaremos salvarle la vida, si eso es lo que quieres, pero la cosa debería acabar ahí.

Myron lo meditó. Si había algo que le daba más miedo que el Win irracional, era el Win lleno de lógica:

– Tal vez tengas razón. -Pero sigues sin pensar que es así de sencillo. -No lo sé.

Por la televisión, Archie se acercaba al púlpito con una kipá en la cabeza.

– Es un comienzo -dijo Win.

6

Myron mezcló en un cuenco los cereales infantiles Froot Loops con los All-Bran, para adultos, y lo llenó de leche descremada. Para aquellos que no leíais las Cliffs Notes, esta acción denota que un hombre conserva todavía mucho de la infancia. Tiene un fuerte simbolismo. Impresionante.

El tren número I llevó a Myron hasta un andén de la calle 168 tan por debajo del nivel de la calle que los pasajeros que llegaban desde los suburbios tenían que meterse en un ascensor tipo urinario para llegar a la superficie. El ascensor era grande, oscuro y tembloroso, y hacía pensar en las imágenes de los documentales de la televisión pública sobre las minas de carbón.

Situado en Washington Heights, a un tiro de piedra de Harlem y directamente al otro lado de Broadway, delante de la Audubon Ballroom, donde tirotearon a Malcolm X, el prestigioso pabellón pediátrico del Centro Médico Columbia Presbyterian se llamaba Babies and Children's Hospital. Antes era conocido simplemente como Babies Hospital, pero se convocó un comité de sesudos expertos médicos y, al cabo de varias horas de intenso estudio, decidieron cambiar el nombre por el de Babies and Children's Hospital. Moraleja de la historia: los comités son muy, muy importantes.

Pero el nombre, a pesar de no ser muy comercial, tipo Madison Avenue, sí refleja adecuadamente la realidad de la situación: el hospital se dedica exclusivamente a pediatría y a partos, un vetusto edificio de doce plantas con once de ellas consagradas a los niños enfermos. Lo cual entraña algo completamente injusto y malvado, pero probablemente nada más allá de lo teológicamente obvio.

Myron se detuvo ante la puerta de entrada y miró a la pared de ladrillo de tono marrón contaminación. En la ciudad había mucha miseria y buena parte de ella acababa aquí. Entró y se dirigió al mostrador de seguridad. Le dio el nombre al guardia. El hombre le tiró un pase, sin apenas molestarse en levantar la vista de su revista TV Guide. Myron esperó mucho rato a que llegara el ascensor mientras leía la Lista de Derechos del Paciente, colgada en inglés y en español. Un cartel del Centro de Cardiología Sol Goldman estaba junto a un anuncio del Burguer King del hospital, a modo de contradicción de mensajes o como una manera de asegurarse nuevos clientes, no se sabía muy bien.

El ascensor abrió las puertas a la planta décima. Delante de él había un mural con colores del arco iris que decía «Salvemos los bosques tropicales» y que había sido pintado, según la etiqueta, por los «pacientes de pediatría» del hospital. Salvar los bosques tropicales, claro, como si esos niños no tuvieran ya bastantes problemas, ¿no?

Myron le preguntó a una enfermera dónde podía encontrar al doctor Singh. La enfermera le señaló una mujer que encabezaba un grupo de una docena de residentes por el pasillo. Myron se quedó un poco sorprendido de que el doctor Singh fuera del género femenino, principalmente porque le había parecido entender que era un hombre. Terriblemente sexista, tal vez, pero así era.

La doctora Singh era, como su nombre delataba, hindú. De entre treinta y cuarenta años, calculó, y con el pelo de un marrón más claro del que estaba acostumbrado a ver en los hindúes. Llevaba bata blanca de médico, lógicamente. Y también la llevaban todos los residentes, la mayoría de ellos con aspecto de chicos de catorce años, con las batas blancas más tipo bata de colegio, como si estuvieran a punto de ponerse a hacer pintura con los dedos o a diseccionar una rana en la clase de biología del instituto. Algunos tenían una expresión tan grave en sus caras de querubín que casi hacía reír, pero la mayoría desprendía aquel agotamiento de médico residente provocado por el exceso de noches de guardia.

Sólo dos de los residentes eran hombres, chicos, en realidad, ambos con vaqueros, corbatas de colores y zapatillas deportivas blancas, como los típicos camareros del Bennigan's. Las mujeres -llamarlas «chicas» acabaría con la cuota semanal de Myron de afirmaciones políticamente incorrectas- más bien tendían a la vestimenta verde hospitalaria. Tan jóvenes. Como bebés que cuidaban de bebés.

Myron siguió al grupo a una distancia suficientemente discreta. De vez en cuando miraba el interior de una habitación y se arrepentía de inmediato. Las paredes del pasillo eran alegres y pintadas con colores llamativos, llenas de imágenes infantiles de Disney y otros canales para niños, collages, móviles, pero Myron lo veía todo negro. Una planta llena de niños moribundos. Niños y niñas calvos y doloridos, con las venas llenas de toxinas y de veneno. La mayoría parecían serenos y desprendían una valentía poco natural. Si querías ver el verdadero terror tenías que mirar a los ojos de sus padres, como si mamá y papá absorbieran el horror, asumiéndolo para que su hijo no tuviera que hacerlo.

– ¿Señor Bolitar?

La doctora Singh lo miró a los ojos y le tendió la mano.

– Soy Karen Singh.

Myron estuvo a punto de preguntarle cómo lo hacía, cómo podía estar en aquella planta día tras día viendo morir a los niños. Pero no lo hizo. Intercambiaron los habituales comentarios. Myron esperaba encontrar a alguien con acento hindú, pero lo único que detectó fue cierto deje del Bronx.

– Podemos hablar aquí -dijo ella.

Empujó una de esas puertas tan pesadas y tan anchas típicas de los hospitales y los geriátricos y pasaron a una sala vacía con camas sin sábanas. Aquella desnudez encendió la imaginación de Myron. Casi podía imaginarse a un ser amado llegando a toda prisa al hospital, llamando el ascensor, metiéndose dentro, tocando más botones, corriendo pasillo abajo hasta entrar en esta sala silenciosa, mientras una enfermera deshacía la cama, y luego el grito repentino de angustia…

Myron movió la cabeza: tal vez veía demasiada televisión.

Karen Singh se sentó en una esquina del colchón y Myron escrutó su cara unos instantes. Tenía las facciones largas y afiladas, todo apuntaba hacia abajo: la nariz, el mentón, las cejas. Un poco severas.

– Me está observando -dijo.

– No era mi intención.

Ella se señaló la frente:

– ¿Tal vez se esperaba que llevara un punto aquí?

– Ehm, no.

– Estupendo, pues en ese caso, hablemos del asunto, ¿quiere?

– Claro.

– La señora Downing me ha pedido que le diga todo lo que usted quiera saber.

– Le agradezco que me dedique su tiempo.

– ¿Es usted investigador privado? -le preguntó.

– Más bien soy amigo de la familia.

– Jugaba usted a baloncesto con Greg Downing, ¿no?

Myron se sorprendía siempre de la memoria del público. Después de tantos años, la gente seguía acordándose de sus grandes partidos, de sus grandes canastas, a veces con mayor claridad que él mismo.

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