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Harlan Coben: El último detalle

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Harlan Coben El último detalle

El último detalle: краткое содержание, описание и аннотация

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso. En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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– No soy la mejor persona con quien hablar de estos temas -dijo-, pero si quieres hablar de Jessica, Brenda o lo que sea…

Separó los dedos, e hizo un gesto con la mano derecha. Win lo intentaba. Los asuntos del corazón no eran su fuerte. Sus sentimientos respecto a las relaciones románticas podían ser calificados objetivamente como «deplorables».

– No te preocupes -manifestó Myron.

– Entonces de acuerdo.

– De todas maneras, gracias.

Un asentimiento rápido.

Después de una década de luchar con Jessica -años de estar enamorado de la misma mujer, pasar por una ruptura importante, volver a encontrarse, dudar, crecer hasta reunirse de nuevo-, se había acabado.

– Echo de menos a Jessica -dijo Myron.

– Creía que no íbamos a hablar de ello.

– Lo siento.

Win se removió de nuevo en el asiento.

– No, continúa.

Como si hubiese preferido que le hicieran un tacto rectal.

– Es que… supongo que una parte de mí siempre estará enredada en Jessica.

Win asintió.

– Como algo en un fallo mecánico.

Myron sonrió.

– Sí. Algo así.

– Entonces amputa el miembro y déjalo atrás.

Myron miró a su amigo.

Win se encogió de hombros.

– He estado mirando Sally Jessy en los ratos libres.

– Ya se nota -afirmó Myron.

– El episodio titulado «Mamá me quitó el anillo del pezón» -dijo Win-. No me avergüenza decir que me hizo llorar.

– Es bueno ver que te pones en contacto con tu lado sensible. -Como si Win lo tuviese-. ¿Qué viene a continuación?

Win consultó su reloj.

– Tengo un contacto en las celdas del juzgado de Bergen County. Ya tendría que estar allí.

Apretó el botón del altavoz y marcó unos números. Escucharon el timbre del teléfono. Después de dos timbrazos una voz respondió:

– Schwartz.

– Brian, soy Win Lockwood.

El habitual silencio reverente cuando se escucha ese nombre. Luego:

– Hola, Win.

– Necesito un favor.

– Di.

– Esperanza Díaz. ¿Está ahí?

Una breve pausa.

– No lo has oído de mí -dijo Schwartz.

– ¿Oír qué?

– Vale, siempre que nos entendamos mutuamente. Sí, está aquí. La trajeron esposada hace un par de horas. Todo muy de tapadillo.

– ¿Por qué de tapadillo?

– No lo sé.

– ¿Cuándo será procesada?

– Supongo que mañana por la mañana.

Win miró a Myron. Éste asintió. Esperanza permanecería detenida toda la noche. No era una buena señal.

– ¿Por qué la detuvieron tan tarde?

– No lo sé.

– ¿Viste cómo la traían esposada?

– Sí.

– ¿No le permitieron entregarse por su cuenta?

– No.

De nuevo los dos amigos se miraron el uno al otro. El arresto a última hora. Las esposas. La noche en la celda. Alguien en la oficina del fiscal estaba cabreado e intentaba dejar las cosas muy claras. No era nada bueno.

– ¿Qué más puedes decirme? -preguntó Win.

– No mucho. Como dije, llevan todo esto muy a la chita callando. El fiscal ni siquiera lo ha comunicado a los medios. Pero lo hará. Con toda probabilidad antes de las noticias de las once. Un anuncio rápido, sin tiempo para preguntas, esa clase de cosas. Demonios, yo ni siquiera me hubiese enterado de no haber sido un gran aficionado.

– ¿Un gran aficionado?

– A la lucha profesional. Verás, la reconocí de sus viejos días de luchadora. ¿Sabías que Esperanza Díaz era la Pequeña Pocahontas, la princesa india?

Win miró a Myron.

– Sí, Brian, lo sabía.

– ¿De verdad? -Brian estaba ahora muy excitado-. La Pequeña Pocahontas era mi gran preferida. Una gran luchadora. De primera clase. Entraba en el cuadrilátero con aquel pequeño bikini de ante, y después comenzaba a luchar contra las otras tías, tías muy grandes, revolcándose por el suelo y hacía cosas, lo juro por Dios, era tan caliente que se me derretían hasta las uñas.

– Gracias por la imagen -dijo Win-. ¿Algo más, Brian?

– No.

– ¿Sabes quién es su abogada?

– No. -Después-: Ah, otra cosa. Tiene a alguien más o menos con ella.

– ¿Más o menos con ella, Brian?

– Afuera. En la escalinata del juzgado.

– No estoy seguro de entenderte -dijo Win.

– Afuera, bajo la lluvia. Está sentada allí. Si no supiese que no es posible, juraría que es la vieja compañera de equipo de la Pequeña Pocahontas. Mamá Gran Jefe. ¿Sabías que Mamá Gran Jefe y la Pequeña Pocahontas fueron el equipo campeón intercontinental tres años seguidos?

Win suspiró.

– No me digas.

– Vete a saber lo que significa intercontinental. Me refiero a ¿qué es intercontinental? No estoy hablando de ahora, de hace cinco u ocho años, como mínimo. Pero, tío, eran impresionantes. Grandes luchadoras. Hoy, bueno, la liga ya no tiene clase.

– Mujeres que luchan vestidas con bikini -dijo Win-. Ya no las hacen como antes.

– Eso es. Demasiadas falsificaciones, pechos de silicona, al menos es como lo veo. Una de ellas va a caer sobre el estómago y bum, las tetas revientan como un neumático viejo. Así que ahora ya no lo sigo mucho. Quizá si estoy haciendo zapping y algo me llama la atención puede que eche un vistazo…

– Hablabas de una mujer bajo la lluvia.

– Correcto, Win, vale, lo siento. En cualquier caso, está allí, sea quien sea. Sentada en los escalones. Los polis le preguntaron qué estaba haciendo. Dijo que estaba esperando a su amiga.

– ¿Así que está allí ahora mismo?

– Sí.

– ¿Qué aspecto tiene, Brian?

– Como el Increíble Hulk. Sólo que da más miedo. Y quizás es más verde.

Win y Myron intercambiaron una mirada. No había duda. Mamá Gran Jefe también conocida como Big Cyndi.

– ¿Alguna cosa más, Brian?

– No, en realidad no. -Después preguntó-: ¿Así que conoces a Esperanza Díaz?

– Sí.

– ¿En persona?

– Sí.

Un silencio de asombro.

– Jesús, tú sí que has vivido, Win.

– Así es.

– ¿Crees que podrías conseguirme su autógrafo?

– Haré todo lo que pueda, Brian.

– ¿Quizás una foto autografiada? ¿De la Pequeña Pocahontas en bikini? Soy un gran aficionado.

– Ya lo veo, Brian. Adiós.

Win colgó y se reclinó en el asiento. Se volvió hacia Myron, que asintió. Win cogió el intercomunicador y le dijo al chófer que los llevase al juzgado.

4

Cuando llegaron al juzgado en Hackensack eran casi las diez de la noche. Big Cyndi estaba sentada bajo la lluvia, con los hombros encorvados; al menos Myron creyó que era Big Cyndi. A lo lejos, parecía como si alguien hubiese aparcado un escarabajo Volkswagen en las escalinatas del juzgado.

Myron se bajó del coche y se acercó.

– ¿Big Cyndi?

La masa oscura soltó un gruñido sordo, una leona que advierte a un animal inferior que se ha perdido.

– Soy Myron.

El gruñido se acentuó. La lluvia había aplastado el peinado punky de Big Cyndi contra el cuero cabelludo, para convertirlo en otro estilo Julio César. El color de hoy era difícil de descifrar -a Big Cyndi le gustaba la variedad en el tinte capilar- pero no se parecía a ningún color que pudiese encontrarse en estado natural. A veces le gustaba combinar los tintes al azar y ver qué pasaba. También insistía en que la llamasen Big Cyndi. No Cyndi. Big Cyndi. Incluso se había hecho cambiar el nombre legalmente. Los documentos oficiales decían: Cyndi, Big.

– No puedes quedarte aquí toda la noche -añadió Myron.

Big Cyndi rompió su silencio.

– Váyase a casa.

– ¿Qué ha pasado?

– Usted se marchó.

La voz de Cyndi era como la de un niño perdido.

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