Crispin meditó sobre aquello por unos instantes.
– Le agradezco la charla -dijo-, pero creo que me basto por mí mismo.
Myron señaló la cabeza de Tad Crispin.
– ¿Cuánto ganas por esa gorra? -preguntó.
– ¿Cómo dice?
– Llevas una gorra sin ningún logotipo -explicó Myron-. Para un jugador como tú, eso supone, por lo menos, una pérdida de un cuarto de millón de dólares.
– Pero voy a trabajar con Zoom -arguyó Crispin tras una pausa.
– ¿Han adquirido los derechos de la gorra?
– Creo que no.
– La parte frontal vale un cuarto de millón. También podemos vender los laterales, si quieres. Valen menos. Quizás obtendrías en total unos cuatrocientos mil dólares. La camiseta ya es harina de otro costal.
– Eh, aguarda un momento -intervino Zuckerman-. Vestirá camisetas Zoom.
– Muy bien, Norm -dijo Myron-, pero tiene derecho a llevar logotipos. Uno en el pecho y otro en cada manga.
– ¿Logotipos? -preguntó Crispin.
– De cualquiera. De Coca-Cola, quizá. De IBM. Incluso de Home Depot.
– ¿Logos en mi camiseta?
– Sí. Y dime, ¿qué sueles beber en el campo?
– ¿Beber? ¿Mientras juego?
– Sí. Es probable que te consiga un acuerdo con Powerade o con un fabricante de refrescos. ¿Qué me dices del agua mineral Spring Poland? Podría estar bien. Y luego la bolsa. Tienes que negociar un trato para tu bolsa de golf.
– No lo entiendo.
– Eres una cartelera, Tad. Sales en televisión. Montones de seguidores te ven. Tu gorra, tu camiseta, tu bolsa de golf son soportes donde fijar anuncios.
– Un momento, un momento -dijo Zuckerman-. Él no puede…
Un teléfono móvil empezó a sonar, pero no fue más allá del primer timbrazo. Myron lo desconectó con una celeridad que habría desbancado al mismísimo Wyatt Earp. Reflejos rápidos. Resultaban de lo más práctico de vez en cuando.
No obstante, aquel breve sonido suscitó la ira de los socios del club que se hallaban más cerca. Myron echó un vistazo alrededor. Se había convertido en el blanco de varias miradas afiladas como puñales, incluida la de Win, quien dijo con mordacidad:
– Ve fuera y escóndete donde nadie te vea.
Myron saludó con arrogancia y salió a toda prisa como si acabara de sufrir un colapso en la vejiga. Cuando llegó a una zona segura próxima al aparcamiento, contestó la llamada.
– Diga.
– Oh, Dios mío… -Era Linda Coldren.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Myron, a quien el tono de la voz de la mujer había conmovido.
– Ha vuelto a llamar.
– ¿Lo ha grabado?
– Sí.
– Voy vol…
– ¡No! -gritó ella-. Está vigilando la casa.
– ¿Lo ha visto?
– No. Pero… No venga. Por favor.
– ¿Desde dónde está hablando?
– Desde la línea de fax del sótano. Oh, por Dios, Myron, tendría que haberle oído.
– ¿Ha salido su número en el identificador de llamadas?
– Sí.
– Démelo.
Linda así lo hizo. Myron sacó una pluma de su cartera y lo anotó en un recibo viejo de Visa.
– ¿Está sola?
– Jack está aquí, conmigo.
– ¿Hay alguien más? ¿Qué ha pasado con Esme Fong?
– Está arriba, en el salón.
– Muy bien -dijo Myron-. Tendría que oír esa llamada.
– No cuelgue. Jack está conectando el contestador. Acercaré el auricular para que pueda oírla.
El magnetófono se puso en marcha con un chasquido. Myron oyó primero las llamadas del teléfono. Él sonido era de una claridad sorprendente. Luego oyó a Jack Coldren:
– ¿Diga? -¿Quién es la zorra china?
Era un voz grave y amenazante, manipulada mediante algún sistema artificial. Hombre o mujer, niño o adulto, podía tratarse de cualquiera.
– No sé a qué…
– ¿Intentas joderme, cabrón hijo de puta? Te empezaré a mandar al maldito mocoso en pedacitos.
– Por favor… -suplicó Jack Coldren.
– Dije que nada de avisar a nadie.
– No lo hemos hecho.
– Entonces dime quién es esa zorra china que acaba de entrar en tu casa.
Silencio.
– ¿Crees que somos estúpidos, Jack?
– Por supuesto que no.
– Entonces ¿quién es?
– Se llama Esme Fong -respondió Coldren-. Trabaja en una empresa de confección. Ha venido a fijar las condiciones de un contrato de publicidad con mi esposa, eso es todo.
– Y una mierda.
– Es la verdad, se lo juro.
– No sé, Jack…
– No tengo por qué mentirle.
– Bueno, Jack, eso todavía está por ver. Tendrás que pagar por esto.
– ¿A qué se refiere?
– Cien mil dólares. Considéralo una penalización.
– ¿Por qué?
– ¿Quieres al chico con vida? Pues esto te va a costar cien mil más, y…
– Espere un momento. -Coldren se aclaró la garganta. Trataba de recuperar el control sobre sí mismo.
– ¿Jack?
– ¿Sí?
– Como vuelvas a interrumpirme le perforaré la polla a tu retoño con un tornillo.
Silencio.
– Ten el dinero a punto, Jack. Cien mil dólares. Te volveré a llamar para decirte qué tienes que hacer. ¿Entendido?
– Sí.
– Pues no me jodas, Jack. Me encanta hacer daño a la gente.
Un breve silencio anticipó la estridencia súbita de un chillido agudo, un chillido que crispaba los nervios y ponía la piel de gallina. La mano de Myron apretó el teléfono.
La línea se cortó. Se oyó el tono de marcar. Luego, nada.
Linda Coldren apartó el auricular del altavoz.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Llamar al FBI -respondió Myron.
– ¿Ha perdido el juicio?
– Creo que es lo mejor.
Jack Coldren dijo algo ininteligible. Linda reapareció en el auricular.
– Definitivamente, no. Sólo queremos pagar el rescate y recuperar a nuestro hijo.
No tenía sentido discutir con ellos.
– No hagan nada. Volveré a llamar lo antes posible:
Myron cortó la comunicación y marcó el número de Lisa en New York Bell. Era uno de sus contactos desde los tiempos en que él y Win trabajaron para el Gobierno.
– Un identificador de llamadas me ha dado un número de Filadelfia -dijo-. ¿Puedes localizarme la dirección?
– Enseguida.
Le dio el número. La gente que ve demasiada televisión cree que esta clase de cosas requiere mucho tiempo. Las cosas habían cambiado. El rastro se seguía de modo instantáneo. Nada de «haz que siga hablando» o cualquier otra forma de retenerlo al aparato. Lo mismo sucedía cuando se trataba de dar con la ubicación de un número de teléfono. Cualquier operadora, prácticamente desde cualquier lugar, podía introducir el número en su ordenador, o emplear uno de esos directorios inversos, y asunto resuelto. ¡Demonios!, ni siquiera era preciso contar con una operadora. Los programas de ordenador en CD-ROM y las páginas web daban el mismo resultado.
– Es un teléfono público -dijo Lisa.
No eran muy buenas noticias, aunque no le sorprendió.
– ¿Sabes dónde está?
– En el centro comercial Grand Mercado, en Bala-Cynwyd.
– ¿Un centro comercial?
– Sí.
– ¿Estás segura?
– Eso es lo que pone.
– ¿En qué sección del centro comercial?
– No tengo ni idea. ¿Crees que en el listado pone «entre Sears y Victoria's Secret»?
Aquello carecía de lógica. ¿Un centro comercial? ¿El secuestrador había arrastrado a Chad Coldren hasta un centro comercial para que chillara por teléfono?
– Gracias, Lisa.
Colgó y se volvió hacia el porche. Win estaba de pie justo detrás de él. Permanecía con los brazos cruzados y, como siempre, se lo veía muy relajado.
– El secuestrador ha llamado -dijo Myron.
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