Harlan Coben - Ni una palabra
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Adam tenía la cabeza baja.
– Y la noche que se suicidó, tú lo descubriste. Te enfrentaste a él. Estabas furioso. Os peleasteis. Fue cuando lo golpeaste. Cuando te llamó, no quisiste escuchar sus disculpas. Había ido demasiado lejos esta vez. Y dejaste que saltara el buzón de voz.
Adam apretó los ojos cerrados.
– Debí responder. Le pegué. Le insulté y dije que no volvería a hablarle jamás. Después lo dejé solo y cuando llamó pidiendo ayuda…
Entonces la sala prácticamente explotó. Hubo lágrimas, por supuesto. Abrazos. Disculpas. Las heridas se abrieron y se cerraron. Hester se puso manos a la obra. Se llevó a LeCrue y a Duncan. Todos habían visto lo que había pasado. Nadie quería presentar cargos contra los Baye. Adam colaboraría y ayudaría a mandar a la cárcel a Rosemary y a Carson.
Pero eso sería otro día.
Aquella noche, más tarde, después de que Adam llegara a casa y recuperara su móvil, se presentó Betsy.
– Quiero oírlo -le dijo.
Y juntos escucharon el último mensaje de Spencer antes de que pusiera fin a su vida:
«Esto no es por ti, Adam. ¿Lo entiendes, no? Intenta entenderlo. No es por nadie. Es todo demasiado difícil. Siempre ha sido demasiado difícil…».
Una semana después, Susan Loriman llamó a la puerta de la casa de Joe Lewiston.
– ¿Quién es?
– ¿Señor Lewiston? Soy Susan Loriman.
– Estoy ocupado.
– Abra, por favor. Es muy importante.
Hubo unos momentos de silencio antes de que Joe Lewiston hiciera lo que le pedía. Iba sin afeitar y con una camiseta gris. Sus cabellos apuntaban en distintas direcciones y sus ojos todavía estaban cargados de sueño.
– Señora Loriman, de verdad que no es un buen momento.
– Para mí tampoco es un buen momento.
– Me han despedido.
– Lo sé y lo siento mucho.
– De modo que si se trata de la campaña de donaciones para su hijo…
– Sí.
– Ya no pensará que soy el indicado para dirigirla.
– En eso se equivoca. Sí lo pienso.
– Señora Loriman…
– ¿Se le ha muerto alguna persona cercana?
– Sí.
– ¿Le importaría decirme quién?
La pregunta era extraña. Lewiston suspiró y miró a Susan Loriman a los ojos. Su hijo se estaba muriendo y por alguna razón esta pregunta era importante para ella.
– Mi hermana, Cassie. Era un ángel. Nunca creímos que pudiera ocurrirle nada malo.
Susan lo sabía, evidentemente. Las noticias habían estado llenas de reportajes sobre el viudo de Cassandra Lewiston y los asesinatos.
– ¿Alguien más?
– Mi hermano Curtís.
– ¿También era un ángel?
– No. Precisamente todo lo contrario. Yo me parezco a él. Dicen que somos clavados. Pero él fue problemático toda su vida.
– ¿Cómo murió?
– Asesinado. Probablemente durante un robo.
– Tengo aquí a la enfermera de donaciones. -Susan miró detrás de ella. Una mujer bajó del coche y fue hacia ellos-. Puede tomarle una muestra de sangre ahora mismo.
– No entiendo por qué.
– No hizo nada tan terrible, señor Lewiston. Incluso llamó a la policía cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo su cuñado. Debe empezar a pensar en reconstruir su vida. Y esto, su disposición a ayudar, a intentar salvar a mi hijo aunque en su vida estén pasando cosas tan malas, creo que será importante para la gente. Por favor, señor Lewiston. ¿Intentará ayudar a mi hijo?
Por un momento pareció que iba a protestar. Susan esperó que no lo hiciera. Pero estaba preparada si lo hacía. Estaba dispuesta a decirle que su hijo Lucas tenía diez años. Estaba dispuesta a recordarle que su hermano Curtís había muerto hacía once años, o nueve meses antes del nacimiento de Lucas. Diría a Joe Lewiston que la mejor vía para encontrar un buen donante ahora era la de un tío genético. Susan esperaba no tener que llegar a tanto. Pero estaba dispuesta a hacerlo. No tenía más remedio.
– Por favor -repitió.
La enfermera seguía acercándose. Lewiston miró la cara de Susan otra vez y debió de ver en ella la desesperación.
– Por supuesto -dijo-. Pasen para que podamos hacerlo.
A Tia le asombró lo rápidamente que la vida volvió a la normalidad.
Hester había sido fiel a su palabra. No hubo segunda oportunidad profesionalmente hablando. Así que Tia presentó su dimisión y estaba buscando otro empleo. Mike e Ilene Goldfarb estaban libres de cualquier acusación relacionada con las recetas. La junta médica estaba realizando una investigación de cara a la galería, pero, mientras tanto, su consulta continuaba como siempre. Circulaban rumores de que habían encontrado un buen donante para Lucas Loriman, pero Mike no quería hablar de ello y ella no insistió.
Durante esos primeros días llenos de emociones, Tia se imaginó que Adam volvería atrás y sería de nuevo el chico amable y simpático de antes…, bueno, el que nunca había sido. Pero un chico no funciona con un interruptor. Adam estaba mejor, eso estaba claro. Ahora mismo estaba fuera haciendo de portero mientras su padre le lanzaba discos. Cuando Mike le metía un gol, gritaba: «¡Gol!» y se ponía a cantar el himno de los Rangers. El sonido era reconfortante y familiar, pero en los viejos tiempos también habría oído a Adam. Hoy no, de él no salía ningún sonido. Jugaba en silencio, y en la voz de Mike había algo raro, una mezcla de alegría y desesperación.
Mike todavía deseaba que volviera aquel niño. Pero aquel niño probablemente ya se había ido. Quizá eso no era malo.
Mo paró en la entrada. Los llevaba a un partido de los Rangers contra los Devils en Newark. Anthony, que junto con Mo les había salvado la vida, también iría. Mike creía que Anthony le había salvado la vida la primera vez, en aquel callejón, pero había sido Adam quien los había retrasado y para demostrarlo tenía la cicatriz de la navaja. Era embriagador para un padre darse cuenta de esto: del hijo que salva al padre. Mike se ponía lloroso y quería decir algo, pero Adam no quería hablar de ello. Aquel chico era un valiente silencioso.
Como su padre.
Tia miró por la ventana. Sus dos hombres-chicos fueron a la puerta a despedirse. Ella les despidió con la mano y les mandó un beso. Ellos le respondieron con un saludo. Vio cómo subían al coche de Mo. No dejó de mirarlos hasta que el coche desapareció calle abajo.
– ¿Jill? -gritó.
– ¡Estoy arriba, mamá!
Habían retirado el programa espía del ordenador de Adam. Lo puedes defender de mil modos diferentes. Quizá si Ron y Betsy hubieran vigilado más a Spencer, podría haberle salvado. O quizá no. En el universo existe un componente de destino y de azar. En este caso Mike y Tia estaban tan preocupados por su hijo y al final fue Jill la que estuvo a punto de morir. Fue Jill la que sufrió el trauma de tener que disparar y matar a otro ser humano. ¿Por qué?
El azar. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Puedes espiar, pero no predecir. Adam podía haber encontrado la manera de salir de esto solo. Podría haber hecho la grabación y no hubieran agredido y casi asesinado a Mike. El loco de Carson no los habría apuntado con una pistola. Adam no seguiría preguntándose si sus padres realmente confiaban en él.
La confianza es así. La puedes romper por un buen motivo, pero permanece rota.
¿Qué había aprendido Tia, la madre, de esto? Haces lo que puedes. Ni más ni menos. Intervienes con la mejor intención, les haces saber que los amas, pero la vida es demasiado azarosa para hacer mucho más. No puedes controlarlo todo. Mike tenía un amigo, una ex estrella del baloncesto, que era aficionado a citar expresiones judeoalemanas. Su preferida era «El hombre hace planes y Dios se ríe». Tia nunca lo había llegado a entender. Ella pensaba que era una excusa para no esforzarte al máximo porque al fin y al cabo Dios va a estropearlo todo. Pero no se trataba de eso. Se trataba más de entender que podías darlo todo, procurarles las mejores oportunidades, pero el control es una ilusión.
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