Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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Nash calló, soltó una risita y meneó la cabeza.

– Podrían ponerlo en el concurso de la tele, el de las familias, ¿eh? Las diez primeras respuestas en el tablero, tus cosas favoritas, y vas tú y dices «timbres» y Richard Dawson se da la vuelta y dice: «las encuestas dicen…».

Nash soltó un zumbido y formó una X con los brazos.

Se rió y Pietra también.

– Por favor -dijo Reba-. Por favor, dígame lo que quiere.

– Ya llegaremos a eso, Reba. Llegaremos. Pero te daré una pista.

Ella esperó.

– ¿El nombre de Marianne te dice algo?

– ¿Qué?

– Marianne.

– ¿Qué pasa con ella?

– Te mandó algo.

La expresión de terror se multiplicó.

– No me haga daño, por favor.

– Lo lamento, Reba. Voy a hacerte daño. Voy a hacerte muchísimo daño.

Y entonces se trasladó a la parte posterior de la furgoneta y cumplió su palabra.

14

Cuando Mike llegó a casa, cerró la puerta de golpe y se dirigió al ordenador. Quería buscar la página del GPS y ver exactamente dónde estaba Adam. Lo pensó un momento. El GPS era aproximado, no exacto. ¿Podía estar Adam en el vecindario? ¿Quizá una calle más abajo? ¿En el bosque o en el patio trasero de los Huff?

Estaba a punto de teclear la página cuando oyó que llamaban a la puerta. Suspiró, se levantó y miró por la ventana. Era Susan Loriman.

Abrió la puerta. Llevaba el cabello suelto y no iba maquillada, y de nuevo Mike se detestó por pensar que era una mujer muy atractiva. Hay mujeres que tienen algo. No se puede definir exactamente qué. La cara y el cuerpo son bonitos, a veces espectaculares, pero hay algo intangible, aquello que hace que a un hombre le tiemblen las rodillas. Mike nunca haría nada al respecto, pero si no lo reconocías como lo que era y eras consciente de que existía, podía ser aún más peligroso.

– Hola -dijo ella.

– Hola.

No entró. Esto daría que hablar en el vecindario si algún vecino estaba observando y en un barrio como aquél era probable que alguno lo estuviera haciendo. Susan se quedó en el escalón, con los brazos cruzados, como si fuera una vecina que pedía una taza de azúcar.

– ¿Sabes por qué te he llamado? -preguntó Mike.

Ella negó con la cabeza.

Mike se planteó cómo enfocar el asunto.

– Como sabes, necesitamos hacer la prueba a los parientes más cercanos biológicamente a tu hijo.

– De acuerdo.

Mike pensó en el rechazo de Daniel Huff, en el ordenador del piso de arriba, en el GPS del móvil de su hijo. Mike deseaba decírselo con delicadeza, pero no tenía tiempo para sutilezas.

– Esto significa que necesitamos hacer la prueba al padre biológico de Lucas -dijo.

Susan parpadeó como si la hubiera abofeteado.

– No quería soltártelo así…

– Le habéis hecho la prueba a su padre. Habéis dicho que no era compatible.

Mike la miró.

– A su padre biológico -repitió.

Ella parpadeó y retrocedió un paso.

– ¿Susan?

– ¿No es Dante?

– No. No es Dante.

Susan Loriman cerró los ojos.

– Oh, Dios mío -exclamó-. No puede ser.

– Pues sí.

– ¿Estás seguro?

– Sí. ¿No lo sabías?

Ella no dijo nada.

– ¿Susan?

– ¿Vas a decírselo a Dante?

Mike no sabía qué responder.

– No lo creo.

– ¿Qué no crees?

– Todavía estamos discutiendo las implicaciones éticas y legales del asunto.

– No podéis decírselo. Se pondrá como loco.

Mike esperó.

– Le quiere mucho. No podéis arrebatárselo.

– Nuestra única preocupación es el bienestar de Lucas.

– ¿Y crees que decirle a Dante que no es su padre le ayudará?

– No, pero escúchame, Susan. Nuestra principal preocupación es la salud de Lucas. Es nuestra prioridad. Esto pasa por encima de cualquier otra preocupación. Ahora esto significa encontrar al mejor donante posible para el trasplante. De modo que no te lo estoy diciendo para husmear o para romper una familia, te lo digo como médico. Tenemos que hacer una prueba al padre biológico.

Ella bajó la cabeza. Tenía los ojos húmedos. Se mordió el labio inferior.

– ¿Susan?

– Necesito pensar -dijo.

En circunstancias normales, Mike habría insistido, pero entonces no creyó que hubiera motivos. Esta noche no sucedería nada y él ya tenía bastantes preocupaciones.

– Necesitamos hacerle la prueba al padre.

– Déjame que lo piense.

– De acuerdo.

Le miró con ojos tristes.

– No se lo digas a Dante, Mike, por favor.

No esperó a que le respondiera. Se volvió y se marchó. Mike cerró la puerta y se fue arriba. La pobre llevaba dos semanas espantosas. «Susan Loriman, tu hijo puede tener una enfermedad mortal y necesita un trasplante. ¡Ah, y tu marido está a punto de saber que su hijo no es suyo! ¿Qué más? ¡Nos vamos a Disneylandia!»La casa estaba muy silenciosa. Mike no estaba acostumbrado. Intentó recordar la última vez que había estado en ella solo, sin niños y sin Tia, pero no encontró respuesta. A él le gustaba estar solo. Tia era todo lo contrario. Siempre quería tener gente alrededor. Procedía de una gran familia y no soportaba estar sola. Mike normalmente disfrutaba de la soledad.

Volvió al ordenador y clicó sobre el icono. Había guardado el sitio del GPS. Una cookie había archivado el nombre de registro, pero necesitó introducir la contraseña. Así lo hizo. Tenía una voz en la cabeza que le gritaba que lo dejara correr. Adam tenía que hacer su vida. Tenía que vivir y aprender de sus propios errores.

¿Estaba siendo demasiado protector para compensar su propia infancia?

El padre de Mike nunca estaba en casa. No era culpa suya, evidentemente. Era un inmigrante de Hungría, que huyó en 1956, justo antes de que Budapest cayera. Su padre, Antal Baye -pronunciado bye y no boy, y era de origen francés aunque nadie había podido rastrear el árbol genealógico hasta tan lejos- no hablaba una palabra de inglés cuando llegó a Ellis Island. Empezó como lavaplatos, ahorró lo suficiente para abrir un pequeño restaurante cerca de la autopista McCarter en Newark, trabajó sin parar siete días a la semana, y construyó una vida para sí mismo y para su familia.

El restaurante servía tres comidas, vendía libros de cómics y cromos de béisbol, periódicos y revistas, cigarros y tabaco. Los billetes de lotería eran un buen negocio, pero a Antal nunca le gustó venderlos. Creía que hacían un mal servicio a la sociedad, que animaban a la clientela trabajadora a tirar su dinero en falsos sueños. No le importaba vender tabaco, porque esto era una opción personal y sabías dónde te metías. Pero lo de vender un sueño falso de dinero fácil le fastidiaba.

Su padre nunca tuvo tiempo para los partidos de hockey de alevines de Mike, por descontado. Los hombres como él no hacían estas cosas. Le interesaba todo de su hijo, le preguntaba constantemente por el deporte, quería saber todos los detalles, pero su horario laboral no le permitía ninguna clase de actividad de ocio, y mucho menos sentarse a mirar. La única vez que había ido, cuando Mike tenía nueve años y jugaba un partido al aire libre, su padre, agotado por el trabajo, se quedó dormido apoyado en un árbol. Aquel día Antal también llevaba su delantal de trabajo, con manchas de grasa de los bocadillos de panceta de la mañana que habían salpicado su blancura.

Así era como Mike veía siempre a su padre, con aquel delantal blanco, detrás de la barra, vendiendo caramelos a los niños, vigilando a los ladronzuelos y preparando con rapidez bocadillos y hamburguesas.

Cuando Mike tenía doce años, su padre intentó impedir que un gamberro del barrio le robara. El gamberro disparó contra su padre y le mató. Así, sin más.

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