Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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Ojalá hubiera podido recuperar la foto. Ron había llegado a casa con deseos de conectar con ella y ella le había dado una bofetada.

– No estaba solo aquella noche -dijo ella.

– ¿Y?

– ¿No has oído lo que he dicho?

– Quizá salió primero con sus amigos. ¿Y qué?

– ¿Por qué no han dicho nada?

– ¿Quién sabe? Quizá porque tenían miedo, quizá porque Spencer les pidió que no lo contaran, o quizá, seguramente, te equivocas de día. Quizá los vio sólo un momento y después se fue. Quizá esta foto se sacó ese día, pero mucho antes.

– No. He hablado con Adam Baye en el instituto…

– ¿Que has hecho qué?

– Le he esperado a la salida de clase. Le he enseñado la foto.

Ron meneó la cabeza.

– Ha huido de mí. Está claro que pasa algo.

– ¿Como qué?

– No lo sé. Pero recuerda que Spencer tenía un golpe en el ojo cuando la policía lo encontró.

– Ya nos lo explicaron. Probablemente se desmayó y cayó de bruces.

– O quizá alguien le golpeó.

La voz de Ron bajó de tono.

– Nadie le golpeó, Bets.

Betsy no dijo nada. El parpadeo empeoró. Las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de Ron. Ella quiso tocarle, pero él se apartó.

– Spencer mezcló pastillas y alcohol. ¿Lo entiendes o no, Betsy?

– No dijo nada.

– Nadie le obligó a robar esa botella de vodka de nuestro armario. Nadie le obligó a tomarse esas pastillas de mi botiquín. Donde yo las había dejado. A la vista de todos. Lo sabes, ¿no? Era mi frasco de pastillas, sí, me lo dejé fuera. Las pastillas que sigo pidiendo que me receten a pesar de que debería haber superado el dolor y dejarlas, ¿no?

– Ron, no es eso…

– ¿No es qué? ¿Te crees que no me doy cuenta?

– ¿De qué te das cuenta? -preguntó. Pero ya lo sabía-. No te culpo, lo juro.

– Sí me culpas.

Ella negó con la cabeza. Pero él ya no lo vio porque se había levantado y había salido por la puerta.

12

Nash estaba preparado para actuar.

Esperaba en el aparcamiento del Palisades Mall en Nyack. El centro comercial era una enormidad típica americana. El Mall of America en las afueras de Minneapolis era más grande, tal vez, pero este centro comercial era más nuevo, lleno de gigantescas megatiendas en un megacentro, y no esas tiendecitas elegantes típicas de los ochenta. Tenía outlets, amplias franquicias de librerías, un cine IMAX, quince multicines, un Best Buy de informática, un Staples de electrónica, una noria. Los pasillos eran anchos. Todo era grandioso.

Reba Cordova había entrado en los almacenes Target.

Aparcó su Aberdeen Acura MDX verde lejos de la entrada. Esto ayudaría, pero seguía siendo arriesgado. Aparcaron la furgoneta junto a su Acura, por el lado del conductor. Nash había urdido el plan. Pietra estaba dentro siguiendo a Reba Cordova. Nash también había entrado un momento en el Target para comprar una cosa.

Ahora esperaba el mensaje de Pietra.

Había pensado en ponerse el bigote, pero decidió que no, que allí desentonaría. Nash necesitaba parecer sincero y de fiar. Los bigotes no producían esa impresión. Los bigotes, sobre todo el mostacho poblado que había utilizado con Marianne, se comen la cara. Si pides una descripción, pocos testigos ven más allá del bigote. Era por eso por lo que normalmente eran útiles.

Pero esta vez no.

Nash permaneció en el coche y se preparó. Se arregló los cabellos con el retrovisor y se pasó la máquina de afeitar por la cara.

A Cassandra le gustaba cuando estaba recién afeitado. La barba de Nash tenía tendencia a cerrarse y a las cinco de la tarde a ella ya le rascaba.

– Guapo, aféitate, hazlo por mí -decía Cassandra con aquella mirada de soslayo que a Nash le producía cosquillas en los dedos de los pies-. Después te llenaré la cara de besos.

Pensaba en esto. Pensaba en su voz. Todavía le dolía. Ya hacía tiempo que había asumido que le dolería siempre. Se vive con el dolor. El hueco siempre estaría allí.

Se sentó en el asiento del conductor y observó a la gente que cruzaba el aparcamiento del centro comercial en todas direcciones. Estaban todos vivos y respirando, pero Cassandra estaba muerta. Sin duda su belleza ya se habría descompuesto aunque costara de imaginar.

Su teléfono vibró. Un mensaje de Pietra.

En la caja. Ya sale.

Se frotó los ojos rápidamente con los dedos índice y pulgar y bajó del coche. Abrió la puerta trasera de la furgoneta. Su compra, una sillita de coche plegable Cosco Scenera 5-Point, la más barata de la tienda, a cuarenta dólares, estaba fuera de la caja.

Nash miró detrás de él.

Reba Cordova empujaba un carro de la compra rojo con varias bolsas de plástico dentro. Parecía apresurada y feliz, como tantas almas de los barrios residenciales. Pensó en esto, en su felicidad, en si sería real o autoimpuesta. Tenían todo lo que querían. La casa bonita, dos coches, seguridad económica, hijos. Se preguntó si esto era todo lo que necesitaban las mujeres. Pensó en los hombres que trabajaban en los despachos para ofrecerles esta vida y si también se sentían así.

Detrás de Reba Cordova, podía ver a Pietra. Se mantenía a distancia. Nash echó un vistazo alrededor. Un hombre con sobrepeso y los cabellos hippies, barba desordenada y una camiseta teñida se subió los vaqueros de fontanero y fue hacia la entrada. Asqueroso. Nash le había visto dar vueltas con su Chevy Caprice hecho polvo, demorándose hasta encontrar un espacio más cercano que le ahorrara caminar diez segundos. La América gorda.

Nash había situado la puerta lateral de la furgoneta cerca del lado del conductor del Acura. Se inclinó y se puso a manosear el asiento de coche. El espejo lateral del conductor estaba colocado de modo que pudiera verla acercarse. Reba apretó su control remoto y el maletero se abrió. Él espero a que la mujer se acercara.

– ¡Mierda! -gritó.

Gritó lo bastante fuerte para que Reba le oyera, pero en un tono más divertido que enfadado. Se puso de pie y se rascó la cabeza como si estuviera confundido. Miró a Reba Cordova y sonrió de la forma menos amenazadora posible.

– Una sillita de coche -dijo.

Reba Cordova era una mujer bonita con rasgos pequeños de muñeca. Le miró y le dedicó un gesto comprensivo con la cabeza.

– ¿Quién ha escrito estas instrucciones de instalación? -siguió él-. ¿Unos ingenieros de la NASA?

Reba sonrió, compasivamente.

– Es ridículo, sí.

– Del todo. El otro día estaba montando el parque de Roger. Roger es mi hijo de dos años. ¿Tiene usted uno? Me refiero al parque.

– Por supuesto.

– En teoría era fácil de desmontar y plegar, pero bueno, Cassandra, que es mi esposa, dice que no tengo remedio.

– Mi marido tampoco.

Él rió. Ella rió. Nash pensó que tenía una risa simpática. Se preguntó si el marido de Reba la apreciaba, si era un hombre divertido y le gustaba que su esposa de rasgos de muñeca se riera y si todavía se maravillaba al oírla.

– No querría molestarla -dijo, siguiendo con el papel de buena persona, con las manos a la vista-, pero debo recoger a Roger en la guardería y, bueno, Cassandra y yo somos paranoicos de la seguridad.

– Oh, yo también.

– Yo nunca lo llevaría sin sillita de coche y olvidé cambiar la del otro coche y por eso me he parado aquí a comprar una…, bueno, ya sabe de lo que le hablo.

– Lo sé.

Nash levantó el manual y meneó la cabeza.

– ¿Le importaría echar un vistazo?

Reba dudó. Nash lo vio. Una reacción primitiva, más bien un reflejo. Al fin y al cabo era un desconocido. Tanto la biología como la sociedad nos preparan para temer a los desconocidos. Pero la evolución también nos ha dado sutilezas sociales. Estaban en un aparcamiento público y él parecía un buen hombre, un padre y todo eso, y tenía una sillita y, francamente, sería descortés decir que no.

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