Otto Penzler - Mujeres peligrosas

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Las mujeres más peligrosas son aquellas que resultan irresistibles. ¿Qué hace peligrosa a una mujer? Su gran belleza, su encanto, su inteligencia, la manera en que se aparta el cabello de los ojos, o el modo de reírse. Puede tener conciencia absoluta de su poder, o desconocerlo por completo. Utilizarlo comoa rma o protegerse detrás de él. La intención y el propósito no aumentan ni disminuyen el poder, y ése es mayor peligro de todos los que son seducidos y sometidos por él.

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Sin embargo, fue otro descubrimiento de Corazón el que nos aclaró el caso. Mientras fotografiaba el cadáver, la forense advirtió una impresión en la parte posterior de la cadera izquierda. La lividez post-mortem indicaba que la sangre del cuerpo se había depositado sobre la mitad izquierda, lo que significaba que el cuerpo había yacido sobre el lado izquierdo en el lapso transcurrido desde que su corazón se detuvo hasta el momento en que arrojaron el cuerpo por la ladera junto a Mulholland. Tal evidencia indicaba que durante el tiempo en que la sangre se depositó, el cuerpo había yacido sobre el objeto que había dejado su marca en la cadera.

Usando luz angular para estudiar la marca, Corazón descubrió que podía ver con claridad el número 1, la letra J y parte de una tercera letra que podría ser el trazo superior izquierdo de una H, una K o una L.

– Una chapa patente -dije cuando Teresa me llamó a la sala de autopsias para que viera su descubrimiento. La puso sobre una patente.

– Exactamente, detective Bosch -dijo Corazón.

Sheehan y yo rápidamente elaboramos la teoría de que quien fuese que hubiera matado a la mujer sin nombre había ocultado el cuerpo en el baúl de un auto hasta que se hiciera de noche para poder llevarlo hasta las alturas de Mulholland con mayor seguridad y deshacerse de él. Después de limpiar con todo cuidado el cuerpo, el asesino lo guardó en el baúl de su auto, y había cometido el error de colocarlo sobre parte de una chapa patente que había quitado del auto y que también había guardado en el baúl. Esa zona de la teoría contemplaba que la chapa patente había sido quitada y posiblemente reemplazada por otra robada, como medida adicional de seguridad que ayudaría al asesino a evitar que se lo identificara en el caso de que su auto fuera visto por algún transeúnte suspicaz en el mirador de Mulholland.

La impresión sobre la piel no daba pistas sobre el Estado al que pertenecía la patente. Pero el uso del mirador de Mulholland nos sugería la idea de que nos enfrentábamos con alguien familiarizado con la zona, un residente local. Empezamos con el Departamento de Vehículos de California y conseguimos la lista de todos los autos registrados en el condado de Los Ángeles que tuvieran una patente que empezara con 1JH, 1JK y 1JL.

La lista contenía más de mil nombres de propietarios de autos. Eliminamos un cuarenta por ciento de esos nombres descartando a las mujeres propietarias. Los nombres restantes fueron cargados en el Index Criminal Nacional de nuestra computadora y nos quedamos con treinta y seis hombres que tenían un prontuario criminal que oscilaba entre los delitos menores y los más graves.

Lo supe la primera vez que estudié esa lista de treinta y seis nombres. Sentí con toda certeza que uno de los nombres que aparecían allí pertenecía al asesino de la mujer sin nombre.

El Golden Gate estaba a la altura de su nombre bajo el sol de la tarde. [1]Se hallaba atestado de autos que iban en ambas direcciones y la salida de turistas en el lado norte exhibía el cartel de completo. Seguí adelante hasta el túnel pintado con los colores del arco iris y a través de la montaña. Pronto pude ver San Quintín arriba, a la derecha. Un lugar ominoso en un paisaje idílico, alojaba a los peores criminales que California podía ofrecer. Y yo iba a ver al peor de los peores.

– ¿Harry Bosch?

Me alejé de la ventana por la que había estado mirando las lápidas blancas del cementerio de veteranos que se extendía abajo, al otro lado de Wilshire. Un hombre de camisa blanca y corbata granate estaba allí manteniendo abierta la puerta de los despachos del FBI. Parecía estar entre los treinta y los cuarenta años, con un físico esbelto y apariencia saludable. Sonreía.

– ¿Terry McCaleb?

– El mismo.

Nos estrechamos la mano y me invitó a seguirlo, conduciéndome a través de un tortuoso laberinto de pasillos y oficinas con paneles de madera hasta que llegamos a la suya. Parecía que alguna vez había sido el armario de un conserje. Era más pequeña que una celda de castigo y apenas si tenía lugar para albergar un escritorio y dos sillas.

– Creo que es una suerte que mi compañero no haya querido venir -dije, metiéndome a presión en el cuarto.

Frankie Sheehan se refería a los perfiles criminales como “huevadas de oficina” o bien como “charlatanerías”. Una semana antes, cuando yo había decidido contactar a McCaleb, el especialista en perfiles criminales residente de la oficina del FBI de Los Ángeles, habíamos tenido una discusión. Pero el caso era mío, así que hice la llamada.

– Sí, las cosas están un poco apretadas aquí -dijo McCaleb-. Pero al menos tengo un espacio privado.

– A casi todos los polis que conozco les gusta estar en la sala general del escuadrón. Supongo que les gusta la camaradería.

McCaleb sólo asintió y comentó:

– A mí me gusta estar solo.

Señaló la silla extra y me senté. Advertí una foto de una adolescente pegada a la pared encima de su escritorio. Parecía apenas unos años más joven que mi víctima. Pensé que tal vez, en el caso de que fuera la hija de McCaleb, podría representar un pequeño plus para mí. Algo que podría inducirlo a darle un impulso extra a mi caso.

– No es mi hija -dijo McCaleb-. Es un caso viejo. Un caso de Florida.

Lo miré. No sería la última vez que él pareció leerme el pensamiento con tanta claridad como si yo hubiera hablado en voz alta.

– Así que todavía ninguna identificación en el suyo, ¿verdad?

– No, nada todavía.

– Eso siempre resulta duro.

– En su mensaje me decía que había vuelto a revisar el archivo, ¿no?

– Sí, así es.

La semana anterior le había enviado copias fotográficas del asesinato y de la escena del crimen. No habíamos filmado en video la escena del crimen y eso preocupaba a McCaleb. Pero yo había conseguido una grabación que me había dado un periodista de televisión. El helicóptero de su canal había sobrevolado la escena del crimen aunque no habían emitido la filmación debido a que el contenido era demasiado crudo.

McCaleb abrió una carpeta sobre su escritorio y se concentró en ella antes de hablar.

– Antes que nada, ¿está familiarizado con nuestro programa ACRIV… Arresto Criminal Violento?

– Sé lo que es. Esta es la primera vez que presento un caso.

– Sí, usted es una rareza en el Departamento de Policía de Los Ángeles. La mayoría de ustedes no quieren ayuda ni confían en ella. Pero con unos pocos tipos más como usted tal vez me den una oficina más grande.

Asentí. No pensaba decirle que la desconfianza y suspicacia hacia la institución eran el motivo por el que la mayoría de los detectives del dpla no buscaba ayuda del FBI. Era un dictamen tácito que procedía del propio jefe de la policía. Se decía que se podía escuchar al jefe maldiciendo a los gritos en su oficina cada vez que se enteraba por las noticias que el FBI había hecho un arresto dentro de los límites de la ciudad. En el departamento se sabía que el escuadrón de robos bancarios habitualmente monitoreaba las transmisiones radiales del escuadrón bancario del FBI y con frecuencia caía sobre los sospechosos antes de que los federales tuvieran tiempo de moverse.

– Sí… bueno, sólo quiero aclarar el caso -dije-. No me importa si usted es un clarividente o Santa Claus; si tiene algo que pueda ayudarme lo escucharé.

– Bien, creo que tal vez lo tenga.

Dio vuelta una página de la carpeta y alzó una pila de fotografías de la escena del crimen. No eran las que yo le había enviado. Eran ampliaciones de 24 x 30 de las fotos originales de la escena del crimen. Las había hecho por su cuenta. Eso me dijo que McCaleb verdaderamente le había dedicado un poco de tiempo al caso. Me hizo pensar que tal vez estuviera tan obsesionado como yo. Una mujer sin nombre a la que habían arrojado sin vida en una ladera. Una mujer a la que nadie había reclamado. Una mujer que no le importaba a nadie. La clase más peligrosa. En lo más íntimo, a mí sí me había importado y yo la había reclamado. Y ahora parecía que tal vez McCaleb también.

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