Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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– Eso creo -respondí.

– ¿No os estaréis callando algo? -preguntó después de mirarnos sucesivamente a ambos.

– Claro que lo haría -respondí-. Si conociera el paradero de veinte millones de dólares en oro y joyas, tú serías el último en saberlo, Max. Pero el caso es que el tesoro ha vuelto a desaparecer. Sin embargo, sabemos que existe y que estuvo brevemente en posesión de Stevens; de modo que, con un poco de suerte, tal vez la policía o los federales lo encuentren.

– Ese tesoro ha causado tantas muertes -agregó Beth- que creo realmente que sobre él pesa una maldición.

– Maldición o no, me gustaría encontrarlo -respondió Max después de encogerse de hombros-. Por razones históricas -agregó.

– Por supuesto.

Max parecía incapaz de asimilar y comprenderlo todo, y repetía preguntas que ya habíamos contestado.

– Como este informe se está convirtiendo en un interrogatorio -dije-, creo que debo llamar a mi abogado o pegarte una paliza.

– Lo siento -respondió Max con una sonrisa forzada-, es demasiado para la mente de un…

– Danos las gracias por haber hecho un buen trabajo -dijo Beth.

– Gracias por vuestro buen trabajo -repitió Max-. Me alegro de haberte contratado -agregó después de mirarme.

– Me despediste.

– ¿En serio? Olvídalo. ¿He entendido correctamente que Tobin estaba muerto?

– No cuando lo vi por última vez… Supongo que debí haber insistido en que necesitaba atención médica.

– ¿Dónde está exactamente esa cámara subterránea? -preguntó Max después de mirarme unos instantes.

Se lo indiqué lo mejor que supe y Max se retiró inmediatamente para hacer una llamada telefónica.

Beth y yo nos miramos mutuamente a través de la mesa.

– Serás una detective excelente -dije.

– Soy una detective excelente -repuso Beth.

– Sí, lo eres. ¿Cómo puedo compensarte por salvarme la vida?

– ¿Qué te parece mil dólares?

– ¿Es eso lo que vale mi vida?

– De acuerdo, quinientos.

– ¿Qué te parece una cena esta noche?

– John… -sonrió con cierto anhelo-, siento mucho aprecio por ti, pero… es demasiado complicado… con todas esas muertes… Emma…

– Tienes razón -asentí.

Sonó el teléfono que había sobre la mesa y levanté el auricular.

– De acuerdo -respondí antes de colgar-, se lo diré. Ha llegado la limusina del condado para usted, señora.

Se puso de pie, se dirigió a la puerta y volvió la cabeza.

– Llámame dentro de un mes, ¿de acuerdo? ¿Lo harás?

– Sí, lo haré -respondí, consciente de que no lo haría.

Nos miramos, le guiñé un ojo, ella también lo hizo, le mandé un beso y me lo devolvió. Beth Penrose dio media vuelta y se fue.

Max regresó a los pocos minutos.

– He llamado a Plum Island y he hablado con Kenneth Gibbs -dijo-. ¿Le recuerdas? El ayudante de Stevens. El personal de seguridad ya ha encontrado a su jefe, muerto. El señor Gibbs no parecía demasiado afligido, ni siquiera particularmente curioso.

– Nunca viene mal una promoción inesperada.

– Sí. También le he dicho que busquen a Tobin en el arsenal subterráneo. ¿No es eso?

– Eso es. No recuerdo cuál era. Estaba oscuro.

– Claro -dijo Max y reflexionó unos instantes-. Menudo embrollo. Vamos a necesitar una tonelada de papel para… -agregó antes de interrumpirse para mirar a su alrededor-. ¿Dónde está Beth?

– Ha llegado la policía del condado y se la ha llevado.

– Bien, de acuerdo. Por cierto, acabo de recibir un fax de aspecto oficial, del Departamento de Policía de Nueva York, en el que me piden que te localice y te vigile, hasta que lleguen a eso del mediodía.

– Bien, aquí estoy.

– ¿Vas a escabullirte?

– No.

– Prométemelo o tendré que ofrecerte una habitación con rejas.

– Te lo prometo.

– De acuerdo.

– Facilítame transporte a mi casa. Necesito recoger algunas cosas.

– De acuerdo.

Se ausentó y asomó la cabeza un agente uniformado, mi viejo amigo Bob Johnson.

– ¿Le llevo?

– Sí.

Fui con él y me acercó a la casa de mi tío Harry. Me puse un bonito chándal en el que no decía «Propiedad de la policía de Southold», cogí una cerveza, me senté en la terraza posterior y contemplé el cielo que empezaba a despejarse y la bahía que se calmaba.

El cielo era de un azul casi incandescente, que se da cuando una tormenta ha eliminado todos los contaminantes y limpiado el aire. Así debía de ser la atmósfera hace un siglo, antes de los trenes y camiones de gasoil, los coches, los barcos, las calderas de petróleo, las segadoras, los herbicidas, los insecticidas y quién sabe qué otros productos que flotan en el ambiente.

El jardín estaba hecho un asco debido a la tormenta, pero la casa estaba bien, aunque seguía sin electricidad y la cerveza estaba caliente, lo que era desagradable, pero la parte positiva era que me impedía escuchar el contestador automático.

Supongo que debí haber esperado a los agentes del Departamento de Policía de Nueva York, como se lo había prometido a Max, pero decidí llamar un taxi para que me llevara a la estación de Riverhead y tomar el tren a Manhattan.

De regreso a mi piso de la calle Setenta y Dos Este después de tantos meses, vi que había treinta y seis mensajes en el contestador automático, que son los máximos que puede guardar.

La mujer de la limpieza había amontonado el correo sobre la mesa de la cocina, que en total constituía unos cinco kilos de porquería.

Entre las facturas y demás basura se encontraba el certificado definitivo de mi divorcio, que pegué con un imán a la puerta del frigorífico.

Estaba a punto de abandonar el montón de correo no solicitado cuando un sobre blanco sin ninguna impresión publicitaria me llamó la atención. Estaba escrito a mano y la dirección del remitente era la de los Gordon, pero el matasellos era de Indiana.

Abrí el sobre y saqué las tres hojas que contenía, escritas nítidamente a mano por ambas caras con tinta azul. Leí:

«Querido John, si estás leyendo esto, significa que estamos muertos, de modo que saludos desde la tumba.»Dejé la carta sobre la mesa, me acerqué al frigorífico y saqué una cerveza.

– Saludos desde la tierra de los muertos vivientes -respondí.

Seguí leyendo:

«¿Sabías que el tesoro del capitán Kidd estaba sepultado cerca de aquí? Bueno, ahora puede que ya lo sepas. Eres una persona inteligente y apostamos a que has averiguado parte de todo esto. En todo caso, ésta es la historia.»Tomé un trago de cerveza y leí las tres páginas, en las que había un relato detallado de los sucesos relacionados con el tesoro de Kidd, Plum Island y la relación de los Gordon con Fredric Tobin. No había sorpresas en la carta, sólo algunos detalles que se me habían pasado por alto. En cuanto a algunos aspectos sobre los que había especulado, como el descubrimiento del paradero del tesoro en Plum Island, decían lo siguiente:

«Poco después de nuestra llegada a Long Island recibimos una invitación de Fredric Tobin a una degustación de vino. Asistimos a dicha velada en los viñedos Tobin y conocimos a Fredric Tobin. Siguieron otras invitaciones.»Así empezó la seducción de los Gordon por parte de Fredric Tobin. En algún momento, según la carta, Tobin les mostró un mapa rudimentario dibujado sobre pergamino, pero no les dijo cómo lo había conseguido. El mapa era de Pruym Eyland e incluía direcciones en grados, distancia en pasos, puntos de referencia y una gran cruz. El resto de la historia era previsible y poco tardaron Tom, Judy y Fredric en establecer un pacto diabólico.

Los Gordon aclaraban que no confiaban en Tobin y que probablemente sería el causante de sus muertes, aunque pareciera un accidente, obra de agentes extranjeros o lo que fuera. Por fin, Tom y Judy habían llegado a comprender a Fredric Tobin, pero habían tardado mucho y era demasiado tarde. En su carta no se mencionaba a Paul Stevens, sobre quien no tenían la menor sospecha.

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