Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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– Eh, amigo, ¿qué le trae por aquí en una noche como ésta? -pregunté.

– Usted.

– ¿Yo?

– Sí, usted. Usted y Fredric Tobin.

Ahora reconocí su voz.

– ¡Caramba, Paul, ya me marchaba!

– Sí -respondió el señor Stevens-, se marcha.

No me gustó su forma de decirlo. Supuse que estaba enfadado por haberle derribado en el jardín de su casa, por no mencionar lo mucho que le había insultado. Y ahí estaba ahora, con un rifle en la mano. A veces la vida es divertida.

– Pronto se habrá marchado -repitió.

– Me alegro. Sólo pasaba por aquí y…

– ¿Dónde está Tobin?

– A su espalda.

Stevens giró fugazmente la cabeza, pero volvió a mirarme.

– Se han detectado dos barcos desde el faro: un Chris Craft y una lancha. El Chris Craft ha dado media vuelta en el estrecho, pero la lancha lo ha cruzado.

– Sí, yo iba en la lancha. Había salido a dar un paseo. ¿Cómo sabía que el Chris Craft era de Tobin?

– Conozco su barco. Lo estaba esperando.

– ¿Por qué?

– Ya lo sabe -respondió-. Mis sensores de movimiento y mis micrófonos han detectado por lo menos dos personas en Fort Terry, además de un vehículo. Lo he comprobado y aquí estoy. Alguien ha asesinado a dos bomberos. ¿Usted?

– No he sido yo. Vamos, Paul, me está entrando tortícolis y tengo frío. Voy a subir por la rampa e iremos a tomar un café al laboratorio…

Paul Stevens levantó el rifle y me apuntó.

– Si se mueve un jodido centímetro, lo mato.

– Comprendido.

– Estoy en deuda con usted por lo que me hizo -aclaró.

– Debe intentar superar su ira de un modo constructivo…

– Cierre esa jodida boca.

– De acuerdo.

Sabía, de forma instintiva, que Paul Stevens era más peligroso que Fredric Tobin. Tobin era un asesino cobarde que si olía a peligro echaba a correr. Pero estaba seguro de que Stevens era un asesino por naturaleza, dispuesto a enfrentarse cara a cara.

– ¿Sabe por qué Tobin y yo estamos aquí? -pregunté.

– Por supuesto -respondió, sin dejar de apuntarme con el rifle-. El tesoro del capitán Kidd.

– Puedo ayudarle a encontrarlo -dije.

– No, no puede. Lo tengo yo.

Mira por dónde.

– ¿Cómo se las arregló…?

– ¿Me toma por estúpido? Los Gordon creían que yo era idiota. Sabía exactamente lo que sucedía con todas esas absurdas excavaciones arqueológicas. Seguí todos y cada uno de sus pasos. No estaba seguro de la identidad de su socio hasta agosto, cuando Tobin llegó como representante de la Sociedad Histórica Peconic.

– Un buen trabajo de investigación. Me aseguraré de que el gobierno le conceda un galardón por su eficacia…

– Cierre esa maldita boca.

– Sí señor. Por cierto, ¿no debería llevar puesta una máscara o algo por el estilo?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¿No es ésa la sirena de alarma bioquímica?

– Lo es. Es un ensayo. Yo lo he ordenado. Todo el personal de servicio en la isla durante el huracán está ahora en el laboratorio con un equipo de protección bioquímica, ejercitándose en el proceso de biocontención.

– En otras palabras, ¿no vamos a morir todos?

– No. Usted es el único que va a morir.

Me lo temía.

– Lo que pueda haber hecho -dije en un tono oficial-, no es tan grave como cometer asesinato.

– En realidad, no he cometido un solo delito, y matarle a usted será un placer.

– Matar a un policía es…

– Usted es un intruso y, que yo sepa, un saboteador, un terrorista y un asesino. Lamento no haberle reconocido.

Tensé los músculos dispuesto a correr hacia el agujero, consciente de que era inútil, pero debía intentarlo.

– Me rompió dos dientes y me partió el labio -prosiguió Stevens-. Además, sabe demasiado. Yo soy rico y usted está muerto. Adiós, imbécil.

– Que te jodan, cabrón -exclamé antes de echar a correr, con la mirada fija en él y no en el agujero.

Levantó el rifle y apuntó. No podía fallar.

Sonó un disparo, pero no vi ningún fogonazo en el rifle ni sentí dolor en el cuerpo. Cuando llegué a la verja, dispuesto a saltar por encima del alambre espinoso y arrojarme de cabeza al agujero, vi que Stevens saltaba del muro para acabar conmigo. O por lo menos eso creí. Pero, en realidad, se estaba cayendo de frente y se golpeó la cara contra el suelo de hormigón. Choqué contra el alambre espinoso y me detuve.

Permanecí inmóvil un instante, observándole. Se contorsionó un rato, como si hubiera recibido un impacto en la columna vertebral, lo que significaba que estaba acabado. Oí el inconfundible estertor de la muerte. Por fin se estremeció y cesó el sonido. Levanté la cabeza. Beth Penrose estaba sobre el muro y apuntaba a Paul Stevens con su pistola.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -pregunté.

– Andando.

– Me refiero…

– Venía a buscarte, cuando le he visto a él y le he seguido.

– Ha sido una suerte para mí.

– No para él -respondió Beth.

– Debes decir «¡Alto, policía!» -dije.

– A la mierda con eso -contestó Beth.

– Estoy contigo. Estaba a punto de matarme.

– Lo sé.

– Podías haber disparado antes.

– Espero que no critiques mi actuación.

– No señora. Buen disparo.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí. ¿Y tú?

– Estoy bien. ¿Dónde está Tobin?

– Pues… no está aquí.

– ¿Qué papel tiene ése? -preguntó después de mirar fugazmente a Stevens.

– Un simple carroñero.

– ¿Has encontrado el tesoro?

– No, Stevens lo encontró.

– ¿Sabes dónde está?

– Estaba a punto de preguntárselo.

– No, John, él estaba a punto de meterte una bala en el cuerpo.

– Gracias por salvarme la vida.

– Me debes un pequeño favor.

– Bien, eso es todo, caso cerrado -dije.

– Salvo por el tesoro. Y Tobin, ¿dónde está?

– Por aquí, en algún lugar.

– ¿Va armado? ¿Es peligroso?

– No -respondí-. Tendría que hacer de tripas corazón.

Nos refugiamos de la tormenta en un bunker de hormigón. Nos abrazamos para conservar la temperatura, pero teníamos tanto frío que ninguno logró dormir. Pasamos la noche charlando, sin dejar de frotarnos mutuamente los brazos y las piernas para evitar la hipotermia.

Beth insistió respecto al paradero de Tobin y le ofrecí una versión corregida del enfrentamiento en el almacén de municiones, según la cual yo le había apuñalado y estaba herido de muerte.

– ¿No deberíamos facilitarle atención médica? -preguntó Beth.

– Por supuesto -respondí-. A primera hora de la mañana.

– Bien -dijo después de varios segundos de silencio.

Antes del amanecer regresamos a la playa.

La tormenta había cesado y, antes de que aparecieran el helicóptero o los barcos de vigilancia, repusimos la clavija y utilizamos el ballenero para acercarnos al Chris Craft. Abrí la válvula de desagüe del ballenero y dejé que la pequeña embarcación se hundiera. Luego regresamos a Greenport en el yate de Tobin y llamamos a Max. Nos recogió en el muelle y nos llevó al cuartel general de la policía, donde tomamos una ducha y nos pusimos un chándal seco y calcetines de lana. Un médico local nos hizo una revisión y sugirió antibióticos y huevos con tocino, lo que era una buena idea.

Desayunamos en la sala de juntas de Max y le ofrecimos al jefe nuestro informe. Max estaba asombrado, atónito, incrédulo, enfadado, feliz, envidioso, aliviado, preocupado, etcétera.

– ¿El tesoro del capitán Kidd? ¿Estáis seguros?

– ¿Entonces sólo Stevens conocía el paradero de ese tesoro? -preguntó Max durante nuestro segundo desayuno.

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