Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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Llevé muy lentamente mi mano izquierda a la cintura y agarré la navaja.

Él sabía evidentemente que era yo y yo sabía que era él y que me había conducido hasta ese lugar, que había elegido para mi tumba.

Él también sabía que en el momento en que hiciera cualquier movimiento o ruido, o encendiera su linterna, yo dispararía. También era consciente de que su primer disparo en la oscuridad debería ser certero, porque sería el único que haría. Así que los dos permanecimos inmóviles, como el gato y el ratón, intentando averiguar quién era el gato.

Debo reconocer que ese pequeño cabrón tenía nervios de acero. Yo estaba dispuesto a permanecer allí una semana, si era necesario, y él también. Escuchaba la lluvia y el viento, pero sin mirar al agujero del techo, para no estropear la capacidad que pudiera haber desarrollado de ver en la oscuridad.

De pie en aquel espacio húmedo, grande y tenebroso, el frío iba penetrando gradualmente por mis calcetines e impregnaba mis brazos, mi pecho y mi espalda desnuda. Tenía ganas de toser, pero reprimí el impulso.

Habían transcurrido unos cinco minutos, puede que menos, pero no más. Tobin debía de preguntarse si yo me había marchado sigilosamente. Yo estaba situado entre dondequiera que él se encontrara, y la entrada, a mi espalda. Dudaba que él pudiera salir si perdía el temple y decidía retirarse.

Por fin Tobin parpadeó, metafóricamente hablando; arrojó un trozo de hormigón o algo parecido contra el muro, que retumbó en el enorme almacén de municiones. Me sobresaltó, pero no lo suficiente para que disparara el arma. Estúpido truco, Freddie.

Permanecimos ambos en la oscuridad y yo intentaba ver a través de la negrura, oír su respiración, oler su miedo. Creí ver el brillo de sus ojos, o algo de acero, a la tenue luz que se filtraba por el agujero del techo. El brillo procedía de mi izquierda, pero no tenía forma de juzgar la distancia en la oscuridad.

Me percaté de que mi navaja también podía producir reflejos y me la llevé al costado izquierdo para ocultarla de la suave luz del techo.

Intenté ver de nuevo el brillo, pero había desaparecido. Decidí que si volvía a advertirlo, me iba a lanzar al ataque con la navaja: acometida, navajazo, quite, estocada… hasta hundir la hoja en carne y hueso. Esperé.

Cuanto más miraba al lugar donde creía haber visto el reflejo, mayor era el número de jugarretas que me hacía la vista. Veía esa especie de manchas fosforescentes que danzaban ante mis ojos, que luego tomaron forma y parecían calaveras boquiabiertas. ¡Coño! El poder de la sugestión…

Era difícil respirar silenciosamente y de no haber sido por el ruido del viento y de la lluvia en el exterior, Tobin me habría oído y yo a él. Sentí de nuevo el impulso de toser, pero una vez más logré reprimirlo.

Esperamos. Supuse que sabía que yo estaba solo. También supuse que sabía que yo tenía por lo menos una pistola. Estaba seguro de que él también tenía una, pero no la cuarenta y cinco con la que había asesinado a Tom y Judy. Si hubiera llevado consigo el rifle, habría intentado matarme en el exterior desde una distancia prudencial, al percatarse de que era John Corey quien le pisaba los talones. En todo caso, donde nos encontrábamos ahora, un rifle no era mejor que una pistola. Pero con lo que no contaba era con una escopeta.

El estruendo del disparo fue ensordecedor en aquel espacio cerrado y me llevé un susto de muerte. Pero en el momento en que me di cuenta de que no me había alcanzado y que mi cerebro registró la dirección del tiro, unos tres metros a mi derecha, y antes de que Tobin cambiara de posición, disparé mi única bala en dirección al fogonazo.

Solté mi revólver y me lancé al ataque frente a mí con la navaja, pero no entré en contacto con nada ni tropecé con ningún cuerpo en el suelo. A los pocos segundos, mi navaja rasgó el muro. Me detuve y permanecí inmóvil.

– Supongo que sólo le quedaba un disparo -dijo una voz a cierta distancia a mi espalda.

Evidentemente no respondí.

– Hábleme -dijo la voz.

Me volví lentamente hacia Fredric Tobin.

– Creo haber oído que su pistola caía al suelo.

Me percaté de que cada vez que hablaba había cambiado de posición. Muy listo.

– Le veo a la luz del techo -dijo.

En ese momento me di cuenta de que al lanzarme al ataque me había situado más cerca de la tenue iluminación.

– Si se atreve siquiera a parpadear, lo mataré -agregó después de cambiar nuevamente de posición.

No comprendía que no hubiera vuelto a disparar, pero supuse que tenía alguna clase de plan.

– ¡Que te jodan, Freddie! -respondí al tiempo que me separaba de la pared, aprovechando la situación.

De pronto se encendió una luz a mi espalda y me percaté de que se había situado detrás de mí y me iluminaba con su linterna.

– ¡No se mueva o disparo! ¡No se mueva!

Me quedé quieto, de espaldas a él, iluminado por su linterna y con un arma que me apuntaba al trasero. Mantuve la navaja pegada al cuerpo para que no la viera, pero entonces dijo:

– Las manos sobre la cabeza.

Introduje la navaja en mi cintura y levanté las manos sobre la cabeza, todavía de espaldas a él.

– Quiero que responda a algunas preguntas -agregó.

– Y entonces me perdonará la vida, ¿no es cierto?

– No, señor Corey -respondió con una carcajada-. Va a morir. Pero, de todos modos, antes contestará unas preguntas.

– Una mierda.

– No le gusta perder, ¿verdad?

– No cuando se trata de mi vida.

Soltó otra carcajada.

– A usted tampoco le gusta perder -dije-. Le dejaron sin blanca en Foxwoods. Es un jugador realmente estúpido.

– Cierre el pico.

– Voy a dar media vuelta. Quiero ver sus dientes empastados y su bisoñé.

Mientras me volvía, con las manos sobre la cabeza, encogí la barriga y me contorsioné un poco, para que la navaja penetrara en mis ajustados vaqueros. No era donde la prefería, pero estaba oculta.

Estábamos ahora frente a frente, a unos tres metros de distancia. Con la linterna me iluminaba la barriga, no la cara, y distinguí una pistola automática en su mano derecha, que apuntaba en la misma dirección que la linterna. No vi la escopeta.

Se trataba de una de esas linternas halógenas, con el haz de luz muy concentrado, utilizadas para hacer señales a larga distancia. La luz no se dispersaba en absoluto y el lugar seguía tan oscuro como antes, a excepción del rayo que me iluminaba.

– Veo que ha perdido parte de la ropa -dijo después de desplazar el haz por mi cuerpo, de pies a cabeza.

– ¡Váyase a la mierda!

– ¿Dónde está su arma? -preguntó después de detener el rayo en mi pistolera.

– No lo sé. Busquémosla.

– ¡Silencio!

– Entonces no me haga preguntas.

– No me importune, señor Corey, o de lo contrario la próxima bala acabará en su ingle.

No podíamos permitir que lastimara a Guillermo el Conquistador , aunque no veía cómo podía evitar importunarle.

– ¿Dónde está su escopeta? -pregunté.

– Levanté el percutor y la arrojé lejos de mí. Afortunadamente, no me alcanzó el disparo. ¿Quién es el estúpido ahora?

– Un momento, estuvo diez minutos en la oscuridad cagándose de miedo para que se le ocurriera eso . ¿Quién es el estúpido?

– Empiezo a estar harto de su sarcasmo.

– Entonces dispáreme. No ha tenido ningún reparo en asesinar a esos dos bomberos mientras dormían.

No respondió.

– ¿No estoy bastante cerca? ¿A qué distancia estaban Tom y Judy? Suficientemente cerca para dejar quemaduras de pólvora. ¿O preferiría machacarme la cabeza como a los Murphy y a Emma?

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