Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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Cuando corría por la carretera en dirección a la ambulancia, comprendí algunas cosas y llegué a ciertas conclusiones: primera, había llegado demasiado lejos para huir; segunda, no quería descubrir lo que Beth había decidido; tercera, debía encontrar y matar a Fredric Tobin; cuarta, de todos modos era hombre muerto. De pronto, avergonzado por haber perdido el temple, me dirigí de nuevo a las fortificaciones para enfrentarme a mi destino. La sirena seguía aullando.

Cuando casi había subido la cuesta de la carretera, vislumbré un destello de luz, en realidad, un rayo que rozó momentáneamente el horizonte a mi derecha y luego desapareció.

Exploré la zona y encontré un sendero de ladrillos entre la vegetación. Me percaté de que alguien había pasado por allí recientemente. Me abrí paso entre la tupida vegetación y las ramas caídas, hasta llegar por fin a una especie de patio a un nivel más bajo, rodeado de muros de hormigón, con unas puertas de acero que conducían a los arsenales subterráneos. En la cima de las colinas circundantes se distinguían los Emplazamientos de hormigón de la artillería. Recordé haber contemplado aquel patio desde la cima, durante mi visita anterior.

Todavía agachado entre los matorrales, observé el espacio abierto de hormigón agrietado, pero no distinguí ningún movimiento ni volví a ver luz.

Entré cautelosamente en el patio, con el revólver en la mano, y empecé a avanzar en el sentido contrario a las agujas del reloj, con la espalda pegada al muro cubierto de líquenes.

Llegué a la primera puerta de acero, estaba cerrada y me percaté por las bisagras de que abría hacia afuera. A juzgar por los escombros frente a ella, era evidente que no se había abierto recientemente.

Seguí avanzando por el perímetro del patio, consciente de que podía ser el blanco del tiro al pichón, de un pichón muerto y asado si había alguien en los parapetos que dominaban aquel espacio abierto. Llegué a la segunda puerta de acero oxidado y la encontré igual que la primera: al parecer hacía décadas que no se había abierto.

En la tercera puerta, situada en el muro sur, uno de los batientes estaba ligeramente entreabierto. Los escombros del suelo se habían desplazado al abrirla. Me asomé a la abertura, de unos diez centímetros, pero no vi ni oí nada.

La abrí un poco más y las bisagras crujieron ruidosamente. ¡Maldita sea! Permanecí inmóvil y escuché, pero lo único que oía era el viento y la lluvia, así como el quejido lejano de la sirena, que advertía a todo el mundo que lo inimaginable había sucedido.

Respiré profundamente y entré por la abertura.

Permanecí inmóvil un minuto entero, procurando percibir en qué clase de lugar me encontraba. Igual que en el parque de bomberos, era un alivio estar al resguardo de la lluvia. Pero estaba seguro de que aquél sería mi último alivio.

La humedad se sentía y olía, como si allí nunca hubiera tocado el sol.

Me desplacé silenciosamente dos largos pasos a la izquierda y entré en contacto con una pared. Después de tocarla determiné que era curvada y de hormigón. Di cuatro pasos en dirección contraria y me encontré con otra pared curvada de hormigón. Deduje que me encontraba en un túnel, semejante al que había visto durante nuestra visita a la isla, que conducía supuestamente a la morada de los extraterrestres y al laboratorio nazi.

Pero yo no disponía de tiempo para los nazis, ni me interesaban los extraterrestres. Debía decidir si aquél era el camino que Tobin había tomado. En cuyo caso, ¿iba en busca del tesoro? ¿O había advertido mi presencia y me tendía una trampa? En realidad, no me importaba lo que se propusiera a condición de que estuviese allí.

No vi ninguna luz delante de mí, reinaba la oscuridad absoluta que sólo se da bajo tierra. Ningún ojo humano podía adaptarse a aquella oscuridad, de modo que si Tobin estaba allí, tenía que encender su linterna para apuntarme con el rifle. Y si lo hacía, mi disparo iba a seguir directamente el haz de su linterna. En esa situación, no habría un segundo disparo.

Como el impermeable y las botas de goma hacían ruido, decidí quitármelos junto con el chaleco salvavidas. Vestido elegantemente con una pistolera de cuero, vaqueros, sin ropa interior, una navaja en el cinturón y los calcetines de lana de un difunto, empecé a avanzar en la oscuridad absoluta, levantando bastante los pies para evitar escombros, desechos o lo que fuera. Pensé en ratas, murciélagos, bichos y serpientes, pero los alejé de mi mente porque eso no era lo que me preocupaba en ese momento. Mi inquietud era el ántrax en el aire a mi espalda y un psicópata armado en la oscuridad, en algún lugar delante de mí.

Santa María… . Siempre he sido muy religioso, en realidad muy devoto. Sólo que no lo menciono ni pienso mucho en ello cuando todo va bien. Por ejemplo, cuando me estaba muriendo desangrado en la alcantarilla, no invoqué a Dios sólo porque tuviera problemas, sino porque no tenía otra cosa que hacer y parecía el lugar y el momento adecuados para rezar… Madre de Dios…

Pisé algo resbaladizo con el pie derecho y casi perdí el equilibrio. Me agaché, palpé alrededor del pie y encontré un objeto metálico. Intenté levantarlo, pero no se movía. Volví a pasar la mano y por fin descubrí que se trataba de un raíl empotrado en el suelo de hormigón. Recordé que Stevens nos había mencionado que, en otra época, había un ferrocarril de vía estrecha en la isla, que trasladaba la munición desde los barcos que atracaban en la ensenada hasta las baterías de artillería. Aquello era evidentemente un túnel de ferrocarril que conducía a un almacén de municiones.

Mantuve el pie en contacto con el raíl y seguí adelante. Al cabo de unos minutos, me percaté de que la vía giraba a la derecha y tropecé con algo rugoso: Me agaché y palpé. Había una aguja, con un raíl que se dirigía a la derecha y otro a la izquierda. Cuando empezaba a creer que Tobin y yo nos estábamos acercando al final de la vía, apareció una bifurcación. Permanecí agachado y escudriñé la oscuridad en ambas direcciones, pero no logré ver ni oír nada. Pensé que si Tobin creyera estar solo, tendría su linterna encendida o, por lo menos, haría ruido al andar. Como no podía verlo ni oírlo, hice una de mis famosas deducciones y concluí que sabía que no estaba solo. O puede que estuviera muy por delante de mí. O quizá ni siquiera estaba allí… Ruega por nosotros pecadores…

Oí algo a mi derecha, como un trozo de hormigón o una piedra que cayera al suelo. Escuché más atentamente y oí algo que parecía agua. Se me ocurrió que con la lluvia podía haber derrumbamientos en el túnel… Ahora y en la hora…

Me incorporé y avancé hacia la derecha, guiado por el raíl. Aumentó el ruido del agua que caía y mejoró la calidad del aire.

A los pocos minutos tuve la sensación de haber llegado al final del túnel y de encontrarme en un espacio más amplio: el almacén de municiones. En realidad, cuando levanté la cabeza, alcancé a ver un pequeño fragmento del oscuro firmamento. La lluvia penetraba por el agujero y caía al suelo. También llegué a discernir algún tipo de andamio que ascendía hacia el agujero y comprendí que se trataba del ascensor de municiones para trasladar los proyectiles a las baterías de la superficie. Así que ése era el final de la vía y sabía que Tobin se encontraba ahí y me estaba esperando… De nuestra muerte. Amén.

Capítulo 36

Fredric Tobin no parecía tener ninguna prisa por anunciar su presencia y yo escuchaba el chorreo de la lluvia mientras esperaba. Al cabo de un rato, casi llegué a creer que estaba solo, pero sentía otra presencia en la sala. Una presencia maligna, realmente nefasta.

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