El chasis de la ambulancia era muy elevado y pasaba sin dificultad sobre las ramas caídas en la carretera. Pronto desapareció en la oscuridad.
Corrí hacia el parque de bomberos, tan de prisa como me lo permitieron mis pies descalzos, desenfundé mi revólver y entré por la puerta abierta del garaje, donde distinguí las siluetas de tres camiones.
Había estado tanto tiempo bajo la lluvia, que su ausencia me resultó extraña durante unos diez segundos, pero me aclimaté con mucha rapidez.
Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi un poste de deslizamiento al fondo del garaje y un orificio en el techo, por el que se filtraba la luz parpadeante del piso superior. A la izquierda del poste había una ancha escalera. Con el revólver en la mano, subí por los crujientes peldaños. Era consciente de que no corría ningún peligro y sabía lo que me encontraría.
La escalera terminaba en un dormitorio iluminado por unas lámparas de petróleo, a cuya luz vi dos individuos en sus catres y no tuve que acercarme para saber que estaban muertos. Ahora el número de personas conocidas asesinadas por Tobin ascendía a siete. Un absurdo juicio a la antigua usanza era definitivamente innecesario para saldarle las cuentas.
Junto a cada cama había un par de botas y unos calcetines. Me senté en un banco, me puse unos gruesos calcetines y unas botas de goma que me iban bastante bien. Había taquillas en una pared y perchas en otra, de las que colgaban impermeables y jerséis. Pero ya le había quitado lo suficiente a un muerto y no porque fuera supersticioso.
Tras el dormitorio había una pequeña cocina y, en ella, una mesa con una caja de buñuelos de chocolate. Cogí uno y me lo comí.
Salí del edificio y me dirigí al este por la carretera que pasaba delante del parque de bomberos, tras las huellas de la ambulancia. El asfalto estaba cubierto de ramas aplastadas por el vehículo.
Caminé aproximadamente un kilómetro e, incluso en la oscuridad, recordé aquella carretera de la visita guiada con Stevens. La lluvia era ahora intensa y el viento empezaba a romper de nuevo las ramas de los árboles. De vez en cuando oía un crujido que parecía el disparo de un rifle y me daba un vuelco el corazón, pero era el ruido de alguna rama quebrada que caía entre los árboles.
La carretera asfaltada, cuyas cunetas estaban completamente inundadas, se había convertido en un torrente con el agua que caía del terreno más elevado a ambos lados, por el que yo intentaba avanzar penosamente entre barro y ramas caídas. Era definitivamente peor que la acera de mi casa. La naturaleza es imponente y, a veces, un asco.
En todo caso, no prestaba suficiente atención a lo que tenía delante porque, cuando levanté la cabeza, la ambulancia estaba delante de mí, a cinco metros escasos. Me detuve inmediatamente, desenfundé mi revólver y apoyé una rodilla en el suelo. A través de la lluvia vi un enorme árbol caído frente al vehículo.
La ambulancia ocupaba la mayor parte de la estrecha carretera y me acerqué por la cuneta de la izquierda, con el agua hasta las rodillas. Me asomé a la puerta del conductor, pero no había nadie en la cabina.
Quería inutilizar el vehículo, pero las puertas estaban cerradas y el capó se abría desde el interior. ¡Maldita sea! Me arrastré bajo el elevado chasis del vehículo y saqué la navaja. No sé mucho sobre mecánica, pero Jack el Destripador tampoco era un experto en anatomía. Corté varios tubos, que eran conductos de agua, y parte del sistema hidráulico y, luego, para asegurarme, corté también algunos cables eléctricos. Razonablemente seguro de haber cometido motorcidio , salí de debajo del vehículo y seguí por la carretera.
Me encontraba rodeado de fortificaciones de artillería, unas enormes ruinas de piedra, hormigón y ladrillo cubiertas de matorrales y plantas trepadoras, muy parecidas a las ruinas mayas que había visto en una ocasión en la selva, cerca de Cancún. En realidad, eso fue durante mi luna de miel. Esto no era ninguna luna de miel, pero aquello tampoco lo había sido.
Seguí por la carretera principal, a pesar de que había numerosas sendas, rampas de hormigón y escaleras a ambos lados. Evidentemente, Tobin podía haber ido por cualquiera de aquellos caminos para penetrar en las fortificaciones. Comprendí que probablemente lo había perdido. Dejé de andar y me agaché junto a un muro de hormigón, que sobresalía de la carretera. Estaba a punto de retroceder cuando oí algo en la lejanía. Escuché, procurando aguantar mi ruidosa respiración, y lo oí de nuevo. Era un ruido agudo y quejumbroso, que por fin reconocí como el de una sirena. Procedía de muy lejos y apenas era audible entre el viento y la lluvia. Era un sonido agudo y prolongado a lo lejos, al oeste, seguido de otro corto y luego, de nuevo, otro prolongado. Era, evidentemente, una sirena eléctrica de alarma, procedente probablemente del edificio principal.
De niño había aprendido a reconocer las sirenas de alarma antiaérea y ésta no lo era. Tampoco correspondía a los bomberos, la ambulancia, la policía, ni a una fuga radiactiva, que había oído en una ocasión en una película de entrenamiento de la policía. Así que, en parte por eliminación y en parte porque no soy realmente estúpido, comprendí, a pesar de no haberla oído hasta entonces, que se trataba de una sirena de alarma de fuga bioquímica.
– Jesús…
El fluido eléctrico de la red se había cortado y ahora debía de haber fallado el generador cercano al edificio principal; las bombas de presión negativa del aire habían dejado de funcionar y los filtros electrónicos se habían desactivado.
– María…
Desde algún lugar, una gran sirena alimentada por una batería propagaba la mala noticia y todos los que estaban de servicio en la isla durante el huracán debían ponerse los trajes de biocontención y esperar. Yo no tenía ningún traje de biocontención. Maldita sea, ni siquiera llevaba calzoncillos.
– Y José. Amén.
No caí presa del pánico porque sabía exactamente lo que debía hacer. Era como en el colegio, cuando bajábamos al sótano al oír las sirenas de alarma antiaérea y se suponía que los misiles rusos se dirigían al instituto de La Guardia.
Bueno, puede que no fuera tan terrible. El viento soplaba con fuerza de sur a norte… ¿o no? En realidad, la tormenta se desplazaba hacia el norte, pero el viento soplaba en el sentido contrario a las agujas del reloj, de modo que cualquier cosa que recogiera el viento en el edificio principal, en el extremo oeste de la isla, podría llegar aquí, al extremo este.
– ¡Maldita sea!
Me agaché bajo la lluvia y pensé en los asesinatos, en la persecución a través de la tormenta, en lo cerca que habíamos estado de la muerte y, ahora, después de tanta locura, vanidad absurda, avaricia y engaño, llegaba la lúgubre figura de la guadaña y lo eliminaba todo. Pum . Así de simple.
Sabía, en el fondo de mí corazón, que si los generadores fallaban, todo lo que contenía el laboratorio contaminaba el aire exterior.
– ¡Lo sabía! ¡Sabía que esto sucedería!
¿Pero por qué hoy? ¿Por qué tenía que ocurrir la segunda vez en toda mi vida que pisaba aquella estúpida isla?
Decidí regresar a toda prisa a la playa, recoger a Beth, utilizar el ballenero para llegar al Chris Craft y huir de la isla sin perder la esperanza. Por lo menos tendríamos una oportunidad y la de la guadaña se ocuparía de Tobin en mi lugar.
Otra idea cruzó mi mente, pero no era agradable. ¿Y si Beth había reconocido la sirena, se había trasladado al Chris Craft en el ballenero y se había marchado? Después de reflexionar, decidí que una mujer capaz de acompañarme en un pequeño barco durante una tormenta no me abandonaría en un momento así. Sin embargo, había algo en la peste más aterrador que una tempestad.
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