Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Por supuesto, era muy probable que mi madre estuviera hablando por teléfono. Sus parientes la llamaban todo el tiempo. Hablaba con su madre y con sus hermanas varias veces al día. Hablaba con las «nuevas amigas» de su iglesia y con el pastor y su mujer. Hablaba con funcionarios del tribunal de familia del condado y también era posible que hubiese hablado con un abogado. Y sin embargo, a mí me parecía que estaba siendo deliberadamente irresponsable, indiferente a mis necesidades, utilizando el teléfono en un momento en el que yo podía estar tratando de llamarla.

¡No te necesito! Te detesto. Papá ha venido para llevarme con él, lejos de ti.

Siempre que sea necesario elegir, una chica elegirá a su papá. Incluso aunque seas mamá, reconoces que tiene que ser así: te acuerdas de cuando también tú eras una jovencita.

Recuperé la moneda cuando me la devolvió el teléfono y regresé a la mesa donde me esperaba papá, bebiendo. Para entonces el local estaba casi lleno. Tuve que abrirme camino entre un laberinto de mesas. Tuve que abrirme camino entre la multitud junto al mostrador, largo, con forma de herradura, erizado de obstáculos. Sólo vi a una mujer -las jóvenes que reían se habían marchado- y era alguien de casi cuarenta años de pelo ondulado, elástico y suelto, parecido al de Zoe Kruller, el estilo de una popular serie de la televisión de una época anterior, Los ángeles de Charlie; un estilo joven y glamuroso, pero la mujer ante el mostrador no era ni joven ni glamurosa sino de mandíbula cuadrada, con una pintura de labios tan oscura que parecía negra. Al acercarme alzó la vista hacia mí con repentina atención. Y otros hombres me miraron también. Sonreí con timidez, era lo que me salía de manera instintiva, tal vez como un animal se encoge y enseña los dientes en un simulacro de sonrisa para evitar que le hagan daño. Me tiré de la cola de caballo para enderezarla. Mechones húmedos de pelo se me habían pegado a la frente. Existía una manera de caminar que envidiaba en algunas de las chicas de más edad del instituto, una manera de exhibirse, cabeza muy alta y mirada perdida ¡Que nadie me moleste!, pero aquella manera de andar estaba por encima de mis posibilidades, me faltaba seguridad sexual. Y hubo un sujeto que dio un paso al frente para detenerme. No era nadie a quien conociera, ¿o sí? Llevaba una perilla descuidada, su boca una ancha cicatriz húmeda.

– ¿Eres su hija? ¿Diehl? ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué te ha traído? ¿Qué está haciendo aquí? El muy desgraciado.

Me quedé atónita. Demasiado sorprendida para reaccionar de otro modo que tartamudeando tontamente:

– Lo siento…

Aquel individuo, aquel furioso personaje de la perilla que no había visto nunca, se atrevió a agarrarme del brazo. Para preguntarme de nuevo con voz de borracho llena de superioridad moral por qué estaba allí mi padre. ¿Por qué había vuelto a Sparta, donde sabía muy bien que nadie quería verlo? Y yo traté de decir, tartamudeando y disculpándole, que mi padre estaba «de visita».

– ¿A quién tiene que visitar ?

Dije que no lo sabía.

Lo que quería era quitarme de encima la mano de aquel hombre. Mi miedo era que nos viese papá, porque entonces sucedería algo terrible, y la víctima, posiblemente, sería papá. Tenía la esperanza de que no viera aquel enfrentamiento.

– Tu padre no ha estado en la cárcel, ¿verdad? ¿Por lo que hizo a la mujer de Delray Kruller? Sabes quién era… ¿Zoe? ¿Cuántos años tienes? ¿Por qué trae aquí a una chica como tú? ¿Cómo ha conseguido salir tan bien librado después de lo que hizo? ¿Por qué ha vuelto aquí? «De visita»… ¿a quién? Maldito asesino hijo de puta.

Traté de protestar. Me estaban empujando, otra persona tiraba de mí, el barman corpulento, de cara pálida que había estrechado la mano de mi padre. E intervino otra persona más, un amigo del tipo de la perilla, que dijo:

– Coño, Mack, deja en paz a la chica. No tiene nada que ver con todo eso. Vamos.

– El hijo de puta asesinó a la mujer de Delray y sigue tan campante. ¿Es el que está allí, en aquella mesa? ¿Es ése Diehl?

Traté de protestar, mi padre no había asesinado a nadie. A mi padre ni siquiera lo habían detenido. Ni siquiera le habían acusado de nada…

A Mack, la boca babeante, lo apartaron a un lado. Llegó alguien que empujó al barman, quien, a su vez, lo agarró por el cuello de la camisa como en un dibujo animado, lo zarandeó, desconcertándolo y le obligó a retroceder. Se alzaron voces vehementes. El barman, que se llamaba Deke, dijo:

– Cálmense. Vamos, hay que calmarse. Tranquilícense…

Entonces intervino también la mujer con el pelo elástico y suelto, una cara muy maquillada, y tantas arrugas como un mono:

– ¡No escuches a esos cretinos, corazón! Tu padre tiene todo el derecho a beber en cualquier sitio que se le antoje, joder, estamos en los Estados Unidos de América, por el amor de Dios.

Me consoló pensar que fuese amiga mía aquella mujer, con su blusa de satén de color rosa intenso y diseño exclusivo, y unos vaqueros muy ajustados, que tambaleaba sobre unos tacones ridículamente altos, como los que Zoe Kruller podría haber llevado en el escenario de Chautauqua Park. Su aliento apestaba a whisky barato y se me echó encima de manera agresiva.

– La tal Kruller… ¿cómo se llamaba?… La condenada Zoe, la irresistible Zoe… se lo andaba buscando. Todo el mundo sabía lo que era Zoe. Si no lo llega a hacer un hombre, lo habría hecho otro. «Acabas en la cama que te has preparado.» La cama que te mereces, ¿te das cuenta? ¿Quién coño tiene la culpa?

Me escapé y volví a la mesa de mi padre. Para mi asombro, no se había dado cuenta del alboroto junto al mostrador.

Papá, de hecho, estaba encorvado sobre la mesa, como un oso herido que trata de recuperar fuerzas. Unos pocos minutos sin su bonita hija rubia con la cola de caballo, y un hombre como Eddy Diehl podía deprimirse. Un hombre como Eddy Diehl podía deprimirse con toda la facilidad del mundo. Apoyados los codos en el tablero maltratado de la mesa, daba vueltas a las injusticias de la vida con la sólida mandíbula descansando en los puños y los ojos entornados como si estuviera muy cansado de repente, cansado hasta decir basta. Había pedido otra Coca-Cola para mí y para él un whisky junto con una espumosa jarra de cerveza oscura. Alzó la vista y me obsequió con una rápida sonrisa paternal mientras medio me caía en el asiento.

Estaba aturdida, pero sonreía. Otro papá tal vez habría advertido el aturdimiento por debajo de la sonrisa, pero no aquel papá que se bebía la mitad de su whisky de un solo trago.

– Escucha la canción que he pedido que toquen para ti… ¿sabes qué es?

Traté de escuchar. Pensé que podía ser importante. Tanto revuelo en el bar, más hombres mirando en nuestra dirección, no me podía concentrar muy bien.

Delia's gone, one more round!

Delia's gone [1]

Una voz de barítono muy grave, con el peculiar acento de la música country, ¿podía tratarse de Johnny Cash? Intenté escuchar, pero apenas conseguí oír.

Extraña la manera en que mi padre bajaba la cabeza, como si fuera imperioso oír la letra de la canción, como si la canción encerrase para él algún significado especial; como si Eddy Diehl hubiera estado recientemente en algún sitio (aunque, ¿qué lugar podía haber sido ése?) donde no se le había permitido oír aquella música. O no se le había permitido estar sentado así, bebiendo whisky y cerveza, fumando un cigarrillo, en un disfrute sensual y solitario; la peculiar soledad del que bebe en público.

Delia oh Delia

Where you been so long?

One more round, Delia's gone,

One more round. [2]

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