Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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– No hace falta que le digas a tu madre que he venido a visitarla -dijo Zoe. Luego se agachó para sonreírme todavía con más convicción y para rozarme la frente con los labios. Zoe olía a perfume y a almizcle y en absoluto como en Honeystone's Dairy. En el hueco de su cuello había un leve brillo húmedo, y a mí me hubiera gustado tocarlo con la lengua. En torno a la garganta llevaba un pajarito de oro (¿una paloma?) colgado de una fina cadena también dorada-. Puede ser una sorpresa, Krissie. Volveré mañana y sorprenderé a tu mamá, así que no eches a perder la sorpresa, ¿no te parece? Mantendremos en secreto entre tú y yo que hoy he estado aquí.

Sí, dije. Me gustaba poder compartir un secreto con Zoe Kruller; y que papá participase.

– Bueno, Gatita, también tu papá se marcha -torpemente se inclinó sobre mí y me besó en la frente, más un golpe que un beso, húmedo y avergonzado, en el nacimiento del pelo-. Tengo que ir a una obra, sólo he pasado por casa para cambiarme de camisa. Bueno, ¿todo en orden? Nos vemos luego, Krissie.

Aunque resultara extraño que Zoe Kruller y mi padre apenas parecieran reconocer mutuamente la presencia del otro -que apenas se mirasen-, yo, por algún motivo, no me di cuenta entonces. Extraño también que, después de colgarse el bolso del hombro, Zoe abandonara la cocina con un gruñido displicente «Hasta luego a los dos», y que casi de inmediato papá saliera por la misma puerta; al cabo de unos segundos llegó el ruido del jeep al arrancar camino de la carretera, y sin duda Zoe Kruller tenía que acompañar a papá en el asiento del pasajero; pero para entonces estaba ya distraída mirando dentro del frigorífico en busca de algo que comer, los restos de dulce de tapioca, el postre de la última cena, muy bien tapados con un plástico transparente.

Nunca se me ocurrió pensar ¡La señora Kruller estaba aquí con papá! La señora Kruller vino a visitar a papá.

Todavía menos habría pensado Papá trajo aquí a la señora Kruller para estar a solas con ella. Mientras mamá estaba fuera.

– La señora Kruller estuvo aquí -le conté a Ben-. El año pasado. Cuando los profesores celebraron su reunión y nos mandaron a casa a mediodía.

– ¡A mí no me mandaron! Uso no pasó.

– A ti no. No fue en tu instituto.

– No me creo que la señora Kruller estuviera aquí. No era amiga de mamá.

– Dijo que se había pasado por aquí para ver a mamá, y la llamó «Lucy». Pero mamá no estaba en casa y se volvió a marchar.

– ¿Por qué tendría que venir aquí? -dijo Ben, asaltado por las dudas-. Mamá y la señora Kruller no eran amigas.

Había un algo triste y desanimado en la manera en que Ben pronunció las palabras Mamá y la señora Kruller no eran amigas.

– También papá estaba aquí. A la misma hora.

– ¡No es posible! Te lo estás inventando.

– No me lo estoy inventando.

– Zoe Kruller no hubiera venido aquí. Eso es una tontería muy grande.

– ¡Deja de decir que no! Estuvo aquí. Y papá también.

– Krista, eso no es verdad.

– Se marcharon en el jeep de papá. Me dieron la tarde libre en el instituto, llegué pronto a casa y estaban aquí.

– Sandeces.

– Pues es la verdad.

Ben me golpeó en el hombro, con fuerza.

– Eso no sucedió, eres una maldita mentirosa. Si le cuentas eso a alguien, te partiré la cara.

Me empujó para apartarme y marcharse. Sentí que me recorría de pies a cabeza una llamarada de odio absoluto hacia mi hermano que era tan grosero y tan cruel. ¡Partirme la cara! No olvidaría nunca aquellas palabras.

Más adelante llegaría a tener dudas; quizá Ben estaba en lo cierto y yo me equivocaba. Quizá fuera mejor pensar eso y no lo otro.

¿De verdad había estado Zoe Kruller en nuestra cocina, enjuagando tazas de café en el fregadero? ¿De verdad había estado Zoe Kruller en casa, silbando? ¿Había entrado papá en la cocina peinándose para quitarse el pelo de la cara, sujetándose la cabeza con la mano izquierda, mientras la derecha empuñaba el peine negro de plástico que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón? Papá cojeaba nada más que un poquito, tenías que saber que papá tenía una rodilla mala para reparar en su cojera. ¿Quizá recordaba mal todo aquello? Como tampoco había oído bien a la señora Bender en clase, ni había sido capaz de ver los signos más pequeños hechos con tiza en la pizarra del instituto.

Pero había otra posibilidad: Zoe Kruller había venido a nuestra casa y mamá la estaba esperando. Quizá no había sido cuando tuve la tarde libre sino otro día. Mamá había invitado a Zoe Kruller a casa porque Lucille Diehl y Zoe Kruller eran amigas, y no era en absoluto papá el amigo de Zoe Kruller.

Lo que quería decir que papá no había estado en casa. Papá no se había marchado con la señora Kruller en el jeep de color negro.

Papá no había estado entonces en casa. No en aquella ocasión.

11

¡Pero te puedo querer más que nadie, papá! Y perdonarte.

Ese sería mi secreto, ni siquiera papá lo sabría.

En la County Line Tavern, en nuestra mesa en un rincón apartado del bar, papá arrojó monedas sobre el tablero pegajoso: de veinticinco centavos, de diez, incluso de uno, que rodaron en todas direcciones.

– Aquí tienes cambio para el teléfono, Krista. Llama a tu madre y dile dónde estás. Que sepa que no te ha pasado nada -papá torció la boca en una sonrisa desdeñosa-, dile que estás cenando conmigo y que por qué no se reúne con nosotros; nos gustaría.

¿Nos gustaría? No estaba muy segura.

Papá me guiñó un ojo mientras, obedientemente, abandonaba la mesa. Reí sin estar segura de lo que quería decir el guiño de papá.

Porque mi madre estaría todavía menos dispuesta a reunirse con nosotros en la ruidosa County Line Tavern -un establecimiento de ambiente rural a un lado de la carretera, a ocho kilómetros al norte de Sparta y a otros tantos de nuestra casa, aunque en distinta dirección- que en cualquier otro sitio. Allí el aire se adensaba con voces exaltadas de varones, con risas. Música rock muy alta, música country atronando desde una gramola. Y con un olor, muy conmovedor para mí -el olor que representaba a mi padre, al mundo de mi padre -, a cerveza, humo de tabaco, un aroma apenas perceptible de sudor masculino, quizá de ansiedad, de angustia masculina. Había unas pocas mujeres en la County Line -mujeres jóvenes-, algunas chicas de aspecto sumamente joven que tenían que haber cumplido los veintiuno para que les sirvieran bebidas alcohólicas, sentadas juntas en un cerrado grupo festivo ante el mostrador, pero lo que predominaba eran los hombres: trabajadores locales, granjeros, camioneros que dejaban en marcha los motores de sus enormes vehículos en el aparcamiento -el porqué no lo supe nunca, ¿no estaban consumiendo combustible sin necesidad?- y provocando que el gélido aire exterior se volviera azul con los gases de los tubos de escape.

A aquella hora todavía temprana, cerca de las seis de la tarde, pasado el crepúsculo, la oscuridad como de noche cerrada ya, la County Line era muy popular. Hombres que no tenían prisa por llegar a sus casas, u hombres como Eddy Diehl que de algún modo carecían de hogar, invisiblemente desfigurados y sin embargo decididos a mostrarse festivos, bullangueros. Con mi chaqueta del instituto de Sparta, hecha de tela sintética parecida a la seda, una seda llamativa de color morado oscuro, glamurosa a primera vista, con mis vaqueros repetidamente lavados y con mi luminosa cola de caballo rubia bollándome por detrás de la cabeza y hasta mitad de la espalda, captaba las miradas de los hombres de la manera en que una llama vertical moviéndose entre sombras opacas atraería las miradas. En un gesto de vaga actitud protectora, mi padre me llevó a una mesa en la zona «familiar» del establecimiento e hizo que me sentara de espaldas al mostrador, aunque ahora no pareciera importarle que para llamar a mi madre desde el teléfono público tuviese que abrirme camino por mi cuenta a través del bullicio del bar.

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