Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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Tres pasos. Me quedan tres pasos. Entonces podré detenerme.

«¡Mierda!», pensé. Se me había ocurrido una pregunta. En un día normal habría resultado sencillo dar media vuelta y hacer la pregunta al redactor jefe. Pero hoy no me parecía nada fácil. Mi estómago se volvió a contraer inmediatamente. Imaginé el sudor de la espalda tiñendo de gris mi camisa blanca con la mirada de Bob. Supuse que él quería que yo apareciera de nuevo tan poco como yo volverme a presentar. Me dije a mí mismo que era mejor no ir. Me dije a mí mismo que olvidara la pregunta, volviera a mi mesa y me pusiera a trabajar.

Entonces me giré. Vi los labios de Bob apretados con fuerza.

– Mmmh, ¿por qué no oyó los disparos? -pregunté.

Los labios de Bob palidecieron.

– Los disparos -repitió en voz baja.

Noté que la cara se me acaloraba, sentí un escozor debajo del límite del pelo.

– Perdón, yo sólo… La mujer de… en el… -en el no sé qué- en el aparcamiento. Jane dijo que la mujer no tenía ni idea de lo que pasaba, pero… Quiero decir que si estaba fuera debería haber oído los disparos… ¿no? -Mi voz se desvaneció poco a poco. Un nudo de temor nauseabundo subió en espiral del estómago hasta la garganta.

Las mejillas de Bob habían enrojecido.

Todo tiene una explicación. El enrojecimiento de las mejillas de Bob Findley era un fenómeno observado con terror por cada uno de los miembros del personal de redacción. Y había razones para ello. Cuando las mejillas de Bob enrojecían, quería decir que lo habías enfurecido. A pesar de su vida laboral tranquila, su carácter atento, sus esfuerzos permanentes de justicia y decencia, tú y sólo tú habías conseguido echar una cerilla en el depósito de gasolina de su ira. Y no era un evento feliz. Había historias. Historias sobre lo que él había hecho a las personas que habían conseguido hacerle rabiar. No eran historias de explosiones o diatribas. Bob no explotaba. No gritaba ni lanzaba muebles. Pero si conseguías encolerizarle, hacerle rabiar lo bastante a menudo o con suficiente intensidad, te hacía pagar por ello. Con paso lento pero seguro. Te borraba del libro de la vida. Cuenta el saber popular del periódico que ocurrió una vez, con una mujer dura y veterana que ponía continuamente en entredicho su joven criterio. Los enterados del periódico dicen que ahora trabaja como crítico de televisión en Milwaukee, aunque quizás exageraron con el golpe de efecto tétrico que le dieron a la historia. Nadie quería descubrir la verdad y yo todavía menos, habida cuenta de las circunstancias. Cuando las mejillas de Bob se pusieron escarlata de furia, mis dientes se cerraron con fuerza y mi cabeza tuvo una sacudida hacia atrás como si una granada hubiera explotado a mis pies.

Y Bob, tranquilo, enrojecido, casi vibraba en su silla. Despacio, muy despacio, dijo:

– No lo sé, Steve. No sé si habría oído los disparos o no. Quizá los oyera. No lo sé. Lo que me gustaría que hicieras, por favor, es conseguir una entrevista con Frank Beachum sobre sus sentimientos en el día de hoy. Luego desearía que transcribieras esa entrevista como una crónica de interés humano. ¿Crees que puedes limitarte a hacer eso, por favor?

– Sssí, claro, por supuesto, sin duda Bob, claro -contesté.

– Gracias -dijo Bob.

Cogió los papeles de su despacho de nuevo y se puso a estudiarlos, dando por concluido el tema. Jane March, con los ojos como platos, hinchó los carrillos y respiró con fuerza como diciendo ¡Uuauhh!

Giré sobre mis talones y crucé de nuevo el umbral como un rayo.

– De acuerdo -murmuré mientras avanzaba en línea recta hacia mi despacho-. Una crónica de interés humano. Sí, claro, no faltaría más, en seguida, por supuesto.

4

Me dejé caer aliviado en mi silla giratoria y conecté el terminal. Mientras se encendían las luces, mi mano se dirigió al bolsillo de la camisa. Ya casi había sacado un cigarrillo cuando me acordé de la norma. La política antitabaco. Bob había colaborado en su aplicación y lo cierto es que nuestro Bob se preocupaba mucho por nuestra salud. Pensé que hoy no era un buen día para violar la norma.

Escribí Beachkil en el teclado y el archivo apareció en la pantalla. Se trataba de una selección de historias, desde el primer día hasta la vista de la causa. Las ojeé rápidamente, cogiendo sólo lo fundamental. La historia que compuse fue la siguiente:

El cuatro de julio, hace seis años, una estudiante universitaria de veinte años de edad llamada Amy Wilson recibió el impacto de una bala del 38 en la garganta mientras despachaba detrás del mostrador en la tienda de ultramarinos Pocum, en Dogtown. En aquel entonces, estaba embarazada de seis meses y tanto ella como el bebé perecieron. Era una estudiante becaria de segundo año en la Universidad de Washington y estaba casada con un estudiante de derecho, Richard Wilson. Durante el verano, trabajaba en la tienda de ultramarinos para contribuir a la economía familiar.

Justo antes de que tuviera lugar el tiroteo, Dale Porterhouse, un asesor fiscal que pasaba por la zona, pidió permiso para utilizar el aseo de la tienda. Más tarde, testificó en el juicio contra Frank Beachum. Según su versión, al entrar en el aseo oyó cómo Amy Wilson le decía a Beachum que no le podía pagar los cincuenta dólares que le debía por la reparación del carburador de su vieja Impala. Momentos después, desde el baño, según prosiguió Porterhouse, oyó a Amy que chillaba diciendo «¡No, por favor! ¡Eso no!» Tras el grito, oyó un único disparo. Porterhouse se cerró la cremallera de los pantalones y salió corriendo hacia la entrada, al fondo de la tienda, justo a tiempo de ver cómo Frank Beachum se alejaba corriendo. Beachum, dijo, sostenía una pistola en la mano derecha. Porterhouse le identificó en la comisaría de policía ese mismo día.

Porterhouse explicó que se había acercado a toda prisa hasta la mujer embarazada que vacía en el suelo. Sufría convulsiones y gorgoteaba, contentó, aunque el médico forense testificó que lo más probable era que en ese momento ya estuviera muerta. Porterhouse afirma que la sangre salía a borbotones por la herida de bala de la garganta y que tenía los ojos abiertos de par en par. Según su declaración, parecía aterrorizada.

Nancy Larson, ama de casa y madre de tres niños, también testificó en el proceso. Iba de camino a un picnic, manifestó, y había aparcado su Toyota azul para comprar una botella de gaseosa en la máquina apoyada justo contra la pared de la tienda de ultramarinos. Testificó que casi atropelló a Beachum cuando éste se dirigía hacia su coche. Ella sacó la cabeza por la ventana para disculparse, pero él ni siquiera se giró y se limitó a hacer un gesto con la mano. La señora Larson no vio la pistola de Beachum, pero la policía la encontró más tarde en la curva, como si alguien la hubiera lanzado desde la ventana de un automóvil. No estaba registrada y tampoco tenía ninguna huella. Resultó imposible descubrir su procedencia.

Parecía que el caso había sido cubierto ampliamente por los medios de comunicación. A la gente del barrio le gustaba Amy. Era atractiva, educada e inteligente. Todas las historias sobre su asesinato adoptaban un tono de indignación moral. A los periodistas les encantan los escándalos morales. Creen que indignándose demuestran su moralidad, y los políticos igual. Wally Cartwright, el ayudante de la fiscal que llevó el caso, había puesto en evidencia su indignación anunciando que pediría la pena de muerte. Hizo el anuncio con su jefe, Cecilia Nussbaum, delante de los viejos juzgados donde empezó el caso Dred Scot. Cartwright y Nussbaum querían demostrar que la pena de muerte era válida para todo el mundo, blancos o negros. No hacía mucho tiempo que el Tribunal Supremo había destacado la existencia de un predominio de negros condenados a la pena capital. Los votantes de raza negra también insistían en ello. De un modo u otro, los fiscales se las agenciaron para mostrarse vilipendiados por él caso Frank Beachum y el caso Dred Scot al mismo tiempo.

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