Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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– Sí, señor. Eso es -respondió el prisionero.
– De acuerdo.
Luther reparó en que su mano, la que tenía en el bolsillo, con las llaves, estaba húmeda y sudorosa. La sacó y la juntó con la otra, pendiendo delante de él como si fuera un sacerdote delante de una tumba.
– Quisiera explicarte lo que ocurrirá aquí esta noche para que no haya sorpresas -anunció.
Era la parte típica del protocolo. En una de las reuniones que mantenían después de cada procedimiento, el equipo de ejecución de Osage había decidido que mantener al convicto bien informado facilitaría mucho las cosas. En caso contrario, y habida cuenta del nerviosismo creciente a medida que se acercaba la hora de la ejecución, cualquier pequeña variación respecto a lo que el prisionero esperaba tendería a asustarle y podría causar problemas.
– Tendremos que pedir a las visitas que se vayan a las seis en punto -prosiguió Luther-. Quizá prefieras informarles en caso de que tengan previsto quedarse hasta las diez. Te traerán la cena y ropa limpia. Hay una especie de ropa interior de plástico que deberás ponerte. Nadie lo verá ni nada parecido, pero es preciso utilizarla por razones de higiene. Nos aseguraremos de que te la quiten antes de entregar el cuerpo a tu mujer. Sobre las diez y media podrás recibir a tu consejero espiritual tal como has solicitado, si no me equivoco.
El prisionero intentó responder pero no pudo. Cerró los ojos un instante y tragó saliva. Luther continuó.
– Bajaremos la camilla aquí, a la celda… una media hora antes del procedimiento. Te llevarán a la sala en cuestión y te pondrán el electrocardiograma y las sondas intravenosas en ese momento. Pero no ocurrirá nada antes de lo previsto. Empezaremos a las 12.01 horas y justo hasta entonces estaremos controlando los teléfonos. Mantendremos las líneas abiertas con el fiscal general y el gobernador y las vigilaremos constantemente para garantizar que todo funcione como debe. ¿Alguna pregunta?
Beachum soltó la respiración como si hubiera estado conteniendo el aire.
– No.
El alcaide dejó que su peso recayera sobre el otro pie.
– Bien, hay algo más. Luego te dejaré en paz. Se trata del sedante.
Beachum se puso rígido. Sus labios menguaron, y el hilillo de humo que salía de su cigarrillo se desdibujó con el temblor de su mano.
– No quiero ningún sedante.
– El sedante es completamente opcional -añadió Luther rápidamente-. Pero te recomiendo encarecidamente que lo tomes porque te tranquilizará mucho -Plunkitt adoptó un tono más abierto, de hombre a hombre. Había pronunciado estos discursos las veces suficientes como para que los cambios de inflexión se produjeran automáticamente-. Cielos, Frank, lo digo tanto por ti como por mí -insistió-. Hacer que todo vaya bien va en interés de todas las personas implicadas. El sedante que te darán hará que…
– No lo quiero -respondió Beachum secamente. A continuación, y dado que en una celda uno no tiene demasiado poder, pareció contenerse y proseguir en un tono más razonable- Aprecio su oferta, señor Plunkitt, pero deseo tener la mente despejada -desvió la mirada y añadió-: Quiero poder ver a mi mujer, ¿entiende? No voy a poner problemas, simplemente quiero estar bien para verla.
– De acuerdo -Luther sabía cuándo desistir-. Es tu decisión. Si cambias de opinión, díselo al oficial de guardia o a mí mismo. Yo sólo quería darte unos consejos, eso es todo.
El prisionero mantuvo la mirada baja, observaba sus manos. El cigarrillo ya casi se había consumido hasta el filtro y hacía que Luther se pusiera muy nervioso. Finalmente, Beachum alargó la mano y lo apagó en el cenicero de papel de estaño detrás suyo. Luther suspiró aliviado.
El alcaide se levantó un momento, observando al condenado a través de los barrotes. Había cumplido. Ya no tenía nada más que decir. Permaneció indeciso unos instantes, mientras la mano de Beachum alcanzaba de nuevo el vaso de café. Beachum se lo tragó como si tuviera mal aliento y levantó la cara hacia el alcaide.
Plunkitt hizo un gesto rápido con la cabeza y se volvió. Se marchó en dirección a la puerta, sintiendo los ojos del prisionero en su espalda. Esos ojos de un hombre muerto, esa cara.
Bajando por el pasillo hacia su oficina, Luther seguía molesto consigo mismo. Todavía podía ver la cara del prisionero. La imaginaba, esa noche, mirándole desde la camilla. Pensó que era un asco hacer tales reflexiones. Pronto empezaría a hablar como esas monjas misericordiosas que acudían de vez en cuando a las celdas de la muerte. O como uno de esos solemnes mentecatos de los telediarios que creían ser los primeros en descubrir que los convictos también eran seres humanos. ¡Cielos!, anunciarían ante la cámara portátil, esas personas tienen inteligencia, algunos de ellos, y personalidad y problemas y sentido del humor; y van a matar a uno de ellos. ¡Cielos! La película empezará a las once de la noche.
Luther saludó con la cabeza y guiñó el ojo a una secretaria que pasaba. Andaba con paso relajado y tranquilo. Esbozaba una sonrisa, suave. Nadie habría podido adivinar lo que sentía. Pero él lo sabía. Notaba el peso en el estómago. Era como si le hubieran colgado un plomo del número siete en las tripas con un hilo de seis quilos de resistencia. Tenía esa sensación desde que llegó la orden de ejecución de Beachum. Y había hecho que se enfadara consigo mismo.
Hacía años que trabajaba con criminales. Con hombres realmente peligrosos. Sabía que podían ser personajes atrayentes. Algunos de ellos inteligentes, divertidos, meditabundos. Podían iniciar un millón de juegos contigo, utilizarte como un instrumento, tomarte el pelo con un millón de estratagemas. Por supuesto, eran hombres como él mismo, y algunos de ellos habían sufrido mucho en su vida. Pero esa era justamente la cuestión: eran hombres. Y los hombres toman decisiones. Eso es lo que hace un hombre. Un hombre es un ser que puede decir no. Y si decides asesinar, acabar con la vida de la madre de algún niño, con tormento y dolor, cargarte una docena de vidas más con rabia y odio, entonces es tu misma humanidad la que te está condenando. Porque habrías podido decir no. Un hombre siempre puede decir no.
Luther miraba hacia delante mientras andaba y sus gestos se suavizaron un poco. Arnold McCardle, gordo como una vaca, le estaba esperando en la puerta de su oficina.
McCardle se sentó despachurrado en el sofá de cuero de Luther. Su camisa blanca sobresalía ampliamente por la abertura de la chaqueta gris. El arco de su vientre hacía que la corbata roja quedara tan alejada de la hebilla de su cinturón que parecía, o así lo pensó Luther, la corbata de un payaso. Evidentemente, el alcaide adjunto era un tipo muy alegre, de ojos brillantes y cara amplia, la nariz de patata, que dejaba traslucir las venas, y las mejillas hinchadas mientras soplaba por el borde de la taza de café. La taza quedaba escondida detrás de la manaza que la sostenía. Con la otra mano golpeaba distraídamente una carpeta de papel manila contra la rodilla.
Con otra taza de café, Luther se reclinó detrás de su gran mesa de color caoba. Hundió su sonrisa blanda en el vapor del café.
– Tengo la impresión -comentó de que el día de hoy será una mierda.
– No veo por qué -respondió Arnold con un guiño.
– ¿Alguna sorpresa ayer por la noche?
– No señor, ninguna. El prisionero miró una película, concilió el sueño alrededor de media noche y durmió profundamente hasta las seis de la mañana. No creo que nos dé ningún problema.
– Espero que no -dijo Luther. Seguidamente cambió de tema-. ¿Ha llegado Skycok?
– Creo que se ha quedado en el bloque de ejecución. Para alimentar a su bebé -añadió Arnold con su peculiar sentido del humor.
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