Walter Mosley - Rubia peligrosa

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La serie que protagoniza Easy Rawlins llega a su décima y tal vez última entrega con esta novela, en la que Walter Mosley nos traslada al turbulento Los Angeles de finales de los 60.
Situada en 1967, en la décima entrega de la serie de novelas criminales protagonizada por Easy Rawlins nos encontramos a un Rawlins de mediana edad que empieza a acusar el paso del tiempo y los fantasmas que nunca lo abandonaron. Easy está lidiando con en el hecho de haber abandonado a Bonnie ─a pesar de amarla como a ninguna otra mujer─, con que sus hijos ya se han hecho mayores y con que Los Angeles está sufriendo cambios tan radicales después de los enfrentamientos raciales, que hasta a un superviviente como él le cuesta adaptarse a la ciudad donde siempre ha vivido. Sin embargo, Rawlins siempre parece encontrar nuevos problemas a los que hacer frente.
Dos peligrosos amigos de Easy, Ratón Alexander y Navidad Black, han desaparecido. Al primero lo buscan por el asesinato de Pericles Tarr; Navidad, por su parte, dejó a su hija Pascua en casa de Easy y se esfumó. La aparición de la policía militar en busca de Black, hace que Easy se ponga a trabajar para descubrir qué ha pasado y la relación que existe entre las desapariciones de sus amigos, el asesinato de Tarr y la aparición de una mujer rubia que no es como parece ser.
«Sus compactos diálogos continúan centelleando y el modo en que Mosley compone sus escenas sigue siendo tan sagaz como siempre» The New York Times

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Detrás de nosotros iba un jeep lleno de militares armados, bribones. Tenía que elegir entre Bonnie y los soldados suicidas; aquellos que pensaban que podían atacar a un hombre como Navidad y ganar.

картинка 2

En la sede principal de la biblioteca de Los Ángeles había una bibliotecaria llamada Gara Lemmon. Era una mujer negra de Illinois que recibió el nombre de su padre pero fue educada por su madre. Era gruesa, con unos rasgos grandes, bien definidos. Sus manos eran mayores que las mías y su amplia nariz parecía ocupar todo el sitio que quedaba hasta la frente.

A Gara le caíamos bien mi amigo Jackson Blue y yo porque leíamos y nos gustaba hablar de ideas. A veces los tres nos íbamos a su pequeño despacho trasero a discutir aspectos sutiles de filosofía y de política. Jackson y Gara eran ambos más leídos y más listos que yo, pero también iban dando algunos traguitos de la petaca de Jackson y por tanto estábamos bastante a la par cuando la discusión se ponía caliente.

– Easy Rawlins -dijo Gara cuando entré en la sala de las bibliotecarias. Estaba sentada en una gran silla verde en la enorme y tenebrosa sala de los empleados-. ¿Cómo te han dejado entrar hasta aquí? -preguntó.

– El señor Bill ya me conoce -respondí-. Me ha dicho que podía entrar.

– ¿Viene Jackson contigo?

– Ahora que tiene ese empleo con los ordenadores, Jackson ya no hace nada más que trabajar.

– Ah, bueno. Ya sé que no has venido aquí únicamente para hablar. -Dejó el libro que estaba leyendo y acomodó su enorme masa en la gran silla.

– ¿Qué estabas leyendo? -le pregunté.

El guardi á n entre el centeno -contestó, frunciendo un poco sus labios gordezuelos.

– ¿No te gusta?

– Sí. Quiero decir que es bueno, pero pienso en un niñito negro o mexicano leyendo esto en el colegio. Mirando la vida de Caulfield pensaría: «Maldita sea, ese chico lo tiene bien. ¿Por qué se agobia tanto?».

Yo me eché a reír.

– Sí -afirmé-. Nosotros nos damos cuenta de que ellos ni siquiera lo piensan, y ellos ni se dan cuenta y viven sin un solo pensamiento hacia nosotros.

No tenía que decirle a Gara quiénes eran «ellos» y «nosotros». Vivíamos en un mundo de «ellos y nosotros» mientras ellos, a todos los efectos, vivían solos.

– ¿Tienes aquí algún libro que diga quién está en el ejército? -le pregunté, sentándome en un taburete de tres patas frente a ella.

– Sí, lo tenemos. Ya te hablé de la subvención que nos da el gobierno para que contemos con sus publicaciones especiales. Tenemos una sala entera llena de cosas de ese tipo.

– Busco a un general, un tal Thaddeus King, y un capitán, Clarence Miles.

Gara frunció sus gruesos labios. Yo había conocido a su marido; era un hombre menudo que parecía un gallo. No podía imaginarlo besando a aquella mujer tan grandota, pero a él le encantaría, suponía yo.

– Son unas estanterías de acceso especial -dijo ella.

– Ya, me lo imaginaba. Pero una niñita pequeña ha perdido a su padre, y esa es la única forma de que ella vuelva a casa.

– Escribe los nombres -dijo Gara.

Escribí los nombres en la hoja superior de un taco de papel que estaba situado en la mesa entre su enorme silla de inquisidor y mi taburete de suplicante.

– Espera aquí -me dijo-. Te los voy a buscar.

En cualquier otro momento habría cogido un libro de uno de los carritos y habría empezado a leer. Soy un gran lector. Como norma me encantan los libros, pero aquel día no. Lo único que me interesaba entonces respiraba, sangraba y gritaba.

Me quedé allí sentado intentando tramar un plan para acercarme a ese general Thaddeus King. No podía llegar a él desde un punto de vista militar, y los archivos de Gara, por muy precisos que fuesen, no llevarían ninguna dirección. Eso significaba que tendría que usar el teléfono. Tendría que encontrar en algún sitio su número y llamarle.

Pero ¿qué le iba a decir? ¿Que sabía en qué chanchullo estaban metidos él y Miles? Así se podía empezar con un gamberro callejero, pero no con un soldado; ciertamente, no con un general. No: un general de este ejército habría entrado en combate. Se habría enfrentado a la muerte y habría hecho cosas que pondrían enfermo a cualquier hombre normal.

¿Y quién era yo para afirmar que King sabía algo de las actividades criminales de Miles? Quizá debiera hablarle a King de Miles, y ver qué tenía que decirme él, pero para una investigación más sutil tendría que verle cara a cara. Él no me abriría su corazón por teléfono como si fuera una adolescente.

Pensar en amores telefónicos no fue una buena idea. Me trajo a la mente a Bonnie, acurrucada en un sillón del salón hablando por teléfono y riendo. Su voz sonaba muy grave cuando se reía. Echaba la cabeza atrás y su largo cuello se me ofrecía. Esa imagen destruía mi capacidad de resistir el dolor. Lo único que pude hacer fue mirar la pared color beis del salón de las bibliotecarias. Imaginé mi mente como una llanura plana, inarticulada, sin sentido. Era una especie de suicidio intelectual temporal.

– ¿Era una pregunta con trampa? -preguntó Gara.

Yo levanté la vista y la diversión que había en sus ojos desapareció.

– ¿Qué te pasa, cariño?

– Yo…

Gara acercó una silla a la mía y me cogió las manos en las suyas. Nunca me había tocado desde que nos conocíamos. Era una mujer muy correcta, que no quería dar la impresión equivocada.

– No, estoy bien -dije-. Sólo es un problema en casa, pero no es grave. Nadie está enfermo. Nadie se muere. -Cogí aliento con fuerza y la aparté-. ¿Qué decías de una trampa?

– No existe ningún general ni coronel ni mayor Thaddeus King en todo el ejército, y el único Clarence Miles es un sargento mayor en Berlín.

– ¿Puedo fumar aquí? -pregunté.

– No, pero te voy a dejar de todos modos. Parece que lo necesitas.

La inhalación de ese humo que causa cáncer me pareció el primer aliento que aspiraba desde hacía mucho tiempo. Me recordó lo que solía decir aquel hombre, cuyo nombre he olvidado, y que era amigo de mi abuelo materno: «Nacemos muriendo, chico. Si no fuera por la muerte, nunca respiraríamos por primera vez».

Lo único que me había dicho Miles era una mentira. Lo que dijo, pero no lo que yo vi. Habían llegado armados y por la fuerza; al menos es cierto que habían sido militares. Eran asesinos y soldados, dado que estaban dispuestos a poner sus vidas y las de los demás en peligro.

10

Siempre he tenido muy buena memoria en los momentos de tensión. Cuando he sentido que mi vida estaba amenazada o que alguien a quien quería estaba en peligro, he empezado a prestar muchísima atención a todos los detalles. Así fue cuando el mentiroso capitán Miles y sus hombres llegaron hasta mí. Muchos de aquellos detalles, incluyendo las medallas de los PM condecorados, se me quedaron grabados en la mente.

Una medalla tenía unas tiras rojas y amarillas con una hoja de bronce atravesándolas y un círculo de bronce ornamentado colgando por debajo; otra tenía el fondo amarillo con rayas verdes y amarillas y una medalla como una moneda. La última cinta era verde, amarilla y roja, amarilla, y sujetaba una brillante estrella roja.

Gara me dejó consultar la pequeña biblioteca militar después de ver mi expresión angustiada. Probablemente pensó que estaba así de preocupado porque alguien a quien amaba estaba muriéndose o cercano a la muerte. Si le hubiese contado lo de Bonnie probablemente se habría reído y me habría echado de allí. Un corazón roto no era motivo para poner en peligro su trabajo.

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