Walter Mosley - Rubia peligrosa

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La serie que protagoniza Easy Rawlins llega a su décima y tal vez última entrega con esta novela, en la que Walter Mosley nos traslada al turbulento Los Angeles de finales de los 60.
Situada en 1967, en la décima entrega de la serie de novelas criminales protagonizada por Easy Rawlins nos encontramos a un Rawlins de mediana edad que empieza a acusar el paso del tiempo y los fantasmas que nunca lo abandonaron. Easy está lidiando con en el hecho de haber abandonado a Bonnie ─a pesar de amarla como a ninguna otra mujer─, con que sus hijos ya se han hecho mayores y con que Los Angeles está sufriendo cambios tan radicales después de los enfrentamientos raciales, que hasta a un superviviente como él le cuesta adaptarse a la ciudad donde siempre ha vivido. Sin embargo, Rawlins siempre parece encontrar nuevos problemas a los que hacer frente.
Dos peligrosos amigos de Easy, Ratón Alexander y Navidad Black, han desaparecido. Al primero lo buscan por el asesinato de Pericles Tarr; Navidad, por su parte, dejó a su hija Pascua en casa de Easy y se esfumó. La aparición de la policía militar en busca de Black, hace que Easy se ponga a trabajar para descubrir qué ha pasado y la relación que existe entre las desapariciones de sus amigos, el asesinato de Tarr y la aparición de una mujer rubia que no es como parece ser.
«Sus compactos diálogos continúan centelleando y el modo en que Mosley compone sus escenas sigue siendo tan sagaz como siempre» The New York Times

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La parte de atrás de la propiedad era accesible por un camino sin pavimentar que conducía a una callecita pequeña y sin nombre, al menos aparente. El solar estaba sembrado de latas de cerveza, envoltorios de condón y paquetes de cigarrillos vacíos. Junto a la casa había una carretilla. La habían limpiado escrupulosamente.

No había rastro alguno entre los hierbajos desde la parte lateral de la casa hasta el camino, pero Navidad había aprendido a esconder sus idas y venidas a ojos tan agudos como los del Vietcong. Habría podido disimularlo.

Fui andando bajo el cielo del anochecer hacia el camino. Había sauces a cada lado del camino de tierra compacta, pero no casas. A mitad de camino de la calle sin nombre di con un cobertizo decrépito hecho de tela asfáltica y hojalata.

No había tampoco ninguna huella de carretilla, pero es que Navidad era muy bueno.

En el interior del cobertizo se encontraba una acumulación de objetos dejados por trabajadores de la construcción, borrachos, amantes, prostitutas y sus clientes y niños curiosos. Había excrementos de animales, pilas de herramientas usadas, lonas impermeables y recipientes de metal y de plástico de todo tipo.

En un rincón se veía un cajón enorme de embalaje lleno a reventar de todo tipo de trapos, marcos de metal y muebles rotos. Ese cajón me llamaba ya desde que me había dado cuenta de que el abejorro no se movía.

Después de recibir mi licencia como investigador, Saul Lynx, el detective judío, me enseñó qué herramientas necesitaba un investigador privado.

– Necesitas cosas que no se perciban como criminales -me dijo un día mientras sus hijos mulatos corrían y jugaban a nuestro alrededor en su hogar de View Park-. Nada de herramientas especiales para abrir cerraduras, más bien un tubo delgado de metal con una muesca en un lado que se haya producido por accidente. Eso te servirá para la mayoría de puertas y coches. También tendrías que llevar un par de guantes en el bolsillo de atrás…

Así que saqué los guantes e inspeccioné el cajón. En uno de los lados, completamente liso, se encontraban las cabezas de ocho clavos nuevecitos introducidos recientemente. Encontré un viejo destornillador y los saqué, y aparté ese lado del cajón.

El cadáver no me sorprendió lo más mínimo. Tampoco me molestó demasiado, la verdad. Ya había visto un montón de muertos en mi vida; la mayor parte de ellos asesinados por su raza o nacionalidad. De camino hacia New Iberia, Louisiana o Dachau los había visto muertos a tiros, ahorcados, reventados por explosiones, linchados, gaseados, quemados, torturados, muertos de inanición. Un cadáver más no me iba a poner nervioso.

Era joven, llevaba ropa oscura. Tenía un agujero de bala limpio y pequeño encima del ojo izquierdo, la mirada fija y el rostro cubierto de hormigas. La colonia de la reina lo había reclamado; miles de aquellas pequeñas socialistas se arremolinaban sobre su piel pálida y sus ropas oscuras. Estaba seguro de que habrían eliminado cualquier cosa que pudiera identificarle, pero no necesitaba ningún nombre. Su cabello rubio estaba cortado al estilo militar y su calzado eran unas botas negras de combate de origen militar. Era un explorador del buen capitán y sus valientes hombres.

Volví a colocar el lateral del cajón de embalaje y dejé aquel cobertizo funerario. Fui andando por la calle sin nombre y caminé por el vecindario.

Todavía era bastante temprano.

Mientras volvía de nuevo dando un rodeo hacia Centinella y a mi coche, mi mente derivó de nuevo hacia Bonnie. Ella era el amor de mi vida, ahora y siempre. Amaba a otro hombre, quizá no tanto como a mí, pero lo bastante para que el otro se la ganara.

Intenté imaginar si habría podido seguir viviendo con ella. Había un diálogo entablado en mi interior casi cada día desde que le enseñé la puerta. Y todos llegaba a la misma conclusión: no hubiera podido soportar dormir junto a ella mientras estaba pensando en él.

Montañas de cadáveres y soldados criminales eran algo que no significaba nada comparados con la pérdida de Bonnie Shay.

8

En el camino que salía de la casita de vacaciones de Navidad Black, su reserva de la muerte, me pregunté por mi nuevo amigo. No se parecía a la mayoría de los negros que yo conocía. Su familia había formado parte del ejército americano desde antes de que existiera Estados Unidos. Muchos de sus antepasados habían pasado por la época de la esclavitud sin ser esclavos; era posible incluso que algunos de ellos hubiesen poseído esclavos. Todos estudiaban las artes de la guerra y la violencia y se transmitían ese conocimiento en un gran libro encuadernado a mano que Navidad le cedió a su primo hermano, Hannibal Orr, después de decidir que la América por la que habían luchado sus antepasados había equivocado el camino.

La familia de Navidad y de Hannibal era más americana que la de muchos blancos. Habían pasado por todos los momentos importantes del tumultuoso intento de crear la democracia americana. Habían asistido a cada victoria y cada masacre, con las cabezas coronadas de gloria y las manos empapadas de sangre.

Me habría ido a casa y habría buscado a Hannibal para quitarme a Amanecer de Pascua de encima si hubiese creído que Navidad se había vuelto completamente loco y había salido a matar a discreción. Pero Clarence Miles y aquel abejorro sin zumbido me hablaban de una historia totalmente distinta: Navidad tenía problemas, y yo le debía un favor. Cuando fui herido por un asesino sádico con nombre de estadista romano, Navidad y Pascua me cuidaron hasta que me recuperé. Ellos me salvaron la vida, y aunque ésta no valía demasiado en aquel momento, una deuda es una deuda.

Lo único que tenía que hacer era esperar hasta la mañana siguiente a las nueve y tomar el pelo a Clarence un poquito más. Pero la larga serie de horas entre aquella mañana y la siguiente era demasiado para mí.

Pensar en la partida de Bonnie era como mirar al sol. Yo tenía que apartar mi mente de ella, distraerme. Bonnie estaba sentada a mi lado, en la calle, dirigiéndose hacia alguna tienda. Me sonreía cuando yo me ponía frenético por cualquier pequeño error que había cometido.

– La vida sigue -me decía, al menos una vez a la semana.

Pero ya no.

La vida se había detenido para mí de la misma manera que lo había hecho para aquel enloquecido soldado que se había atrevido a invadir la soberanía personal y portátil de Navidad Black.

El barullo parecía el de un motín que se estuviera produciendo detrás de la puerta principal, rosa, abollada y descascarillada. No, más que una algarada era una guerra. Y no eran sólo los carritos rotos, la madera astillada y el césped abrasado, sino que se libraba una batalla a todo volumen en el interior de la casa. Habría jurado que se oía fuego de metralleta, bombarderos, un ejército entero en marcha detrás de aquella puerta.

Llamé al timbre y di unos golpes muy fuertes, pero supuse que nadie había podido oírme por encima del jaleo que surgía del pequeño domicilio. No sé por qué motivo mi inteligencia desapareció ante aquel tumulto. No sabía cómo hacerme oír. Y de todos modos, ¿quién quiere atraer la atención de un estrépito semejante?

Estaba a punto de alejarme cuando se abrió la puerta principal. La centinela era una mujer morena y delgada con los hombros caídos y el pelo estirado, que llevaba un vestido que se había descolorido hasta tal punto que el estampado de su tela azul se había vuelto imposible de distinguir. Podían ser aves en vuelo, flores moribundas o unas formas en tiempos claras y específicas, llevadas a la locura por la docena de niños feos, terriblemente feos que saltaban, chillaban y se peleaban en el interior de la casa Tarr.

– ¿Sí? -lloriqueó la pobre mujer. Sus hombros estaban tan caídos que parecía un edificio a punto de derrumbarse.

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