Walter Mosley - Rubia peligrosa

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La serie que protagoniza Easy Rawlins llega a su décima y tal vez última entrega con esta novela, en la que Walter Mosley nos traslada al turbulento Los Angeles de finales de los 60.
Situada en 1967, en la décima entrega de la serie de novelas criminales protagonizada por Easy Rawlins nos encontramos a un Rawlins de mediana edad que empieza a acusar el paso del tiempo y los fantasmas que nunca lo abandonaron. Easy está lidiando con en el hecho de haber abandonado a Bonnie ─a pesar de amarla como a ninguna otra mujer─, con que sus hijos ya se han hecho mayores y con que Los Angeles está sufriendo cambios tan radicales después de los enfrentamientos raciales, que hasta a un superviviente como él le cuesta adaptarse a la ciudad donde siempre ha vivido. Sin embargo, Rawlins siempre parece encontrar nuevos problemas a los que hacer frente.
Dos peligrosos amigos de Easy, Ratón Alexander y Navidad Black, han desaparecido. Al primero lo buscan por el asesinato de Pericles Tarr; Navidad, por su parte, dejó a su hija Pascua en casa de Easy y se esfumó. La aparición de la policía militar en busca de Black, hace que Easy se ponga a trabajar para descubrir qué ha pasado y la relación que existe entre las desapariciones de sus amigos, el asesinato de Tarr y la aparición de una mujer rubia que no es como parece ser.
«Sus compactos diálogos continúan centelleando y el modo en que Mosley compone sus escenas sigue siendo tan sagaz como siempre» The New York Times

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– ¿Y ella le dejó que se lo quedara?

– No. Un amigo suyo le prestó un coche azul, pero luego fue a comprarle una camioneta roja con una caravana a un hombre muy gracioso.

– ¿Qué hombre gracioso?

– Ése de la tele que siempre tiene animales del zoo y chicas muy guapas a su alrededor.

11

Coches Usados Marvel era una institución en Compton. Todos los coches de aquel negocio eran tan buenos como si fueran nuevos; al menos, eso es lo que decían los anuncios nocturnos de televisión. El dueño era un rotundo texano blanco que se rodeaba de lindas muchachitas blancas con traje de baño sonriendo a las cámaras. A menudo tenía leones enjaulados y elefantes domesticados en la tienda. Marvel era un timador que sabía que la mayoría de la gente quiere que la engañen.

Unos años antes yo había comprado un coche a uno de los vendedores de Mel, Charles Mung. Era un Falcon color azul cielo. Mi Ford estuvo en el taller un par de semanas y se me ocurrió llevar el coche usado mientras me arreglaban el mío. Luego pensé en dárselo a Jesus. El problema es que el neumático trasero se rompió camino a casa desde Compton. Se salió del eje y se fue rodando por la calle. Contraté una grúa y llevé el coche de vuelta al local. Charles Mung era un chico blanco, alto y con pecas y los ojos de un azul impoluto.

– El neumático derecho se ha roto -le dije, bajo el sol ardiente, en el solar de 20.000 metros cuadrados. Sólo hacía tres horas y tenía una garantía de treinta días.

– No cubrimos los accidentes -replicó él, se volvió y se alejó.

Yo le cogí del brazo y aparecieron de repente tres hombretones muy altos que me rodearon y liberaron al vendedor.

– Me debes cuatrocientos dólares -dije, por encima del hombro de uno de los feos matones.

– Enséñale al señor Rawlins la salida del local, ¿quieres, Trueno? -replicó Mung.

No me hicieron daño. Simplemente, me depositaron en la acera.

– Vuelve aquí -me dijo Trueno, un hombretón como un oso polar-, y mis amigos y yo te romperemos todos los dedos.

Es curioso las cosas que se te quedan grabadas. Yo estaba tan humillado por el trato que había recibido que todo el camino de vuelta a casa en autobús planeé mi venganza. Cogería mi pistola y volvería allí. Si no me devolvían mi dinero, mataría a Mung y a Trueno. Estaba en el dormitorio cargando mi tercera pistola cuando llamó el Ratón.

– ¿Qué problema tienes, tío? -me preguntó, sólo con decirle hola.

Le conté mi problema y mis intenciones.

– Espera, Easy -me dijo-. Yo tengo amigos por allí. ¿Por qué no me has llamado antes que nada?

– Me han humillado, Ray. No pienso tolerarlo.

– Hazme un favor, Easy -dijo él-. Déjame que llame primero a mi amigo. Si no funciona, entonces ve tu mismo.

Yo accedí y más tarde, después de que Feather y Jesus volvieran a casa desde el colegio, volví en mí. Estaba a punto de salir a matar a alguien sólo por cuatrocientos dólares y cuatro imbéciles.

Preparé la cena y senté a los niños a la mesa.

Mientras yo estaba en el salón viendo las noticias de las diez en la televisión, llamaron a mi puerta. Era Charles Mung. Llevaba un vendaje grueso y blanco que le cubría completamente el ojo izquierdo, y la mano derecha la tenía hinchada, cosa que obviamente le producía gran dolor.

– Tenga -dijo, tendiéndome un sobre grande color marrón.

Antes de que pudiera preguntarle qué era aquello se fue corriendo.

El sobre contenía la documentación de un automóvil y cuatrocientos veinte dólares. El coche, que estaba aparcado frente a mi casa, era el propio Cadillac del 62 de Mung.

Usé el dinero para comprar otro coche y le regalé el Caddy a mi viejo amigo Primo, que se sacaba un dinerillo vendiendo coches americanos allá abajo, en México.

Me fui antes de comer nada, pero le prometí a Feather y a Pascua que volvería para la hora de la cena.

El enorme solar era dos veces más grande que la última vez que estuve allí. Mel había comprado los terrenos del otro lado de la calle y había construido un edificio de exposiciones de tres plantas. Este estaba rodeado por enormes columnas de globos rojos y azules y coronado por una bandera americana de diez metros de alto. Aquello era tan grande que parecía una operación militar.

Aparqué en el aparcamiento para clientes y fui andando hacia el cuartel general, todo acero y cristal. Cuando llegué a la puerta principal, un hombre delgado con un traje verde intenso se acercó a mí.

– ¿Puedo ayudarle? -me preguntó aquel tipo de piel oscura. Una nueva adquisición, un vendedor negro.

Tenía los ojos enfebrecidos. Su sonrisa se retorcía como un gusano al sol.

– Tengo que hablar con alguien del archivo -dije, mostrando mi licencia de detective privado.

Él sujetó mi tarjeta entre unos dedos temblorosos. Era adicto a las pastillas, sin duda. Estuve seguro de que no podía concentrarse en mi identificación. Guiñó los ojos, parpadeó e hizo muecas ante la tarjeta durante unos segundos y luego me la devolvió.

– Brad Knowles -me dijo-. Está por ahí fuera, en algún sitio.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Knowles -repitió el vendedor colocado-. Ahí fuera.

Fui vagando durante un rato, buscando a un tipo llamado Knowles. La mayoría de la gente que paseaba por allí eran clientes fingiendo que sabían algo de coches. Pero también había gente de seguridad. Después de los tumultos de 1965 en Watts, todo el mundo tenía guardias de seguridad: las tiendas de comestibles y de licores, supermercados, gasolineras… Todos menos los colegios. Nuestra posesión más preciada, nuestros niños, estaban abandonados y obligados a defenderse solos.

Me acerqué a un tipo blanco alto y grandote y le pregunté:

– ¿Brad Knowles?

Él señaló por encima de mi hombro izquierdo. Al mirar en aquella dirección vi a un tipo blanco con una americana de un rojo cereza. Parloteaba con una mujer blanca, joven. Si alguien me hubiese mirado como él miraba a la mujer, habría salido corriendo o habría buscado un arma. Pero la mujer parecía contenta de recibir sus atenciones.

– Gracias -le dije al blanco musculoso, y me eché a andar por el asfalto recocido por el sol, pasé junto a cien automóviles moribundos y llegué hasta el lobo y su bien dispuesta presa-. ¿Señor Knowles? -pregunté, con la voz más amistosa que pude.

Aun con aquella espantosa chaqueta Knowles era un tipo muy guapo. La mujer, de cara vulgar pero con buen tipo, frunció el ceño al verme.

– Perdóneme un momento, señora -le dije, notando aquel calor cada vez más intenso-. Sólo tengo que hacerle al señor Knowles una preguntita rápida.

– ¿De qué se trata? -preguntó él.

Me preguntaba si, de haber sido yo un hombre blanco, habría añadido la palabra «señor» al final de aquella frase.

– Compré un coche a un hombre llamado Black -dije, con toda la afabilidad que pude-. Se dejó sus herramientas debajo del asiento delantero. Lo único que sé de él con toda seguridad es que de nombre se llama Navidad y que compró el coche, en realidad una furgoneta, en este local.

Herramientas, ciudadanos honrados… yo había cubierto todas las bases. No sólo conseguiría una información, sino que recibiría también una medalla.

– Fuera de aquí cagando leches -me dijo Brad Knowles.

Me quedé sin habla, de verdad, tan sorprendido por un momento que olvidé mi profundo pesar. Abrí la boca de par en par.

– ¿Tengo que llamar a seguridad para que se lo lleven de aquí? -añadió Brad.

A pesar de mi conmoción, todavía podía menear la cabeza, y eso hice.

La mujer blanca feúcha me sonrió, para mi humillación.

Me volví y me alejé, preguntándome qué habría ocurrido.

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