¿Era acaso por haber interrumpido su intento de seducción de aquella mujer? ¿Era racismo? O quizás hubiesen engañado a Navidad con aquella camioneta. Igual se había quejado y se había producido algún altercado.
Abrí la portezuela de mi coche y esperé un minuto a que se enfriase un poco antes de meterme dentro. Salí del local de venta de coches y di la vuelta por detrás, al lugar donde una señal indicaba un estacionamiento extra. Aquella zona estaba detrás del edificio grande de cristal. Aparqué de nuevo y me dirigí hacia el edificio.
Una mujer joven asiática -coreana, me pareció en aquel momento- se acercó a mí con una sonrisa en la cara.
– ¿Qué desea, señor?
– Pues verá -dije, mirando a través de las paredes de cristal, esperando que no me viese el grosero jefe de vendedores-. Brad Knowles me ha dicho que podía averiguar algo que necesito en los archivos de una persona…
– ¿La señorita Goss? -preguntó la mujer.
– Sí, eso es. Era ella.
– Cuarto piso. Las escaleras están ahí detrás.
La escalera estaba junto a la pared de cristal. Mientras iba subiendo me sentía como un avispón en una bolsa de plástico transparente. Lo único que tenía que hacer Knowles era echar un vistazo al edificio para verme. Sólo tenía que mover un dedo para librarse de mí.
Esperaba que los archivos de la oficina tuviesen paredes opacas detrás de las cuales esconderse, pero estaban en el último piso y seguía siendo todo de cristal transparente. Yo era el padrino intentando ocupar el lugar del novio en la parte superior de un pastel de boda de cuatro pisos.
– ¿Qué se le ofrece? -me preguntó otra mujer.
Esperaba una cara que pegase con el nombre de Goss. Y por tanto, cuando vi a la deliciosa jovencita negra sentada en la silla de color rojo oscuro me quedé sorprendido. Supongo que la sorpresa se me reflejó en la cara.
– ¿No soy la persona que esperaba? -me preguntó.
– Quizá dentro de sesenta años… -dije yo.
Ella sonrió e inclinó la cabeza a un lado.
La señorita Goss no era bonita. Sus rasgos eran demasiado pronunciados e insolentes para ser bonita. Los pómulos altos y los ojos propensos a la furia la convertían en una mujer guapa. Por primera vez en un año, sin la ayuda del sueño o de la tensión, Bonnie desapareció por completo de mi interior. Pero cuando me di cuenta de que Bonnie había desaparecido de mi mente, volvió.
– ¿Busca algo? -preguntó la señorita Goss.
– No… quiero decir que sí. Brad Knowles me ha dicho que podía darme cierta información.
Al pronunciar su nombre miré fuera, al solar. Como por arte de magia, él miró hacia arriba al mismo tiempo y me vio.
El reloj de arena estaba en marcha. Sonreí, aparcando la idea del amor por un momento.
– Eso no es verdad -afirmó la señorita Goss.
– ¿Cómo?
– Brad no le ha enviado aquí. No mandaría a nadie arriba y ciertamente mucho menos a un hombre negro como usted. Me sorprende que no haya llamado a seguridad.
– El hombre a quien necesito encontrar se llama Navidad Black. Les compró a ustedes una furgoneta roja en las últimas tres semanas. -Fingiendo que me rascaba el cuello volví a echar un vistazo a Knowles, que miraba a su alrededor… buscando a los de seguridad, sin duda alguna.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó.
– Easy. ¿Y usted?
– Tourmaline.
Eso me hizo feliz. Sonreí y decidí que el 38 en mi bolsillo compensaría cualquier situación que pudieran provocar los de seguridad.
– ¿Le divierte mi nombre?
– Al contrario -dije-. Es un nombre precioso. De gema.
– Su nombre también es muy bonito -me dijo.
Casi podía oír la fatigosa respiración de los gordos guardias subiendo las escaleras.
– ¿Y por qué? -pregunté, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
– Porque tiene dos sílabas. No me gustan nada los nombres que sólo tienen una sílaba: Mel, Brad, todo eso… Bill, Max, Tom, Dick… Es el que menos me gusta, Dick… y Harv…
– Navidad en cambio tiene tres sílabas -dije.
Tourmaline admiró mi capacidad de razonamiento durante un momento que pareció durar minutos enteros.
– ¿Cuánto vale para usted? -me preguntó.
– Cien dólares o una cena en Brentan -dije yo-. Ambas cosas.
Tourmaline sonrió y vi una luz en alguna parte. Fue entonces cuando mi viejo amigo Trueno y un guardia de seguridad negro tan enorme como él aparecieron en las escaleras.
– Eh, usted -dijo Trueno.
Yo volví la cabeza para mirarles a él y a su subalterno. En lugar de gruñir, el hombre me dirigió una mirada intrigada. Pero no me preocupó lo que pasara por la mente de aquel hombretón. Me pregunté si podría abatirle y decidí que era posible. En el proceso acabaría algo magullado, pero yo era un hombre que intentaba impresionar a una mujer… Quizá pudiera reducirle, sí, pero no importaba. Con la ayuda de su amigo, Trueno me rompería por la mitad.
El guardia de seguridad blanco me miró, todavía curioso. Yo volví la cabeza y vi que Tourmaline estaba inmóvil, probablemente conteniendo el aliento.
– Señor Rawlins -dijo Trueno, y supe que el Ratón había tenido una conversación con él también.
– Eh, Trueno. Mira, yo sé que tienes que echarme de aquí. Sólo déjame que hable un momentito con la señorita.
– Vamos, Joe -le dijo Trueno a su compañero.
Joe no demostró emoción alguna y se limitó a seguir a su supervisor escaleras abajo. Me volví hacia Tourmaline y ella dijo:
– Me reuniré con usted allí a las ocho, señor Rawlins.
Raymond Alexander siempre había sido parte de mi vida. Era un hombre que amaba a las mujeres, un mujeriego, un cuentista fabuloso, un asesino frío y despiadado, y probablemente el mejor amigo que he tenido jamás; más que amigo, compañero del alma. Era ese tipo de hombre que permanece firme a tu lado en medio de la sangre y el fuego, la muerte y la tortura. Nadie elegiría jamás vivir en un mundo en el que necesitase un amigo como el Ratón, pero uno no elige el mundo en el que vive, ni la piel que habita.
Algunas veces el Ratón había dado la cara por mí cuando yo no estaba en la misma habitación, ni siquiera en el mismo barrio. A veces, hombres como Trueno habían reculado ante mí, viendo la imagen fantasmal de Ray junto a mi hombro.
Yo vivía en un mundo en el que muchas personas creían que había leyes que trataban por igual a todos los ciudadanos, pero esas creencias no las tenía mi pueblo. La ley a la que nosotros nos enfrentábamos a menudo estaba en desacuerdo consigo misma. Cuando se ponía el sol o se cerraba la puerta de la celda, la ley ya no se aplicaba a nuestra ciudadanía.
En ese mundo, un hombre como Raymond Alexander, el Rat ó n, era Aquiles, Beowulf y Gilgamesh, todo en uno.
Entré en una cabina telefónica y marqué un número.
– Biblioteca -respondió una voz masculina.
– Con Gara, por favor.
Esperé fumando un cigarrillo bajo en nicotina. Normalmente cuando fumaba pensaba en dejarlo. Sabía que mi aliento se había acortado, y que mi vida sufriría el mismo destino si seguía haciéndolo. Al final de la mayoría de los cigarrillos aplastaba la colilla pensando que sería la última… pero no ese día. Ese día la Muerte no prevalecería sobre mí. Podía venir y llevarme consigo; no me importaba.
– ¿Sí? -dijo Gara, con una voz intensa que yo asociaba sólo con las mujeres negras.
– ¿Algún resultado?
– Pásate por aquí.
Cada vez que veía a Gara volvían a mi mente las deidades. Ella estaba sentada en su gran silla verde, gorda como un buda, sabia como Ganesha. Su divinidad no tenía género, ni mortalidad en su estancia aquí en la tierra.
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