Mosley Walter - El Caso Brown
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Abrí la ventana y me senté allí en la penumbra, pensando que el Ratón me aconsejaba, aun después de irse.
Pensé en él y en Etta, en su loca vida. No había rencor ni condena en mis pensamientos. Todo lo que nos había pasado había sido por mala suerte. Cualquier niño negro pobre del sur que se despertaba por la mañana era muy afortunado si conseguía irse a la cama aquella noche. Estábamos destinados a que nos golpearan, apuñalaran y dispararan al menos un par de veces. La cuestión no era si te asesinaban o no; era más bien si te iban a asesinar aquel día en concreto.
«Easy -me decía el Ratón- eres demasiado sensible. Crees que puedes evitar que ocurra cualquier cosa mala aquí o allá. Pero ese tipo de poder no está a tu alcance. Estaba todo decidido hace mucho tiempo. Lo que te ocurre (cuándo naces, cuándo mueres, a quién matas, quién te mata) todo eso estaba ya escrito en tus zapatos y en tu sangre. Mierda. Vas andando por la carretera, como un paria, esperando que Nueva Orleans esté ahí, justo detrás de ese bosque de robles. Pero no está. No, hijo, tú lo deseas, lo deseas desesperadamente, pero sólo hay más pantano después de esos árboles, y más pantano detrás…»
Mi respeto por Raymond era intenso porque nunca se preocupaba ni se anticipaba al mundo que tenía a su alrededor. Puede que de vez en cuando estuviera algo cansado, pero nunca se rendía. Cuando pensé en aquello, supe que tenía que ir a buscar su tumba.
A las 7:15 coloqué mi reloj de pulsera en el alféizar de la ventana y abrí la caja de Odell. Aquella escopeta para matar conejos del calibre veinticinco era su mayor orgullo. Atornillé el cañón y coloqué la culata de cerezo en su lugar. Lo mejor de aquella escopeta era la mira telescópica. Cuando llegué por primera vez a L.A., Odell salía a cazar y volvía con los suficientes conejos para alimentar a Maudria, él, yo… y dos o tres personas más.
Llené el cargador y apunté la boca del arma a través de la ventana hacia la puerta principal. Mantuve aquella postura, mirando al Gruen de vez en cuando. A las 7:30 supe que Odell estaba haciendo aquella llamada.
– ¡La policía! -tenía que chillar Odell-. ¡Que viene la policía! -Y luego colgar.
A las 7:32, la puerta se abrió de golpe. Brawly salió avanzando pesadamente y con una bolsa grande de papel en los brazos. Cuando se volvió para cerrar la puerta, hice el primer disparo. Chilló de dolor y cayó al suelo. Volví a disparar. Salió Conrad por la puerta abierta. Gritó algo y quiso coger a Brawly por el brazo. Disparé de nuevo. La bala no dio a Conrad. Estaba tan asustado que dejó caer la bolsa que llevaba y salió corriendo por la calle.
Levanté la mira hasta el piso superior. Salió John. Cuando vio al chico postrado, corrió hacia las escaleras. Nunca había visto correr a John.
Me volví de espaldas, desmonté la escopeta, la volví a guardar y me dirigí hacia las escaleras. Al cabo de unos minutos ya estaba en mi coche y de vuelta a casa, con mis niños.
45
Jesus me leyó un fragmento de Moby Dick y Feather presumió de la buena nota que había sacado en su examen de matemáticas. Bonnie me sirvió un trozo de pierna de cordero recalentado con salsa de coñac, y me reintegré a las tareas que llevaba varios días ignorando.
No llamó nadie. Iba a producirse un robo por la mañana, pero yo no podía evitarlo.
Antes de irme a la cama llamé a Primo.
– Hola, Easy. ¿Qué tal te va?
– ¿Cómo está la chica? -pregunté.
– Todavía un poco mareada -respondió-. Flower le ha dado un té especial que la hace dormir.
– Podéis dejarlo ya mañana por la mañana -dije.
– ¿Easy? -me preguntó Bonnie, echada a mi lado. Yo miraba al techo, preguntándome si dar una cabezadita o no.
– ¿Sí?
– ¿Ya has acabado con el asunto del hijo de Alva?
– Sí. Ya he acabado.
– ¿Tiene problemas?
– No, ya no.
– John tiene mucha suerte de contar con un amigo como tú.
– Sí -dije-. Como el cerdo ganador de un concurso de feria.
Lo oí en la radio a las diez y media. Tres hombres negros y una mujer blanca habían caído en un tiroteo con la policía de la ciudad y los sheriffs del condado de Compton. Los hombres no identificados intentaban robar el dinero de la nómina de la Compañía Constructora Manelli. Intentaron sacar el coche blindado de la carretera, pero no sabían que la policía estaba avisada y que el coche iba lleno de agentes armados. Los aspirantes a ladrones murieron dentro de su vehículo. Los agentes abrieron fuego cuando resultó obvio que el otro coche les amenazaba.
Recordé el dibujo colocado en la pared del escondite temporal de los ladrones. No pensaban chocar contra el coche que llevaba la nómina. Iban a detener a los guardias de camino hacia la oficina.
En el trabajo, aquella tarde, me senté ante una máquina de escribir Underwood y escribí una carta para Teaford Lorne, capitán de la unidad especial anticrimen. En mi carta sin firma le contaba la existencia de Lakeland y Knorr y la unidad policial especial destinada a desmontar el Partido Revolucionario Urbano. Envié copias de aquella carta a la oficina regional de la Asociación Nacional para la Mejora de la Gente de Color, al Los Ángeles Examiner y al despacho del alcalde.
Nunca lo leí en los periódicos, pero tres semanas después de enviar esas cartas fui al antiguo cuartel general de Lakeland. El edificio estaba en alquiler. Quizá hubiesen planeado cerrar el negocio después del asesinato de Mercury y su banda. Quizá yo tendría que haber hecho algo más para sacar su crimen a la luz pública, pero no se me ocurría nada que no pusiera también a mi familia en peligro.
Dos meses después llevé a mi prole a la nueva casa de John en Compton. Nos había invitado a cenar un domingo. Todo el mundo en casa de John estaba convaleciente. Él se había dislocado la espalda al caerse del tejado de la casa en la que estábamos cenando. Le estaba dando el último toque, la antena de televisión, cuando perdió el equilibrio y se cayó.
Alva había salido del hospital psiquiátrico hacía dos semanas. Cuando llegamos a su casa todavía iba en albornoz, con el pelo todo despeinado. Bonnie y Feather se la llevaron al dormitorio y cuando volvieron a salir iba vestida y se había peinado y maquillado. La única señal de deterioro que se veía en ella era su mirada dolorida.
Brawly todavía cojeaba por el disparo que recibió en el muslo y la nalga. John le llevó a todo correr al hospital y se quedó con él dos días.
– ¿Qué tal te va en la escuela preparatoria? -le pregunté al chico.
– Bien -respondió-. Me dejan acabar las asignaturas del instituto. Empezaré las clases de historia en la universidad el próximo semestre.
Era una comida sencilla que había preparado Sam Houston y entregado Clarissa, que no pudo quedarse porque tenía que trabajar con su primo aquella tarde. Pollo y bolitas de masa, con guarnición de arándanos, naranja y ensalada campestre.
Jesus le contó a John lo de su barco y que tenía planes de navegar por toda la costa del Pacífico, de arriba abajo. Dijo que iba a vivir del mar, comiendo pescado y algas, igual que hicieron sus abuelos, según contaba el padre de su amigo
Taki Takahashi, cuando llegaron a América. Era más de lo que me había contado a mí nunca.
– El pastor dice que la oración debilita las garras del pecado en el mundo -dijo Alva, en un momento dado. Había estado leyendo la Biblia todos los días mientras John y Chapman acababan la casa.
Después de cenar, John y yo salimos a fumar un cigarrillo. Durante largo rato nos quedamos mirando el cielo. Él estaba apoyado en la pared delantera por su lesión y yo me senté en la escalera.
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