Así que estoy intentándolo. Voy a hacer lo que Ray querría que hiciera, si puedo.
Por el momento, abrir el correo. La tarea imposible de adjuntar estas pequeñas notas azules de rechazo a los manuscritos. A veces caigo en un trance de ojos abiertos al leer unos versos de un poema, un relato, hasta que mis ojos se desenfocan.
En el hospital habíamos leído juntos algunos originales y los habíamos discutido. Yo había llevado dos relatos breves para que los leyera Ray y le había recomendado que los publicase, dos historias que habían despertado mi entusiasmo, pero ahora, de pronto, todo eso se ha terminado. Me descompone pensar que es posible que los manuscritos se hayan perdido, que nunca los trajera del hospital.
¡Qué terrible pensar que se están perdiendo cosas! Pese a todos mis esfuerzos, las gafas de Ray han desaparecido.
A medida que pasen los días, las semanas, los meses, el esfuerzo de responder a quienes me envían originales para OR será cada vez más irritante. Creía que en la comunidad literaria se habría difundido -a través de nuestra página web de Ontario Review y de las necrológicas- la noticia de que Ray Smith ha muerto y la revista va a cerrar, sin embargo, puntuales como el reloj, siguen llegando originales. Es verdad que en su mayoría son envíos múltiples, como de escritores robot que empiezan a escribir «Estimado director» y no parecen tener ni idea de qué es Ontario Review . (Más de dos años después, todavía siguen llegando originales robóticos, algunos dirigidos a «Raymond Smith, director», pero esta agobiada «directora adjunta» ha dejado de devolverlos, porque supone que a estas alturas puede alegarse que han prescrito. ¡Basta ya!)
Sin embargo, en marzo de 2008, me dedico con diligencia -si es que ésa es la palabra- a abrir el correo. De vez en cuando hay manuscritos del tamaño de un libro, envíos que no hemos solicitado y que devuelvo al remitente con la notita azul de «Gracias por su original». A veces añado unas palabras y firmo con mis iniciales. A pesar de mi aturdimiento, siento el impulso de animar a los escritores o, por lo menos, el deseo de no desanimarlos. Pienso: «Habría sido importante para mí hace años».
Aunque ahora no hay nada que me importe ya mucho. La posibilidad de «animar» a alguien se ha convertido en algo abstracto y teórico. ¿«Animar» para qué?
«Tu trabajo no será tu salvación. Conseguir que te publiquen -¡en la Ontario Review Press!- no será tu salvación. No te hagas ilusiones.»
Igual que no dejo que se acumule la basura, no dejo que se acumule este correo; (casi) se podría decir que el correo es la basura. Lo que más temo, más incluso que las cestas de pésame de Harry & David, es esa subespecie especialmente antipática del paquete de cartón en el que algunos editores insisten en enviar los libros, sujeto con grapas de metal tan gruesas como clavos. Tratar de abrir uno de esos horrores es un ejercicio de masoquismo; me deshago de ellos con la misma prisa con la que alejaría de mí una serpiente venenosa.
«¡No! ¡No más cosas de éstas! Piedad, por favor.»
Cada semana, los cubos de basura están tan llenos que las tapas de plástico se caen y repiquetean contra el suelo cuando los saco a la calle.
¿Por qué subía Sísifo una roca por una colina? Es mucho más probable que el pobre hombre subiera cubos de basura, un día tras otro, en perpetuidad .
En medio de todo esto, qué gracioso -una gracia cruel- que los editores continúen enviándome galeradas y manuscritos para que añada alguna frase de promoción: todavía más correo, más paquetes que abrir y reciclar. En mi estado de lucidez absoluta -que podría confundirse con una depresión vulgar y corriente-, no hay nada que me parezca más patético que esas solicitudes. Nada más triste, más superfluo, más ridículo: una frase de promoción mía .
Si el nombre de «Joyce Carol Oates» en sus propios libros no sirve para que se vendan, ¿cómo puede ayudar «Joyce Carol Oates» a vender el libro de otra persona? ¡Qué ridículo!
El corazón me late de resentimiento y desesperación. Mis esfuerzos parecen inútiles, como limpiar todas las habitaciones de la casa porque iba a volver mi marido del hospital, o como encender todas las luces -o apagarlas-, pero no puedo pararme, y la idea de contratar a alguien para que me ayude, de traer a alguien a casa con ese propósito, es imposible. Lo único que sé es que no puedo decepcionar a Ray. Es mi responsabilidad como esposa suya.
Quiero decir, como su viuda.
Me siento atrapada. Estoy atrapada. Al otro lado de nuestro estanque vimos una vez un joven ciervo, un macho, que sacudía violentamente su cabeza; tenía las astas esbeltas enredadas en lo que parecía un alambre. Así me siento yo ahora: tengo la cabeza enredada en alambre.
La cosa reptiliana -el basilisco- lleva mirándome todo este tiempo con sus ojos redondos y vidriosos, esos ojos asombrados de saurio que penetran hasta el fondo de mi alma. «Sabes que puedes poner fin a esto cuando quieras. Tu ridícula alma basura. ¿Por qué vas a tener que sobrevivir a tu marido? ¿Si le quieres, como dices? ¿No te parece que todos están esperando a que te mueras, a que acabes con esta tontería? Sobrevivir a tu marido es una cosa vulgar, baja, rastrera, y tú no mereces vivir ni una hora más, eres la verdadera basura que tienes que sacar.»
«Dondequiera que huya es el infierno; yo mismo soy el infierno.»
Lucifer en El paraíso perdido de Milton
«No existe más que un problema filosófico auténticamente serio, y es el suicidio. Juzgar si merece o no la pena vivir la vida equivale a responder la pregunta fundamental de la filosofía.»
Albert Camus, «Un razonamiento absurdo»,
de El mito de Sísifo
44. «Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento»
¡Hola! Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar .
Este mensaje de contestador, grabado por Ray hace varios años con voz algo apagada, recibe a todos los que llaman, porque últimamente -a finales del invierno y principios de la primavera de 2008- no suelo coger el teléfono.
Lo oigo sonar y no puedo moverme.
El timbre del teléfono me paraliza, dejo casi de respirar hasta que para.
Cuando suena el teléfono, tengo que contener el impulso de salir corriendo.
De irme, de esconderme. En alguna parte.
Es cierto que tenemos identificación de llamada -Ray la instaló en el teléfono de mi mesa-, de modo que debería poder filtrar las llamadas que no me interesan y hablar con mis amigos más queridos, pero muchas veces no estoy cerca de ese teléfono y mi instinto es retroceder, no acercarme a toda prisa.
Muchas veces no estoy de humor para hablar ni con mis amigos más queridos.
Miedo a venirme abajo al teléfono.
Miedo a agotar la capacidad de compasión de mis amigos.
Miedo a comportarme de forma inútil, superflua y embarazosa .
Nadie me ha reprochado que siga usando el mensaje del contestador de Ray, todavía. Aunque varias personas lo han comentado.
Una ha dicho que es un «consuelo» oír la voz de Ray exactamente como ha estado en este contestador durante años.
Una ha dicho -con delicadeza- que es «un poco discordante, desconcertante».
Una ha dicho: «La voz en el contestador es la abstracción más extraordinaria que hay que superar».
Yo no he respondido nada a estas afirmaciones.
Con el tiempo, mis mejores amigos me sugerirán -con tacto y delicadeza- que debería cambiar el mensaje. Una amiga se ha ofrecido a que sea su marido el que vuelva a grabarlo.
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