Lisa está saludando a otra persona en el mostrador. Otra tarjeta de plástico ha disparado el ¡gracias, que tenga una buena sesión!
Han pasado varios minutos y todavía estoy remoloneando en el pasillo hacia la sala de ejercicios, arriba de las escaleras.
Estoy pensando en que venir al Fitness Center con Ray era divertido, o podía ser divertido a veces.
Una diversión dentro de la obligación. Como ir a la compra.
Una vez, mientras hacíamos la compra en uno de los enormes hipermercados sin ventanas que hay en la Route 1, le dije a Ray con auténtica sorpresa:
– ¡Qué divertido es hacer la compra contigo cuando estás de buen humor! No importa dónde estemos.
Ray respondió en tono irónico:
– ¿No importa?
¡El sentido del humor de Ray! Era curioso, seco y a menudo muy divertido. Nunca llamaba la atención en una reunión de amigos para contar historias o anécdotas, le gustaba más hablar en un aparte, a un lado. Su humor era a veces inesperado y desconcertante. Sé que, si Ray pudiera comentar sobre el Hopewell Valley Fitness Center y sobre las horas que había pasado aquí con la esperanza de mantenerse «en forma», es decir, prolongar su vida, se habría encogido filosóficamente de hombros y habría dicho: «Pues la verdad es que fue una maldita pérdida de tiempo, ¿no?».
Sonrío al oírle.
Pero no hay nada más triste.
Éste es el reto: reunir todas mis fuerzas, descender los escalones hasta la planta baja, a la gran sala abierta y de techos altos en la que están las cintas y los aparatos de pesas.
¿Me estoy volviendo catatónica? ¿Estoy catatónica?
(Me pregunto en qué piensan los catatónicos. Encerrados en cemento, quizá no pueden pensar en nada. Quizás en eso consiste la catatonia .)
«Sólo la cinta. Media hora. Puedo hacerlo.»
Sin embargo, ahora me falta el aliento a menudo. Mi corazón parece siempre un poco acelerado. Mientras Ray pasaba diligentemente de un aparato de pesas a otro, yo no solía hacer nada más que correr en la cinta, lo más lejos posible de otras personas. No quería que me distrajeran los resoplidos y los gruñidos de hombres sofocados y sudorosos en sus aparatos, como unas imágenes sacadas del Infierno de Dante con sus cuerpos retorcidos, sus rostros deformes y sus ojos saltones.
(¿Era Ray uno de esos hombres diligentes y decididos? La verdad es que no. Los ejercicios de mi marido tenían cierta «languidez obstinada», difícil de definir, que no solía hacerle sudar ni mucho menos perder el aliento. Ray nunca había sido deportista ni se había interesado demasiado por el deporte, el alma del varón estadounidense y, junto con la política, el «vínculo masculino» fundamental en nuestra cultura.)
En la cinta, que solía poner en 4,5 y luego ir subiendo poco a poco hasta 6 (para los no iniciados, eso quiere decir seis millas por hora, nueve kilómetros, nada rápido para un corredor), me sumía en un estado de ensoñación, liberaba mi mente de las mil distracciones de mi vida cotidiana -lo que podríamos llamar «vida real» y ahora llamaría la inexpresablemente valiosa vida real -, y repasaba las páginas que había escrito esa mañana, revisándolas, reescribiéndolas, «corrigiéndolas»; en esos momentos, mi memoria es muy visual -¿fotográfica?-, y da la impresión de que correr la intensifica; mi metabolismo se «normaliza» cuando corro… Pero ahora, tengo miedo de hacia dónde se orientarán mis pensamientos si corro en la cinta. Tengo miedo de que la ola espumosa me ahogue, llena de un montón de cosas que no puedo soportar.
En el anodino interior del gimnasio, estaré a merced del destello de memoria que veo casi sin cesar. Esté donde esté, mire lo que mire -lo que observe-, veo en realidad a Ray en la cama del hospital, en aquel momento en el que entré corriendo en la habitación, en el instante en el que supe que llegaba demasiado tarde.
¡Qué tranquilo tiene el rostro! Le han quitado las gafas, como si estuviera durmiendo. El goteo intravenoso en el brazo amoratado, la máscara de oxígeno que le desfigura, el monitor cardiaco: todo ha desaparecido.
Se han dado por vencidos con él. Sus máquinas, se las han quitado, lo han abandonado.
He llegado demasiado tarde. Yo también lo abandoné.
Es como si sobre el mundo hubiera descendido una pantalla de tela. Y en esa tela, el recuerdo de Ray. Mi última imagen de Ray…
La rubia y alegre Lisa se sorprende al verme sola. O a lo mejor es que no la saludo con una sonrisa tan brillante como la suya.
Antes de que la recepcionista del Fitness Center pueda preguntar si pasa algo, le digo -las palabras salen a borbotones, con un ligero tartamudeo- que mi marido y yo hemos decidido «darnos de baja».
Cualquiera pensaría que he corrido a la recepción a informar de un fuego.
– ¡Oh! ¿Hay algún motivo?
Le explico que nos mudamos.
Hemos estado muy a gusto en el Fitness Center -«Ha sido un sitio maravilloso, lo echaremos de menos»-, pero nos vamos a mudar.
Lisa parece verdaderamente apenada al oírlo. Quizás ve algo en mi rostro -los ojos húmedos, la tensión en la boca- que le inquieta. Vacilante, dice que hace tiempo que no ve a Ray, unas cuantas semanas, y yo me apresuro a decirle:
– Bueno, no, no exactamente. Ray ha estado aquí hace menos tiempo.
Por qué me parece importante corregir a la recepcionista sobre una cuestión tan trivial, no tengo ni idea.
Pronuncio con cuidado nuestros nombres para que los entienda Lisa: «Raymond Smith», «Joyce Smith». Con media sonrisa y el ceño fruncido, Lisa saca nuestras tarjetas del archivador. Escribe algo en un ordenador. Supongo que está eliminándonos. Borrándonos. Pero:
– Su marido y usted tienen pagado todo marzo, así que pueden seguir visitándonos…
¡Nunca! La idea me llena de terror.
– ¿Dónde se van Ray y usted, Joyce?
Tengo la mente en blanco. Me cuesta recordar por qué estoy aquí.
¿Y por qué sola?
– Fuera. No estamos seguros de dónde.
41. «Voy a estar un tiempo sin verte»
9 de marzo de 2008. Desde que lo llevé al hospital no he soñado con Ray. Desde su muerte, no he soñado con Ray. Pero ahora, esta noche, sueño con Ray.
No puedo verle con claridad, estamos demasiado cerca. Está sentado en una cama -creo-, aunque con su querido jersey azul puesto. Tiene el rostro al lado del mío, estamos tocándonos. Me inclino sobre él y contra él. Está enseñándome dos fotografías enmarcadas -o diagramas-, y tampoco puedo verlas claramente. Cuántas veces -¡incontables!- en nuestra vida en común me mostraba Ray materiales relacionados con la prensa, diseños de cubiertas, fotografías, páginas de muestras tipográficas; Ray me pedía mi opinión y me consultaba, pero ahora, como no puedo ver con claridad lo que tiene en las manos, no puedo decir nada; estoy dispuesta e insegura al mismo tiempo, porque se espera algo de mí, pero ¿qué?
Ray tiene una voz grave, tranquila:
– Supongo que voy a estar un tiempo sin verte.
Y entonces se termina el sueño, estoy despierta, asombrada y despierta, es como si Ray hubiera estado en esta habitación conmigo hace un momento, y ahora…
«¡Oh, Dios mío!»
Me invade tal sensación de vacío que apenas puedo soportarla. Parece que estoy medio tapada por la colcha de mi madre y medio vestida. Ahora siempre me pongo calcetines para meterme en la cama -calcetines de lana, calientes-, y tengo los dedos helados incluso con ellos; llevo un albornoz azul de franela sobre el camisón; pero, aun así, tengo muchos escalofríos, y trato de dormir acurrucada, abrazándome mi propia delgadez con fuerza. A veces, dejo encendida la lámpara de la mesilla toda la noche, y la televisión también, sin sonido; si hay un gato durmiendo conmigo, a los pies de la cama, será Reynard, que entra en el dormitorio y salta a la cama como a escondidas por la noche, sólo cuando quiere y nunca -¡nunca!- si le llamo; a veces frota el costado contra mi pie o mi pierna, pero no me hace caso si le hablo o le acaricio la cabeza.
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