O quizá, ya que todo el mundo es tan amigable y se llama por su nombre de pila aquí en este gimnasio, el Hopewell Valley Fitness Center, la alegre recepcionista rubia preguntará: «¿Dónde está Ray, Joyce?».
Pero no, no pregunta por Ray. Si tiene curiosidad -porque nunca he venido al Fitness Center más que con Ray (aunque Ray venía a veces sin mí)-, no lo deja ver.
La recepcionista rubia es inagotablemente alegre, optimista -todos los entrenadores del Fitness Center tienen la obligación profesional de ser optimistas-, pero no es ingenua. Está claro que debe de ser frecuente que los maridos desaparezcan de las listas del gimnasio, por separación, divorcio, muerte, ¿no?
La separación y el divorcio serán más normales que la muerte entre los miembros del Fitness Center. Al fin y al cabo, no parece probable que pertenezcan a un gimnasio hombres viejos o «en mala forma».
En cualquier caso, no sería diplomático preguntarlo. Y tal vez la recepcionista rubia ve en mi rostro cierta rigidez, una tensión alrededor de los ojos que ruega: «¡No pregunte, por favor!».
Todos los gimnasios son lugares de esperanza y optimismo. La fe en el futuro como progreso. ¡Cada ganancia es positiva!
El entrenador de Ray nunca dejaba de elogiarle. Y cuanto más le elogiaba, más se esforzaba Ray. Porque quería estar «en forma», «mantenerse en forma».
En los últimos años, veníamos al Fitness Center, por término medio, unas tres veces a la semana. Sólo veníamos en los meses de invierno.
Es muy extraño estar aquí sin él. Tengo que pensar -tengo que asimilar- que no está detrás de mí en las escaleras, ni esperándome en el coche. No ha entrado por delante para empezar los ejercicios de estiramiento.
Cuando se pasa la tarjeta de plástico por el aparato que hay en el mostrador de la entrada, una voz mecánica gorjea: ¡GRACIAS, QUE TENGA UNA BUENA SESIÓN!
He venido al gimnasio para algo concreto. Supongo que debe de ser para hacer ejercicio; a no ser que sea para darme de baja como miembro.
¡Ejercicio físico! ¡Cansancio! Ése va a ser mi consuelo.
Si consigo agotarme, tal vez pueda dormir. Tal vez pueda dormir «normalmente». Hay partes de mi cerebro que las siento como si fueran gaseosas. Ese tipo de gas que sale a burbujas de la botella y se te derrama por la mano.
El Fitness Center está a unos tres kilómetros de nuestra casa, junto a la Route 31, que es una carretera con mucho tráfico. Es un edificio indistinto, sin ventanas, con luces fluorescentes, que despide música eterna -«rock suave», «clásicos del pop»- a un ritmo alegre y optimista.
En ocasiones, esta música era molesta. Alta, insípida, persistente, estúpida. Cuando no podía soportarla más, buscaba zonas del edificio desocupadas, a veces a oscuras, a las que no llegase la música, y allí corría en el sitio o tomaba notas sobre lo que me preocupase en ese momento, mientras Ray hacía ejercicio en los aparatos.
A menudo me quedaba fuera. Prefería el aire libre, correr, caminar por una pista o un sendero. En un campo que hay junto al gimnasio, corría haciendo grandes ochos, en un trance de felicidad -una felicidad doméstica y corriente-, porque correr siempre me ha parecido emocionante, me da vigor y me consuela al mismo tiempo.
Correr siempre ha sido para mí una manera de meditación, contemplación.
Aunque ahora temo esos estados de ánimo, porque no logro controlar mis pensamientos.
Ralph Waldo Emerson comentó sabiamente que «un hombre es lo que está pensando todo el día». Podemos suponer que, al decir hombre , el filósofo no excluía a la mujer .
Si podemos controlar nuestros pensamientos, podemos controlar ¿qué? Sólo nuestros sentimientos, nuestras emociones. Sólo nuestros pensamientos. Sobre el mundo vasto e inconmensurable que está más allá, no tenemos el más mínimo control.
Qué triste es recordar que Emerson, tan brillante, «perdió» la cabeza al envejecer. Durante gran parte de sus últimos años existió en un estado de conocimiento semejante a una luz que se apagaba poco a poco.
Ésa es la réplica oscura, irónica y cruel al alegre optimismo de Emerson. ¿Qué autonomía puede haber cuando no existe un yo?
Llevo días -¿semanas?- queriendo venir al Fitness Center. Aquí no soy nadie conocido, Ray no era nadie conocido; algunos empleados nos reconocían como Ray y Joyce , pero nada más.
Trato de no imaginar un universo distinto -que, en realidad, sería un universo mucho más probable, creíble y reconocible que este universo- en el que Ray estuviera conmigo, como siempre había estado. He permanecido en el coche aparcado varios minutos sin moverme del asiento del conductor. Mirando la pared de estuco del edificio, esperando a… ¿qué? Pero ¿por qué? Sin nadie que me diga: «¿Por qué estás ahí sentada? Vamos a salir. Ya hemos llegado».
A menudo, cuando vuelvo a nuestra casa -es decir, a mi casa -, me encuentro sentada así en el coche, en una especie de parálisis espiritual. Cuando estoy lejos de casa, sueño con volver a ella; cuando estoy en casa, creo que existe algún peligro en ella y debería huir; pero en el coche aparcado delante de casa, en una especie de estasis, paso minutos sin moverme, como hipnotizada. A Ray le asombraría este comportamiento, que no es «nada propio» de su esposa.
La mujer que para él era su esposa . Ahora es su viuda y no está arreglándoselas demasiado bien.
Ray era el guardián del hogar y la casa. Sin su vigilancia, la casa está empezando a tener problemas. Recuerda a la caída de la elegante casa futura en «Vendrán lluvias suaves», la bella y aterradora parábola de Ray Bradbury.
Fuera de casa, sentada aquí -¿dónde?, ¿por qué?-, tratando de luchar contra una sensación creciente de pánico, de pronto estoy convencida de que la casa corre peligro. Pero estoy demasiado aletargada para volver allí. Y hay otra cosa de la que tengo miedo -de la que tengo más miedo-: el Fitness Center.
Sopeso el grado de miedo o pánico: ¿me da más angustia la casa o entrar en el gimnasio; es más práctico afrontar la angustia que me da la casa o la angustia que me da el gimnasio?…
Mira. Estás aquí. Debes de estar aquí por algún motivo .
Es lo que me aconsejaría Ray, exasperado.
Oh, pero cuánto me resisto a abandonar la «relativa» seguridad de mi maltratado Honda blanco para entrar en el gimnasio, para ir hasta la enorme sala de aparatos, del tamaño de un salón de baile, a la que iba siempre Ray.
Pronto tendré un nombre para esos lugares. Sumideros .
Unos sitios cargados de recuerdos viscerales, que me provocan terror al acercarme.
En esta fase del asedio -estamos aún a principios de marzo-, no he logrado asimilar mis experiencias con ninguna coherencia, ni mucho menos categorizarlas. La taxonomía es la reacción instintiva a un mundo de fecundidad y complejidad desoladoras, pero no me siento todavía suficientemente fuerte para ninguna taxonomía.
Mi vida me inunda en gran parte como una ola espumosa y sucia. Una ola en la que hay restos: algas, cristales rotos, trozos de barro, peces podridos, objetos sin nombre, una especie de catatonia espiritual como si me hubiera picado una criatura marina venenosa, oculta en el oleaje; una medusa, por ejemplo.
Una vez, en la costa del sur de Jersey, las vimos: cientos -¿miles?- de medusas arrastradas a la playa tras una tormenta.
Transparentes, translúcidas, muertas y moribundas. Incluso muertas era imprudente tocarlas con el dedo desnudo.
Ray dijo: «Vámonos de aquí. Podemos caminar por otro sitio».
(¿Por qué estoy acordándome de las medusas, aquí en el Hopewell Valley Fitness Center? ¿Por qué cada idea que penetra en mi cerebro parece venir de una fuente que no está a mi alcance, y por qué estos pensamientos me causan dolor y placer al mismo tiempo? Habíamos hablado con frecuencia de volver a Cape May. Nunca habíamos visto la migración anual de las aves, que al parecer es espectacular, ni la migración de las mariposas monarca. Llevábamos años hablando de ese viaje al sur de Jersey, que no era precisamente un viaje exótico, un trayecto de sólo unas horas, y, mientras tanto, habíamos viajado a Inglaterra y a Europa varias veces pero nunca habíamos vuelto a la belleza de Cape May, y ahora me angustia pensar: «Es demasiado tarde para Cape May. Nunca volverás a ir a Cape May».)
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