Con mucho cariño,
Joyce
Medio en broma medio en serio estoy pensando en enviar un boletín por correo electrónico a mis amigos: «Por favor, no os riáis de mí ni os alarméis, pero ¿podría "contratar" a alguno de vosotros -si pudierais superar los escrúpulos de la amistad y dejar que os pagara de alguna forma- para mantenerme viva un año, por lo menos? Si no…».
Desde luego, esto es sólo medio en serio.
Desde luego, no me atrevo a dejar ver tal desesperación, se dispararían los cotilleos como la pólvora entre nuestro círculo de amigos y más allá, horriblemente más allá, en círculos concéntricos de amigos íntimos, «buenos» amigos, conocidos, colegas, desconocidos, para estallar en internet, relucientes y llenos de morbo para disfrute de todos.
6 de marzo de 2008
A Mike Keeley
¡Mike, gracias! Cuánto te quería Ray. No tenía ni idea de que no iba a volver a vernos a ninguno nunca más; sus últimas palabras (conservadas en mi buzón de voz) son tiernas y optimistas. Me parece increíble. Echo de menos tener compañía, aunque sea una compañía ilusoria y fantasmal (como Harvey, el conejo invisible) en esta casa, que sólo sugiera, no su realidad de hombre, sino cierta esencia luminosa. La mitad del tiempo pienso que debo de haber perdido por completo la cabeza. Otras veces, como anoche, creo que estoy relativamente cuerda. Espero que las cosas sean cada vez más fáciles. Pero el aspecto legal y económico me abruma, y quizá acabe conmigo antes que el aspecto emocional…
Mucho cariño para los dos,
Joyce
Lo que he descubierto: es posible vivir cada día si se divide en segmentos.
Mejor dicho: es posible vivir cada día sólo si se divide en segmentos .
La viuda pronto se da cuenta de que un día entero, tal como lo viven los demás -ese vasto y espantoso Sahara de tiempo infinito-, es imposible de soportar.
De modo que la viuda recibe el consejo de dividir el día en Mañana, Tarde I, Tarde II, Crepúsculo, Noche.
Las mañanas, que una pensaría que son el peor momento, no son tan malas, en realidad, porque la viuda suele quedarse en la cama más tiempo que la gente «normal». Como la viuda es más feliz -es decir, feliz- sólo cuando está dormida -profundamente dormida- en un pozo de fango y brea anterior, no sólo a cualquier recuerdo de la catástrofe en su vida, sino a cualquier recuerdo de la posibilidad de catástrofe, es muy probable que a la viuda le resulte muy difícil levantarse de la cama.
¿Levantarse de la cama? ¿Qué tal abrir los ojos?
Nadie entenderá -nadie, excepto la viuda- que el acto de abrir los ojos es un acto agotador, un acto que requiere temeridad y abandono, un valor poco frecuente, imaginación; al abrir sus ojos, la viuda se compromete a otro día más del asedio permanente, un huracán de emociones que la deja rota y golpeada pero decidida a ser, o parecer, resistente e incluso «normal». Peor aún, después de abrir los ojos viene el acto de levantarse de la cama , que exige, en este estado debilitado, el impulso fanático y la voluntad de un deportista olímpico.
Al principio, me costaba muchísimo tiempo abrir los ojos, y yacía en un estado casi comatoso; tratando de oír con un miedo creciente los sonidos de los vehículos de los servicios de mensajería en la entrada, los pasos de los mensajeros que traían paquetes (indeseados, invariablemente pesados y llenos de grapas) y el timbre de la puerta; una vez, o más de una vez, amigos bienintencionados que venían a verme entraban en el jardín y tocaban el timbre; cuando yo no contestaba, agazapada en el nido desaliñado de mi cama, lleno de papeles, galeradas, libros de la noche anterior, los amigos bienintencionados, como es natural, llamaban a la puerta, golpeaban con los nudillos, y preguntaban, con voces que pretendían disimular su alarma: «Joyce? ¿Joyce?». A veces me había dormido justo cuando empezaba a amanecer, y la intromisión -es decir, la visita del amigo, el amigo bienintencionado- se producía hacia las nueve de la mañana; a veces, después de mi bruma insomne, cuando me había rendido hacia las cinco y me había tomado una pastilla para dormir -no Ambien, todavía, porque me lo estaba reservando, sino Lunesta-, el golpeteo de los nudillos se producía incluso más pronto y me despertaba del pozo somnoliento de absoluto y anhelado abandono con la fuerza de un mazo en la cabeza, lo cual me dejaba paralizada de desesperación y amargura. En esas ocasiones -y hay muchas ocasiones de ésas en la absurda vida de una viuda-, era evidente que, si hubiera podido reunir el valor suficiente para tragar una «sobredosis» de fármacos, si hubiera conseguido orientar todas mis energías hacia un temerario intento de «acabar con mi sufrimiento», el gesto se habría visto bruscamente interrumpido con la llegada inesperada de un amigo. «¿Joyce? ¿Joyce? »
Qué terrible, el sonido de mi nombre. En esos momentos. Porque ser Joyce es, por definición, ser esa que nadie más querría ser .
Joyce Carol Oates posee un sonido todavía más digno de mofa, más melancólico, por lo presuntuoso que es tener tantas sílabas. ¡Qué ridículo!
Pero voy a comportarme de forma razonable, pueden estar seguros de ello. Intentaré comportarme de forma razonable. En cualquier caso, qué opción tengo más que arrastrarme desde los papeles esparcidos sobre la cama hasta el suelo alfombrado, una o dos galeradas, algún ejemplar suelto de Raymond Smith, viejos ejemplares de bolsillo de Pascal, Nietzsche, la Ética de Spinoza (consultada tanto por su capacidad de ayudar al sueño como por la emoción de ver la mente de un lógico ante el reto de «reducir el caos del mundo a la unidad, el orden, la cordura, el significado») y, aunque mi cerebro se ha convertido en una masa de gasa húmeda en la que las ideas enloquecidas se mueven como gusanos, y debo de tener un aspecto como el de un espantapájaros arrastrado por un camino lleno de surcos detrás de una camioneta, me asomo al pasillo (en esta casa de un piso y paredes fundamentalmente de cristal no hay verdaderos sitios en los que esconderse más que los cuartos de baño, el cuarto de la caldera y uno o dos rincones en sombras de otras habitaciones) y grito una respuesta casual y desesperada:
– ¡Hola! ¡Sí, estoy aquí! ¡Estoy bien, estoy estupendamente! ¡Estoy aquí! -y añado con una risita forzada y estoica-: No puedo verte todavía, lo siento, te llamaré después.
El amigo responde:
– ¿Joyce? ¿Estás bien?
– ¡Sí! ¡Sí, estoy bien! Te llamo después.
Y le ruego en silencio: «Por favor, ahora vete. ¡Por favor!».
Pienso: «¿No hay ningún lugar en el que pueda esconderme? ¿No hay ningún lugar, salvo morir?».
Otra mañana, suena el teléfono después de una noche miserable de insomnio que se ha extendido al día como agua feculenta; el teléfono que suena en el cuarto de al lado es el del estudio de Ray, y por alguna razón, en vez de aferrarme a las sábanas y fingir que no lo oigo, me siento obligada a responder, porque podría ser mi abogado, o mi contable, alguna persona de las que han aparecido en mi vida por las infinitas exigencias de los trámites relacionados con la muerte. Me llena de angustia pensar que debo contestar esa llamada, así que entro tambaleándome en la habitación de al lado, a medio vestir, descalza y tiritando, y es mi hermano Fred, que vive en Clarence, Nueva York, no lejos de nuestra vieja granja familiar, ya destruida, en la desolada Millersport -una comunidad rural a unos quince kilómetros al norte de Buffalo-, y por supuesto me encanta hablar con Fred, mi hermano pequeño, que ha sido un gran consuelo para mí, aunque haya sido por teléfono y desde lejos; mi maravilloso hermano que tan bien cuidó de nuestros padres en la última etapa de sus vidas, cuando se instalaron en una residencia de ancianos de Amherst; pero, mientras estoy al teléfono con Fred, aparece un mensajero en la puerta principal, a menos de tres metros, toca el timbre, golpea con los nudillos, y yo permanezco en cuclillas en el estudio de Ray, intentando esconderme, rogando en silencio: «¡Por favor, vete! ¡Vete y llévate lo que sea que has traído, por favor!».
Читать дальше